
Al tercer día observó que no iba solo. La verdad es que una multitud de hombres y mujeres, un poco alucinados, caminaban en la misma dirección. A veces, uno se descalabraba al pisar un guijarro y abandonaba la ruta. Otras veces, varios tomaban un camino diferentes, ilusionados por las naranjas y manzanas y cerezos percibidos en la lejanía. Se apartaban y nunca más se volvían a ver.
El señor G pertenecía al pequeño grupo que persistió en la ruta más difícil. Entre dientes murmuraban "Ya falta poco"... "Tengo que llegar"... "La Redención me espera"... El señor G no entendía que todas las frases que llegaban a sus oídos se refirieran siempre a un yo disuelto entre las brumas del caminillo al borde de las aguas marinas. Era como un rito inexorable que no admitía variación. Un machacar la conciencia con el desafío que les obligaba a seguir, incansables, hasta el fin.
Una fría mañana, el señor G advirtió que ya no había compañeros. Quizás me he perdido, murmuró. Pero no había vuelta atrás. Cerro y precipicio le flanqueaban obligándolo a persistir en una única ruta posible. Siguió caminando.
El señor G era anciano y estaba muy enfermo cuando comprendió que la Redención era imposible. La bruma le permitía ver a no más de un metro de distancia. El cerro y el precipicio seguían siendo ruta o tentación de despeñarse. Abajo, el mar sollozaba espumas, invitándolo. Más adelante, las nubes, inmensa pared turbia destrozando espacios y horizontes, bajaban y lo envolvían, abriéndose para el único caminante.
Se perdió entre ellas.
1 comentario:
Me ha encantado volver a leerte.
Un gran abrazo.
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