miércoles, 9 de julio de 2008

ALMAS MUERTAS

Oh... Chichikov...!)
Mi tatarabuelo recorrió las estepas comprando lo que sería el patrimonio de la familia: doscientas mil almas muertas. Así obtuvo el reconocimiento deseado. El dueño de tantas almas sólo podía ser un caballero de máxima importancia. La gente, esbirros inconscientes, le hacía reverencias y las mejores familias le invitaban con la esperanza que se fijara en alguna de las niñas de la familia. Vivía del crédito que le proporcionaban sus almas muertas. ¡Y cómo se divertía!. Los salones, la ópera, los viajes a París, las inagotables fiestas inundadas de mujeres y vodka.

La revolución lo trastocó todo. Mi tatarabuelo huyó de la furia proletaria y dio con sus huesos en una fría pensión, en Monmartre. Allí murió, hundido en la oscuridad de sus quejumbrosos recuerdos del pasado.

Mis padres llegaron a la ciudad hacia los años cuarenta. Papá abrió una mercería que nos permitió vivir con cierta holgura. Estudié medicina. Empecé a vivir entre espéculos y olor a medicamentos. Todo se me dio fácil. Tenía clientela en toda la región. Mis honorarios aumentaron al punto que pude casarme con la mujer que amaba.

Entonces recibí la herencia de mi tatarabuelo. Soy propietario de doscientas mil almas muertas. Entre ellas hay campesinos y artesanos, Olvidados sirvientes de casas aristocráticas. Soldados caídos en batalla. Nombres. Interminables listas de nombres. Pienso en esos ojos que observaban los cielos de las estepas y se preguntaban por los sentidos de la vida y de la muerte. Vivieron. Alguna vez, amaron. Otros se emborrachaban hasta perder la noción de su yo atormentado por la miseria. Sus destinos de tormentoso desamparo, de absoluta inutilidad. Reflexiono en la brutal broma que me hace ser dueño de sus historias, de su absurda existencia tan gélida como el paisaje cubierto de nieve que pisaban sus pies dormidos.

No tengo reposo. No hago más que pensar en la herencia que me pesa en la conciencia. Ha llegado a mis manos una historia que me produce el dolor de llaga abierta. Quemé todos los papeles y certificados acumulados en más de cien años. Esta herencia maldita no caerá sobre mis hijos. En las noches, cuando viene el sueño, los veo: cadáveres mutilados, de colores de ónice y lapislázuli. Con los ojos inmensamente abiertos reclamándome que les atienda, que les de vida, que los nombre en las horas del día. Doscientas mil almas muertas que me arrastran a la locura.

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