martes, 28 de septiembre de 2010

DANZA DE LIBELULAS

¡Noche perra…! Luna inmensa que deja a las sombras sin perfiles. Los rieles mudos, igual que el acueducto, a punto de la curva que conduce al sur. El callejón oscuro. Por él aparecen el Rosamel y diez o doce acompañantes. Hielo luminoso hirviendo en las manos cuando los fierros dejan sus fundas. Libélulas fieras, insólitas, anunciadoras de muerte.

Es otra noche igual, insisten los recuerdos. Imágenes difusas, desesperantes. No dejan respirar.

- Es hora – susurra mi Huacho Pelao –

- Cuídese el estómago – le digo – El Rosamel lo va a buscar por endei.

Los dos hombres caminan lentamente y se sitúan frente a frente, en la mitad de los rieles. ¡Noche perra…! ¡Mierda! Algo se dicen. El Rosamel levanta la voz. Ninguno ha ofendido al otro. Aquí el único ofensor soy yo. Pero el Rosamel quiere cortar los brotes, antes de llegar a mí… Lo sé…

La luna… es inmensa, una nave de los cielos, y es blanca y es refulgente y se deja caer, líquida, sobre mi corazón angustiado.

Hace tantos años. Tenía diecisiete cuando llegué a la pobla. Mis familiares y amigos hacían burlas porque quería ir al liceo.

- La gente como nosotros no estudia – sentenció el abuelo – Somos pal trabajo o… pa la otra cuestión… pero no pa los libros… Y vos tenís que traer monedas pa la casa…

Era el sueño y eran los tiempos largos. El abuelo sonreía. Una vez me dijo “Haga lo que sea, m’ijo, pero hágalo con hombría”.

Conocí a la Maiga. Era casi de mi edad. En las tardes conversábamos. Me iba hundiendo en su olor y en la áspera ternura de su risa. Me dijo que se iba a casar con el Mauro. Pero no hice caso. El abuelo me dijo que el Mauro era malo. Pero no le hice caso. ¡Carajo! ¡Cómo pensar en otra cosa! Habían llegado las noches del amor urgente. La Maiga, desnuda, parecía bañada de luna. Sus orgasmos, su risa, iluminaban el universo.

El Mauro me esperó a la salida del callejón, donde los rieles empiezan a virar pa irse al sur. Me gritoneó. Dijo que la Maiga era su mujer. Y dijo que me mataba. Ehi mesmo, me mataba. Y sacó al aire su fierro que danzaba… igual que las libélulas de esta noche.

Mi cuchillo entró en su cuerpo y mi mano se tiñó de sangre.

Cinco años en la cana. ¡La reputa! La Maiga no esperó. Un fulano pampino se la llevó pal norte. En los cerros de La Serena había pirquenes de cobre y de oro. Y se ganaba buen billete.

Cinco años pa aprender a dejar pasar los días. ¡P’tas que es difícil abandonar los sueños viejos! ¡Tratar de inventar otros... es confuso, enredado…!

¡Cerrar los ojos y dejar de ver el rostro de la Maiga cuando, vencida, se hundía en los orgasmos! ¡Olvidar la palidez del Mauro… su mirada de incredulidad…! ¡Mierda… si el muerto tenía que ser yo…!

El acueducto se rompe. En medio de las aguas recibo las cuchilladas mientras las libélulas danzan. Pero no fue así. Nada resultó como los sueños.

Los dos hombres bailan. Mi nieto envolvió el brazo con su chaqueta y protegió su vientre. ¡Tà bien! El Rosamel también se sacó la chaqueta. Le pega al aire. La hace bailar. Le emborracha la perdiz a mi niño. Se juntan. Dan pasos rápidos patrás. Las puntas de los cuchillos relucen. Desde lejos se escuchan las respiraciones, las maldiciones, las malas palabras.

El Rosamel avanzó y tocó fondo. El quejido del Huacho Pelao. Sonó en mi alma, como campanadas de muerte. (Caballos desaforados detrás de las horas insólitas. Cascos sobre la piedra. Bufan y pisan sangre fresca) El Rosamel le dio con saña. Una vez. Otra más. Las esperanzas negadas pa siempre. ¡Noche Perra! ¡Malditas libélulas enloquecidas de espanto! ¡Maldito este llanto que no puedo detener en mi garganta!

En la casa grande tuve suerte. Conocí al Negro Zumbón. Le habían tirado una perpetua y adentro se ganó otras dos. El Negro no volvería a salir a la calle, pa saborear el gusto del adre libre. Me agarró como su ayudante. Y me enseñó. Es que los parientes del Mauro empezaron esta cuestión que no tenía pa cuando parar. Dos de sus primos se fueron pal norte y trajinaron los pueblos hasta que encontraron a la Maiga. Dicen que la dejaron mesmamente como puré. Un tiempo después, llegaron a la cana otros dos. El Negro me dijo que me alejara de ellos. Los huevones vienen por ti. Fue inevitable el encuentro en el patio. Uno de ellos me recordó al Mauro, pero el Negro le sacó la madre y estiró la mano. Alguien le alcanzó un estoque. Se abalanzó sobre los malandras y los dejó encharcados. Todo fue muy rápido. No hubo como culpar al Negro; tampoco a mí.

Las noticias desde el barrio no eran buenas. A veces atacaban los parientes del Mauro. Otras, los míos tomaban venganza. Nos inundaba, como un caudal de odio y sangre. Las dos familias no pueden vivir, decían. Estamos encadenados a la herencia de venganza dejada por el Mauro. Solamente quedará una sobre las calles de esta ciudad.

El origen de la querella se transformó en leyenda.

Los relatos recibidos por los más jóvenes eran disparatados, absurdos. Pero lo importante es que había guerra entre las familias. Y había que llevar la guerra hasta los confines de la nada, de la oscuridad, del llanto.

Salí cambiado de la cana. Empecé a aplicar lo que me enseñó el Negro. Una semilla se guarda de un año pal otro, me decía. Entonces, cuando llega el tiempo, la siembras y florece. Me transformé en jefe de mi familia. Disponíamos de una veintena de seguidores. Robábamos y la familia vivía bien. Rara vez detenían a alguno de los nuestros. Es que pensábamos cuidadosamente lo que hacíamos. Actuábamos en grupos pequeños. Después, ese grupo descansaba un par de meses. Nunca acepté que la misma persona estuviera en dos golpes consecutivos. Nunca atacamos dos veces el mismo lugar. Todo lo que conseguíamos iba al fondo común. Y éramos justos en la repartija.

Los del Mauro andaban en la mesma. Tenían una treintena de seguidores. Se fueron a los negocios duros. El narcotráfico paga más que el robo, pero, también cobra más. Al Rosamel le habían desbaratado dos veces su banda. ¡Pero aprendía… el perro maldito…!

Nos picoteaban. Un tío, hace un mes; un primo la semana pasada. Tres o cuatro violaciones… y nuestras mujeres exigían urgente venganza… ¡Corten los huevos a esos malnacidos…! Mi Huacho Pelao, hace dos noches, en medio de los rieles… y de la luna…

No nos quedábamos de brazos cruzados. Los violadores se quedaron sin sus presas. Se las cortamos y se las dimos ahí mesmo a los perros. Los vieron devorarlas antes del desmayo, de la muerte.

Uno de los hombres se acercó. Dijo que el Rosamel estaba cansado. Que ya no quería más guerra. Que todo puede arreglarse… si yo faltara el resto de la gente podría descansar, tranquila. Supe que mentía, pero era lo definitivo: El o yo. Dile al Rosamel que hablarán los cuchillos. Pero necesito unos días pa llorar a mi nieto y pa llevarlo a tierra santa.

Será con los cuchillos, confirmó el maldito. El duelo, pa tres semanas más.

Sin odio. Y sin rabia. Insistía el Negro. Los sentimientos, pa dentro. Pa cuando puedan salir. Solo observa con calma y frialdad. El Rosamel está al frente. Vino con sus hombres, igual que yo. Salieron del callejón, como agua brotada del manantial. Hicieron una medialuna a diez metros de los rieles. La noche, bien elegida; Casi no hay luz de luna. Nadie verá el burbujear de las libélulas.

- ¡Rosamel! - grité - ¡Tú yo…! ¡Vengo por mi nieto!

- ¡Y yo, por ti, viejo maldito!

Sabíamos que no era así. No era una pelea de a dos. Una treintena de guapos del Rosamel ya había sacado sus aceros. Y los mostraban haciendo gestos de pelar papas. Nos decían que estaban listos pal encuentro. Yo tenía, a mis espaldas, poco más de veinticinco gallos de pelea, esperando órdenes.

El Rosamel caminó hacia los rieles. Se situó en el centro del espacio, con sus piernas abiertas, igual que en la otra noche nefasta. Se sacó su chaqueta y la dejó caer. Mientras el cuchillo volaba de una a otra mano. Me estaba diciendo que no soy un rival preocupante. Que no duraré más que unos pocos minutos. Y que él se gozará en mi degollina, antes de dar la orden de terminar de matar. A todos. No debía quedar ni uno solo vivo. Sabíamos que después seguirían las mujeres y los niños de la familia. Era la última limpieza.

¡Maldita sea la Maiga! ¡Maldita mi calentura de joven que no tenía orgasmo que la calmara!

- Si vas a luchar – continuaba el Negro – asegúrate de ganar. Enfrenta a los malditos sin que tiemble el brazo, como si fueran peleles de trapo. Da las órdenes en el instante preciso. Cuando todo sea urgencia. No los dejes reaccionar. Tú eres el mejor… porque tú puedes y sabes pensar…

Di un par de pasos hacia los rieles. Recién entonces, desnudé mi acero. Entonces, me di vuelta y grité ¡Al suelo los cuchillos! En las manos de mis hombres surgieron las pistolas y las recortadas. Me tiré de bruces junto con la primera descarga. Las armas se quedaron sin municiones. Mis hombres se acercaron al cerro de muertos y heridos. Los repasaron.

El Mauro ya no tenía familia. Rosamel yacía partido en dos. Terminó la guerra. Mi Huacho Pelao podía descansar en paz.


Miré hacia el oscuro callejón. A contraluz pude observar las libélulas. Es insólito, pero danzaban.

domingo, 26 de septiembre de 2010

ANGEL

Su madre lo bautizó como Angel, pero en el barrio le decían el Burro Alfeñique. El apodo lo inventó la Teli. El Angel tenía unos catorce años. Se le antojó enamorarlo justo cuando el cabro andaba que cortaba las huinchas. Un atardecer se juntaron en la pieza de la Teli; la mina era sabia. Los besos y las caricias cundieron mientras lo desnudaba lentamente. La Teli no se pudo contener: “La tenís como la del burro, dijo… Pero soi tan flaco…. Como un alfeñique”. Después lo comentó con sus amigas que empezaron a mirar al Angel con ojos golosos mientras lo llamaban el Burro Alfeñique.

Tenía tres oficios: Trovero, comerciante y chorrero. Los chorreros son ladrones callejeros. Meten la mano en bolsos ajenos y arrancan a todo dar perdiéndose en las encrucijadas de la ciudad.

Le gustaba ser trovero. Lo malo es que a veces estaba la mañana entera con su guitarra y su garganta entregadas a la voracidad sin identidad de la gente que camina sin mirar y sin sentir. Y no caían monedas en su sombrero. El hambre pica. Y la vieja abuela, tejedora de toda la vida, sumergida entre sus lanas, le esperaba para comer. Entonces, si tenía algún dinero compraba golosinas y las vendía en los buses. Algo ganaba. Si todo fallaba, no le quedaba más remedio que robar. Y empezar de nuevo. Eran tardes de tristeza. La abuela nunca preguntaba de donde salían las monedas. Comía su guiso y cerraba los ojos.

Quedaba solo en medio del desorden viejo y oscuro de su habitación. Herrumbre. Soledad. Angel tomaba su guitarra y regresaba a su última canción. Era un devaneo sin término. Probaba distintas tonalidades. Intentaba hacer calzar los versos de esa estrofa infernal que le perseguía sin compasión. Tiene que haber una forma, pensaba, pa que las palabras digan lo que siento… P’tas que cuesta… Tiene que haber una forma fácil p’hacerlo…

Por esos días llegó la Vivi a la casa de al lado. Angel se sorprendió pensando en ella. En sus ojos de mirada transparente. En su cuerpo pequeño e incitante.


Inevitablemente surgió la amistad. La Vivi le ayudó con los versos. Y la última canción empezó a decantar: agua pura, fresca, cristalina, que ambos bebieron preparándose para la noche del amor realizado.

La Vivi preguntó a todos los conocidos el por qué del apodo: burro y alfeñique. “Si te acuestas con él sabrás por que le dicen burro…” le dijeron. Aquella noche lo supo. ¡Benaiga la mansa sorpresa…! Pero a la mañana siguiente, en el rostro de la muchacha había sonrisas, rubores y un sabor a felicidad interminable.


El Angel se fue a Valparaíso por un par de semanas. Le dijeron que la cosa estaba buena… para sus tres oficios. Al regreso traería dinero suficiente para hacer hogar con la Vivi. Pasaron los días y no volvió. Alguien trajo a la casa el diario de la ciudad puerto. Una nota, muy breve, daba cuenta de una pelea en la noche, a las orillas del mar. Un joven, de nombre Angel, había sido asaltado por un grupo de tres patos malos. Había huellas de lucha. Manchas de sangre que no le pertenecían. Aguantó como macho, pero le vencieron. Su cuerpo, desmadejado, sin posibilidad de retorno. Sus ojos mirando hacia las estrellas, sin poder verlas. Nadie lo reclamó. Su cuerpo, su nombre, sus canciones fueron tragados por las sombras del océano.

*

- El Angel es el pior de los chuchetas, compadre. Vea usté: En la pobla hicimos una velatón la noche que cumplió un mes de finao. Nos pusimos con velas, hasta los cabros chicos. Incluso el Macario cerró el boliche y se sumó a la gallà. La abuela dejaba qu’er gruesos lagrimones. La Vivi apareció de luto. Endei llegaron las primeras palabrotas. “¿Por qué estái de luto?”, gruñó el José que es el taita de la Vivi. “¿Si no soi consanguínea?” La esposa intervino al tiro: “¿Y qué te importa…? ¿No veí que la niña tà sufriente…?” “¡Y qué se mete usté, vieja saco’e huevas!” Los separó el paco Yébenes, que tiene uniforme de cabo, porque el José quería sacar crestaimedia a la madre y a la hija. Entre dientes gruñía “Mirequè, ahora me salen las dos putangas… ” La velatón duró toitas las horas que dura la noche montá en oscuridá y en misterio. Las viejas se repitieron el plato con los rosarios. Las avemarías se posaban, pías, en las orejas y se quedaban allí temblando agonías… que les dicen… Hasta pare’e que hubiera sido una sola, pero recontra larga. El flaco Guzmán dijo que si hubieran andao juntos, los muertos serían ellos y no el Burro. “Por algo será… yo no me separo de mi regalona” Y mostró el fierro, luminoso, con el que habría defendío al amigo de toa la vida. Todos pensábamos lo mesmo, pero mordíamos los labios. La Vivi sacó una guitarra no se dionde y empezó a canturrear. De repente dijo que era la última canción del Burro. Sacó una voz más linda que el sol. No tocaba bien, pero el entrumento fue noble y la acompañó. ¡P’tas la bruta grande! ¡Nos hizo llorar a toos…! ¡Hasta el José se corrió de lloros!

La noche se fue, así como se van toas las cosas. De a poco. La mesa se vistió de tinto pa los viejos y de ron pa los más nuevos. Y tamién hubo pitos, de la colombiana. Y tamién un poco de pasta. Pero ná que lamentar. Cuando clariò la mañana nos fuyimos cada uno pa su casa. Menos mal que toos tábamos cerca.


*

Un día el Angel volvió. Dijo que anduvo por el sure. Que le había ido la cresta de bien. Que traía faltriquera de billete grande. Invitó al José al Hoyo. Y lo palabrió que si vivían juntos se ahorraban la catervá de plata. El José lo pensó too lo se demoró en beber los dos terremotos y cuatro réplicas que puso el Angel.


Al otro día la familia de la Vivi se cambió a la casa del Angel. End’entonces viven juntos, tal que se hubieran matrimoniao.

viernes, 24 de septiembre de 2010

EL SUEÑO DE JUANJÓ

Juanjó tuvo que guardar cama. El psiquiatra habló de depresión que desemboca en intensos estados de angustia. Prescribió siete antidepresores y una cura de sueño de tres días. Le hice ver mi desacuerdo; está mal pensado, dije. Me preguntó si soy psiquiatra.


En la clínica hubo estupor mezclado con miedo. El colega psiquiatra nos alertó: “Tengan cuidado con el efecto de espejo. El miedo puede llevar a todo el grupo a la misma situación que experimenta el doctor Ribero”


Sonreí y callé. La copia en espejo no es posible. Hay factores que mis colegas desconocen. El problema no es el agotamiento por exceso de trabajo. Son sus pesadillas, en las que aparecen los solenodontes. Es lo que mis colegas deben ignorar.
Hace dos semanas que el Juanjó me lo comentó. A medida que narraba, palidecía. Hubo un momento en que observé los temblores, como una sinfonía imposible de contener. Entonces, en mala hora, aconsejé una terapia psiquiátrica.

Las pequeñas bestias aparecen, intempestivamente, desde un rincón de cualquiera de los sueños. Juanjó procura huir; corre desalado, cruza el campo de trigo, entra en la cerrazón, pero es inútil. La horda le espera a la salida del callejón. Y están ahí, cuando, desesperado mira ventana abajo, con el ánimo de lanzarse al vacío. Asqueroso cuerpo de rata, en su piel, restos de la alcantarilla, una estrecha y torcida trompa y los dientes, afilados, de cobra. Los ojos rojos le miran esperando su último movimiento. Se lanzan sobre su cuerpo y muerden. Entonces, Juanjó despierta enloquecido de dolor, de desesperación, de angustia. Ahí están las huellas de las mordidas. En todo su cuerpo, pero durante unos minutos. Luego, todo regresa a la normalidad.

Se duerme.

Pero se inicia otro sueño y Juanjó sabe que en algunos de los rincones le esperan. ¡Cómo los extermino…! Dime… como acabo con ellos…

Desconozco la respuesta. Ninguno de nuestros colegas en la clínica la conoce. Sólo podríamos inventar armas pragmáticas para aplicar fuera de sus sueños. Pero no dentro. Le digo a Juanjó que no duerma tres días. Lo solenodontes lo estarían esperando y no tendría escapatoria. Estaré contigo y te protegeré cuando el sueño te venza.

No le dije que hace unas horas, cuando llegué a su casa y dormía, un solenodonte caminó sobre su rostro y me miró, con sus ojos rojos, demoníacos. Parecía decirme que soy el próximo. No sé cuántas horas podré estar sin dormir.