jueves, 24 de julio de 2008

LA ABUELA

Hace unos días tuve claridad respecto de la trampa. Mi abuela... araña en el trapecio... Los seis nietos estábamos a su merced. Recibíamos nuestra mesada a cambio de alguna producción. Yo tenía la obligación de entregarle, cada mes, un relato. Me entregaba un sobre con tres palabras. Eran el foco de la narración... el viejo truco del pie forzado, pero esta vez no en redondillas suaves y perfectas. Para este mes eran: "erizo, inmolar y espontáneo..." ...¡Qué maldita relación podía haber entre ellas! Pero al pensarlas, de pronto entendí de qué se trataba el juego. Ay, abuela, tanto tiempo bajo tu tortura mensual cuando el problema era de tan fácil resolución. Sentí un temblor en el vientre y, por primera vez, en mucho tiempo, en mi cabeza gobernó la ilusión.
Era como un rito. Le entregábamos la tarea y ella, desde su cama, abría la puerta de hierro de su gran caja fuerte. Era una puerta redonda, con cierres eléctricos, guardando una habitación inmensa, llena de valores. En el umbral un sobre con el dinero. Esa tarde entregué mi tarea. Sólo contenía una frase. La abuela la leyó y sonrió. Así que por fin te decidiste, murmuró. ¿Y cómo lo harás? No importa la forma, dije. Me abalancé sobre la anciana y puse la almohada sobre su cara. El desmayo vino pronto. Encontré el panel y abrí la puerta. Corrí hacia la habitación y empecé a registrar. Había recursos para vivir tres vidas. Encontré escrituras de innumerables propiedades. En las cajas, había joyas de un potentado hindú. En las gavetas, miles de billetes de alto valor, de moneda europea, norteamericana, japonesa, alemana y francesa. Creí que me volvía loco.

Pero entonces, escuche la risa. Al comienzo era apenas un susurro, un malévolo estrechar de dientes. Luego el diapasón fue aumentando hasta transformarse en una carcajada bestial. Entre tanto, exclamaba: Mal hecha la tarea, mi niño... Tu inteligencia es débil, blanda como la crema de un pastel... Debieras haberlo hecho mejor... Y volvía a reir, mientras la puerta empezaba a cerrarse, dejándome en una habitación en la que no habría una gota de oxígeno. Envuelto en fajos de dinero también empecé a reir. No me era posible alcanzar la salida. La anciana había vencido... Repetí la frase escrita en la hoja que le entregué: ¡Es hora de morir!... Seguí riendo mientras la puerta terminaba de cerrarse y la oscuridad me envolvía como un sudario.

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