viernes, 29 de agosto de 2008

LA VERDADERA HISTORIA

Una vez terminado el segundo milenio Osiris sintió que estaba llegando al límite. El rito diario de renacer bajo las caricias desesperadas de Isis. Gozar con ella unas pocas horas trepidantes para crear la vida en todos sus matices. Y esperar el horror crepusculario para que Seth lo envolviera en su manta, vínculo de todas las sombras, en espera de cuchillo infame que quitaba arteramente su vida. Y eso reiterado un día y otro, era el hastío y la ausencia de sentido. "Somos dioses - suplicó a Isis - Insistes en el antropomorfismo, pero ellos no entendieron tu mensaje. Jamás lo entenderán."
Isis sonreía.
Adela se mesaba los cabellos. Si pudiera alcanzar tu esencia, pensaba. Si pudiera llegar a ser tu sacerdotisa. Lectora de tu mensaje. Portadora de tu presencia en el mundo. ¡Cómo hacerles entender que en ti y sólo en ti están las respuestas!
Los fantasmas, dueños primeros de la casa, volaban gritando adverbios. La casa gruñía, se estremecía, gemía, como si todos los dolores del universo impregnaran las paredes.
Adela encendía un porro y aspiraba hasta sentir que su espíritu empezaba a vagar entre los parronales nostálgicos y breves.
Una tarde entre las tardes - pensaba Osiris - Todo va a cambiar. El rencor. El horror. El tiempo maldecido...
El tiempo está fractalizado - pensaba Carlos - Nada es como lo presenta la historia. No hay peor chiste que afirmar que los hombres somos constructores de la historia. Y vestía sus hábitos blancos, con la roja cruz cruzada en el pecho, como una llaga. Abierta en el recuerdo del rey traidor.
Amame, le susurraba Isis. Y deja que cumpla mi destino. Que es el tuyo, dulce amado mío. Me hundo en tus brazos milenarios. Y brillas por sobre todo el firmamento. Y gracias a ti mi semilla se hace árbol y trigo maduro y se hace gardenia y se hace alelí. Tú y yo, amor... y la eternidad.
Una tarde entre las tardes Osiris guardó entre los pliegues de su amplia túnica dorada, un puñal cristalino, estelar. Esperó pacientemente la hora del crepúsculo. Sintió el instante en que Seth se acercó, por detrás, a su cuello. Entonces se volvió y su puño hundió el arma en el pecho del traidor. Esa tarde no llegó la noche. El sol campeaba, incrédulo, en el centro del horizonte.
Isis enloqueció.

domingo, 24 de agosto de 2008

BALADA DE UNA LUNA URBANA

Los crepúsculos caminaban lentos, suaves, perfumados sobre la Villa.
Esa tarde, Sebastián llegó del Liceo con un compañero. Pidió a la nana dos platos abundantes y comieron en medio de risas.

Dijo a sus padres que el Claudio dormiría en su cuarto. Más tarde les confidenció que su compañero había obtenido malas calificaciones y que su padre, furioso, le pegó duramente y lo echó de casa. Al día siguiente, Claudio volvió a llegar con Sebastián. Al tercer día fue acogido por otro compañero.

Una semana más tarde, el crepúsculo fue atropellado por lo inusual. Su brevedad fue reemplazada por una luna majestuosamente llena y por el estruendo de una camioneta roja que frenó frente a la casa de Ricardo. Bajó de ella un energúmeno, un espantapájaros, de ojos saltones que gritaba:

- ¡Mi hijo!... ¡Ladrón!... ¡Devuélveme a mi hijo!

Los gritos fueron acompañados de grandes golpes en la puerta de la casa. Entonces, salió Ricardo.

- ¿Y quién es tu hijo?

- ¡No te hagas el huevón!... ¡Dónde está mi Claudio!

- ¡Te acuerdas de tu hijo después de dos semanas!

- ¡Si no me lo devuelves te mataré!

- Tu hijo estuvo en mi casa. Ahora no sé donde está.

El extraño sacó un revolver con el que apuntó a Ricardo. Este, con extremada calma, dijo:

- Espérame. Voy por mi arma.

Regresó a la calle con una guitarra en las manos. Empezó a cantar: "Si somos americanos/ Somos hermanos, señores"...

La luna teñía a la Villa de plata. Los vecinos empezaron a salir de sus casas y rodearon a Ricardo. Otra guitarra, un cuatro, un par de zampoñas y quenas. El Artesano traía su bombo. La vieja canción, derramada de las bocas de todos los vecinos, brotaba como vertiente de la roca. El extraño, impactado, sin saber cómo responder, retrocedió. Temblando de miedo. Entonces, en el extremo de la cuadra, terco, levantó su arma al cielo y gatilló: una, dos, cinco veces. Las balas buscaron en la noche e hirieron de muerte a la luna. El tiempo se detuvo. La noche se detuvo. El viento, espantado, no quiso soplar. Las estrellas empezaron a modelar perlas de plata. Tres cirujanos, vestidos de verde, dejaron el hospital, corrieron en auxilio de la herida y manipularon sus bisturíes en busca de los plomos asesinos.

El canto, único sonido en el infinito complejo de la ciudad, semejaba campanadas de duelo.

LA MUELA DEL DIABLO

Las noches de octubre se desgranan lentas en Paso del Soldado. Es un lugarejo mínimo. La escuela, una iglesia que se abre no más de dos veces al año. Y abajo, la bahía de Topocalma. Inmensa y virgen, lavando los pies de la Hacienda. Los entornos son cultivos de secano, principalmente cereales.
Ese atardecer, mientras esperábamos la comida, sentía a lo lejos unos bramidos parecidos a largos lamentos.

- ¿Qué provoca esos lamentos? ... pregunté ...

- No diga ná, iñor? ... respondió Zenón ...

Después de suplicar, Zenón, moderno trovador, hizo un pueril relato. A algunos metros de la playa, hay un peñón que se eleva sobre la superficie del mar. Su forma recuerda a la de una muela. Hasta allí llegan manadas de elefantes marinos. Sus bramidos son los lamentos. La cuestión tiene una historia. Hace mucho tiempo, el diablo pasaba por los campos del Paso y el frío del invierno le provocó un espantoso dolor de muelas. El pérfido personaje, desesperado, se tiró al mar con la esperanza que el frío de sus ambrosías calmara el dolor. Esto no ocurrió. Entonces dio una patada tremenda en el fondo marino. La muela saltó de su boca y, al contacto con el agua, se transformó en el peñón de los elefantes marinos, bautizado como La Muela del Diablo. Los elefantes marinos, con sus bramidos, recuerdan el hecho y se lamentan del dolor de su señor. Eso sería todo, si no fuera que, de tarde en tarde, el diablo regresa a la campiña y procura recuperar su muela. Entonces, inevitablemente, un campo se incendia.

Regresé a mi habitación en la escuela con un leve temor hurgueteando entre mis venas. Me dormí pronto. Pero un tiempo después, tuve la sensación de mi habitación completamente iluminada y hundida en la bulla. Abrí los ojos y efectivamente, el dormitorio estaba lleno de una luz amarilla, fuerte, potente, que crepitaba como si todo el edificio se fuera a derrumbar. Me levanté y pude constatar que a unos cien metros de mi ventana, el campo de trigos maduros, ardía por los cuatro costados.

Pasamos el resto de la noche, junto con Zenón y otros pobladores, cavando cortafuegos y observando como se consumían los manojos de trigo. Nunca supimos qué había provocado el fuego. Zenón se negó a volver a la narración. En la lejanía, los elefantes marinos hacían su canción con lamentos que atravesaban la noche.


(Era un canto sin ranas ni televisiones)

EN LA NOCHE DE SAN JUAN

Por fin llegó el día de San Juan. Negro, lluvioso, frío. Es el día en que demostraría lo tonto de las tradiciones. Dejé las tres papas debajo de la almohada. El papel con la pregunta, debajo de la cama y en el jardín, debajo de la higuera, el tiesto con agua pura, tranquila y lisa, como un espejo.
Lentas las horas. Completo el silencio de mi soledad, roto sólo por la bulla del tictac del viejo reloj adueñándose del tiempo y del espacio. De rato en rato, la pregunta: ¿Y si fuera cierto? Y la respuesta esbozada en la sonrisa del científico que está acostumbrado a encontrar verdades solo en el laboratorio. Tuve la preocupación de medir los tiempos. Sacar una papa, tomar el mensaje y llegar a la higuera era cosa de un manojo de segundos. Llegaría al espejo de agua todavía dentro de las campanadas de las doce, en la noche que se aproximaba.

El desafío lo formuló mi querida Toña. Es tan difícil comprender cómo abre su conciencia a creencias tan pueriles. Es tan difícil comprender que no puedo abandonar la ambrosía de sus labios. Sonreí al pensar que estas absurdas ceremonias debieran ser filmadas por la televisión

A las once cincuenta minutos me puse en alerta. La lluvia era torrencial. El frío inmenso como la negra noche. En algún lugar, las ranas croaban como trovadores desafiantes. Los minutos fueron más lentos que nunca antes. A mi pesar, empecé a sentir escalofríos que se iniciaban en mi espalda y me cubrían todo el cuerpo. ¿Era posible? Los escalofríos, la ansiedad, la sensación de vacío en el vientre, la boca reseca, los temblores ineludibles de mis manos sólo representaban un fenómeno: Estaba sintiendo miedo.

Con la primera campanada de las doce tomé una papa. Era la papa pelada. Buen augurio. Alcancé el mensaje y lo guardé en mi bolsillo. Ya lo vería más tarde, mientras corría desalado hasta la higuera, en el jardín; iluminé el espejo de agua. Nada? Un segundo más tarde algo borroso que venía desde el interior de la jofaina. Se dibujó algo parecido a una carroza negra, de muerte. Rápidamente la figura se transformó. Eran los hocicos de una bestia babeante. La bestia empezó a corporizarse. Salió del agua. Dirigió sus colmillos hambrientos a mi garganta...

CUARTO QUINIENTOS

Adela




Adela no tiene memoria del pasado remoto sus recuerdos se inician con la llegada a la casa su antecesora una anciana de largos cabellos blancos la recibió con una sonrisa le dijo albricias vienes a buena hora mi tiempo se ha acabado entonces sin más cerró sus ojos y murió su cuerpo se diluyó como pompas de jabón en la nada sin dejar huella alguna Adela como si hubiera ganado un concurso recorrió la casa el salón de la planta baja los tres accesos al segundo piso con su extraña arquitectura de pasillos inmensos en donde las puertas de todas las habitaciones permanecían cerradas fue el segundo día que se percató que la casa estaba viva suspiraba gemía murmuraba sordamente en lenguajes ininteligibles había momentos en que los crujidos hacían pensar en el derrumbe pero no era tal en otras ocasiones venían las risas iniciadas en algún rincón y multiplicadas en todas las gruesas paredes de adobones dobles nunca pudo subir el tercer piso e ignoraba si la casa continuaba más allá una tarde desde el corazón de los muros los suspiros se transformaron en chillidos y en su apogeo empezaron a salir los fantasmas socarrones cruzaban haciéndole una ronda y le decían bienvenida eres de los nuestros fue entonces que en la mente de Adela en el umbral de un inmenso hechizo empezaron a surgir imágenes por completo nuevas pero sin movimientos como si se tratara de fotogramas llenos de color y relieve veía un bosque de belleza increíble y cientos de pequeñas criaturas aladas revoloteando entre los macizos de flores veía a una dama vestida de blanco con grandes alas de color celeste y ojos de un verde prístino a su lado un hombre alto y hermoso cuyo cuerpo plateado era de una transparencia total veía a un personaje pequeño estrafalario con sus inconfundibles calcetines morados con los mismos ojos verdes de la dama montado sobre un arcoiris entonces vino el recuerdo gritó es el Gruñi es mi hermano cuando fue lanzado en el arcoiris a cumplir su castigo de cien años pero si él es mi hermano entonces yo soy también una criatura de los bosques entonces qué soy esta forma humana es mi forma por qué me trajeron a esta casa también estoy cumpliendo una condena fue por esos días que Carlos llegó a la casa




Mi sexo bárbaro y tu placer,

Ingrata...



Cien años de castigo

Montado sobre el arco-iris

Que une tu mundo

Con el mío

Han sido insuficientes

Y no te olvido

Tus ojos de gata en celo

Permanente

Tus labios humedecidos

En la fuente

De todos los pecados

Como una trampa

En la lujuria del bosque

Tus manos aladas

Iniciadas

En los cuatro vientos

Tu cintura breve

Suave, tentadora

Llamándome

Y tu vientre pequeño

Saturado

De aromas

De hierbas y de flores

Y otra vez me hundo

En tus gemidos

Y otra vez

No puedo regresar

Y otra vez mi voz

Se nubla y tiembla

Y no puedo maldecirte

Y no puedo repetir

Cuánto te amo.

viernes, 15 de agosto de 2008

LOS RELOJES

Llegué a la oficina pensando en la tarea del día. Debo evaluar un Curso al que di una vuelta rápida, ayer. Es un proyecto mal concebido. Debo encontrar y gestar los argumentos de rechazo. Entonces, miré el reloj mural, frente a mi escritorio. Se había descompuesto. El minutero corría como si fuera un trompo cucarro, pero hacia atrás. El segundero apenas se percibía. Mis compañeros salían de sus cubículos; también habían descubierto el funambulesco juego del tiempo. El pasillo era un caos. Bajé las escaleras para reunirme con los más amigos en el gran patio de las hortensias y armar una protesta. Pero no había patio. Estaba solo, en la calle. Caminé hasta la esquina de Ahumada. Me detuve frente a los ventanales de los Almacenes París y ahí, la sorpresa: el ventanal reflejaba un cuerpo muy delgado, la cabellera, renegrida y ondulada, terminaba en una melena debajo del cuello de la camisa. Resaltaban los grandes bigotes de los veinte años. Recordé que vivíamos en la Séptima Avenida y caminé hacia la casa. ¡Qué diablos estaba ocurriendo! ¿Una segunda oportunidad? ¿Para qué? Si lo vivido ya estaba hecho y no tenía modificación posible. ¿Acaso había muerto sin advertirlo? Pero no, mis venas palpitaban, mis narices respiraban y por las calles transitaban, lentos y ceremoniales los tranvías colmados de pasajeros. En casa te encontraría. Bella e inalcanzable. Me acercaría a ti para acariciarte. Te invitaría a hacer el amor y volverías a rechazarme. Si supieras el dolor que me provocas. Me hundo en un llanto silencioso y ruego a todos los dioses que no te vuelva a desear. ¡Ah... si pudiera dejar de amarte...! Miré el gran reloj de oro de la Joyería Barón. El reloj había reconstruido su tarea, sin denuedos, de parir minutos. Entonces, vivirlo todo de nuevo. Ese espantoso tiempo de la incerteza, de la ceguera, del absurdo que me llevan a la sumisión y al abandono. Cambié de rumbo. Llegué hasta la Catedral, en la Plaza de Armas, y trepé hasta los dos relojes, sobre la cabeza de San Pedro. Saqué mi arma y disparé hasta agotar los dos cargadores. Me acusaron de asesinar al tiempo. Y fui condenado. Desde entonces vivo en una pequeña celda de la Cárcel Metropolitana. Cuando vuelva a tener cincuenta años me liberarán. Pero entonces, el mundo habrá cambiado.


Foto:Catedral, en la Plaza de Armas (Santiago)

TONINO

Su padre, miembro de la "Capella Angelicae" educó a Tonino en la música. Cada quince días sus amigos llegaban a casa, y hacían cuatro o cinco horas de música de cámara. La casona llenaba sus esquinas con el espíritu de los maestros: Mozart, Bach, a veces un Haendel y mucho Vivaldi. A Tonino le habían tallado un pequeño violín, adaptado a su manita de cinco años. Y su padre le copiaba segundas o terceras partes. El niño seguía la pieza con su instrumento y jamás fallaba una nota. Una tarde dijo que podía cantar el concierto Bradenburgués sin mirar la partitura. Tonino cantó. Le escucharon asombrados. En algunos pasajes se acompañaba con su violín. La suya era una voz emocionante. Una voz de soprano natural, con algo de coloratura, como un milagro que se abría como las corolas de un jardín infinito. Esa tarde su futuro y esperanzas enclavaron en el canto. Variados maestros le enseñaron el arte: respiración y fuerza, modulación, pronunciación, largas tardes de escalas ascendentes hasta llevarlo a los últimos límites de la posibilidad humana. Cientos de lieder sirvieron como apoyo de las enseñanzas. Una tarde descubrió que podía cantar una pieza en primera lectura y sus maestros hablaron del milagro que los dioses hacían en esa garganta que ya frisaba la adolescencia. La voz estaba cambiando. El niño soprano se transformaba en un sólido tenor capaz de triplicar escalas. Había ocasiones en que participaba en algunos conciertos de la Capella. La aristocracia escuchaba arrobada; le decían signore y le adulaban llamándole príncipe. Un duque exclamó que su canto era como los mirlos del paraíso. La emoción llevaba a las lágrimas. Y pensaban que durante el canto de Tonino, el mundo era belleza y era libertad y paz.
El príncipe contrajo matrimonio. Pidió a Tonino un concierto incluyendo el Ave María. El concierto fue maravilloso. Los invitados reales quedaron abrumados. Luego, entonó el Ave María. Mientras lo hacía, sintió la necesidad de volver atrás. De repasar uno a uno todos los acontecimientos de su vida encadenada al canto, a la música y a los deseos de los príncipes. Entonces, de propósito, desentonó. La disonancia rompió la belleza y estimuló la ira del príncipe.
Tonino abandonó la Capella, dejó el hogar. Caminó hacia el horizonte. En los pueblos, a veces, hacía un poco de trova; otras, guardaba ganado, o cortaba mieses doradas. Y seguía caminando. Voy hacia la libertad, decía. Nunca más volvió a cantar.

DESOLACIÓN


Fue la noche que comprendí que te ibas. Que, finalmente, te había perdido. Nos encontramos a la salida de la Universidad. Me dijiste que fuéramos en tu auto, que me querías mostrar tu ciudad. El cielo ya había oscurecido cuando pasamos por las parcelas donde estaba tu casa. Me dijiste que iríamos más allá, donde la ciudad termina, al borde del río, donde en una colina, la Virgen vigila todos los espacios. Recién entonces puse mi mano entre tus piernas. Diste un pequeño grito y me dijiste que te haría chocar, pero bajaste la velocidad. Tu falda se abrió como pétalos dormidos cuando llegué a tu sexo húmedo y palpitante. Me pegué a tu cuerpo mientras mis dedos buscaban entre tus labios inflamados. Seguías manejando, casi pegada a la berma. Dejé de mirar el paisaje atardecido. Me incliné y besé tus pechos; bajé a tu vientre. Dejaste que mi lengua se abrazara a tu clítoris y lanzaste el primer gemido. Arriba de la colina hay un paseo que conduce a los pies de la Milagrosa. Estacionaste y me pediste que bajáramos. Abrazados contra el auto nos besamos. Sentí tu sexo buscándome en tus piernas entreabiertas. La noche nos cubría, alejándonos de la imagen sagrada, iluminada, severa. Tus manos acariciaban mis cabellos. Tus caderas habían empezado su danza cadenciosa, me hundí en tu cuello que olía a flores y a sexo. Bajé mis pantalones y te busqué. No decías nada. Sólo me acompañabas en la danza de fuego y ansias alucinadas. Entré en tu cuerpo. Tu danza enloquecida me llevó a tus últimos rincones. Tus piernas abrazaron mis caderas. Empecé a danzar dentro de ti, lentamente, gozando tus deseos, cubriéndome de tus humedales, besando tu cuello y tus labios. Alargando el tiempo del espasmo y el gemido y el ronco bramido del deseo desparramado en semen caliente y espeso. El espacio estaba nadificado; nada, sino nosotros fundidos en el fuego del amor. Acabamos al mismo tiempo. Y fue como si el espacio se hubiera llenado de libélulas iluminadas danzando enloquecidas entre tus ojos y los míos y nuestros labios unidos en un para siempre que no tenía término. Reíste. En tu risa había alegría. Hicimos un pecado, susurraste. A los pies de la virgen. Luego, el silencioso regreso. Casi al llegar a la universidad dijiste, como al pasar, que habías conocido a un hombre maravilloso. Te daba todo lo que para mi es imposible. Dejarías todo abandonado. Te irías con él a empezar una nueva vida, un nuevo hogar. Te miré desolado. Este es el pecado, te dije; no el que hicimos a los pies de la virgen. Solo hubo silencio. Aparcaste al lado de mi automóvil. Te quiero mucho, dijiste mientras me besabas. Estaré contigo cada vez que me llames.
El regreso a casa. Cuatro horas en la carretera. Una y otra provincia. El silencio y la impotencia. La rabia, los celos, envolviéndome como llagas vivas. Y el recuerdo de tus ojos entrecerrados mientras te dejabas ir buscando mis caricias interminables. La desolación envolviéndome como un sudario de insensibilidad.
Foto:Virgen del cerro San Cristobal(Santiago)

UN VIAJE HACIA LA NADA

El viejo barco, velas desplegadas, tomó, bufando, el derrotero a barlovento. La noche envolvía a Valparaíso con su legendario manto de luces, espíritus vivos zigzagueando entre los cerros. La bahía se abría a la mar océano y a la noche, negra, sin horizontes, sin promesas.
El Floro, acodado en un rincón de popa, miraba cómo se alejaba el Puerto. Todavía lograba identificar el Cerro Barón. Allí estaba su casa, su familia...... y los problemas. Ancud era un buen lugar para vivir escondido. Si fuera necesario, pasaría a Argentina y ya en el otro lado, la geografía tenía inmensidad de soledades e infinitos.
Fue un equívoco que el Flaco transformó en certeza. La electricidad salía a raudales de los cuerpos y llenaba el espacio del barrio barriendo las buenas intenciones. En el baile del sábado pasado, la Mariposa insistió en bailar con el Floro. La Mari había sido su novia hacía años. Ahora era ?la firme? del Flaco. Bailaron y conversaron unos minutos sobre el pasado. La Mari le dijo que todo estaba bien. Y él le respondió deseándole dicha. Para el Floro eso era todo. Pero el Flaco, exacerbado, se enfureció. Dijo a sus partidarios que el Floro había insultado a la Mari. Que intentaba quitársela. Que habría venganza. Lo encontraría en la plaza y a puñetazos dejaría al Floro hecho mierda.
El día fue el sábado siguiente. El reloj de la Iglesia daba las nueve campanadas cuando se produjo el encuentro de las dos pandillas avivándolos. El Floro intentó el diálogo. Le dijo al Flaco que jamás había pensado en insultarlo. Que reconocía a la Mari como su mujer y que lo respetaba. El Flaco no quiso oír. Un puñetazo a la mala tiró al suelo al Floro. Este se levantó y empezó el dar y el recibir. El Flaco sintió que iba a perder la pelea y sacó a relucir su cuchillo. El Floro, alarmado, sacó a respirar el suyo. Se amagaron unos instantes y el Flaco se lanzó contra su contrincante. El Floro sintió como el acero entraba en la carne caliente y la destrozaba.
El finado quedó tendido en el suelo. Las dos pandillas huyeron del lugar. La familia del Floro lo embarcó en el falucho del tío Belarmino. El Floro, acodado en un rincón de popa, llora, mientras la belleza de Valparaíso es tragada por la noche.
Foto:Bahia de Valparaiso de noche.

jueves, 14 de agosto de 2008

EL CHOLO

El Cholo llegó al Instituto siendo un cachorro. Su rostro lleno de pliegues y su mirada desamparada y aletargada emocionaron a los de Diseño que lo adoptaron oficialmente.
El Cholo creció. En la mañana, esperaba al personal en lo alto de la escala de piedra y los saludaba meneando su cola y dando pequeños ladridos mientras saltaba y danzaba en torno a los que llegaban.
Todos amaban al perro, de piel negrísima y brillante. Se transformó en un animal de gran envergadura. Su grueso cuello parecía estar hecho de acero. Su dentadura era la de un luchador. Ningún extraño se atrevía a entrar a los jardines del Instituto. Mucho menos acceder a las oficinas. Cuando se programó el Circo para los hijos de los doscientos funcionarios, el problema mayor fue qué hacer con el Cholo que jamás había estado encadenado. A alguien se le ocurrió transformar una de las aulas en cárcel transitoria. Creyeron poder centrar y controlar la fuerza y la curiosidad del animal. Pero el Cholo no estaba dispuesto a perderse el affaire.
El día del Circo amaneció hermoso. Un sol tempranero entibiaba la mañana. Los niños se apoderaron del parque y jugaron hasta que les llamaron para la función. Fue el adiós al parque. El acto de los malabaristas vestidos de color malva y de los payasos hicieron la felicidad de la infantil audiencia. Luego, un cuadro de treinta perros amaestrados. Eran cachorros de un año que salieron mostrando sus vestidos: pizpiretas y amorosas damitas de falda amplia; juguetones señores de pantalones ceñidos. Y todos con sombreritos coloridos que engalanaban sus cabezas. Empezaron caminando sobre sus patas traseras. Luego, se formaron en tres filas mientras uno de ellos daba órdenes cumplidas de inmediato: Un par de ladridos y los treinta perrillos se acostaban y dormían. Otro ladrido los levantaba. Fue en ese instante que llegó el Cholo corriendo veloz. Un frenazo en el centro del escenario y tres ladridos poderosos. Los treinta perrillos, azorados, tuvieron un segundo de indecisión y luego corrieron a perderse en todas las direcciones siendo perseguidos por el Cholo que al alcanzar a alguno, le daba un suave mordisco que terminaba con el trajecillo. Los niños, creyendo que todo era parte del espectáculo, reían y aplaudían y gritaban: ¡Viva el Cholo! ¡Viva el Cholo!

viernes, 8 de agosto de 2008

MANOS DE PIANISTA

Los sueños vienen de la nada. Y acaban, en un segundo, en la nada.
Así ocurrió ese último viernes atardecido, cuando celebrábamos el final de la carrera y nos narrábamos los proyectos del futuro más inmediato.
Yo era un pianista excepcional. Me sentaba al piano y la música venía a mis manos impregnando hasta la última célula de mi cuerpo, hasta el fondo del pensamiento transformado en armonía. Me ofrecieron una beca de estudio y trabajo en la Escuela Superior de Música. Debía enseñar los rudimentos del arte a niños y jóvenes principiantes y a cambio recibiría la formación requerida para transformarme en concertista. Es decir, a mis cortos años, un futuro construido, alucinante, sin impedimento alguno.
Habíamos comprado unas cervezas y un poco de trago y pasamos las primeras horas en medio de algazaras, parabienes y alegría. Fue entonces que los de Medicina entraron al salón. Pidieron sumarse a la fiesta y lo permitimos. Iniciamos el baile. El rock alocado. Los brazos al aire. Las piernas de las doctorcitas descubrían gavetas en el espacio y nos acariciaban desde su remota lejanía. Vino la música lenta. El aire de verano olía a desodorantes y perfumes finos. El cuerpo de la mujer se había pegado al mío. Mi nariz, perdida en su cabellera. Mis dedos, fuertes y sabios acosaban su cintura y su cuello y ella se inclinaba más y me dejaba sentir sus senos que ardían como amapolas encendidas. Sentí un toque en mi espalda. Me volví y el puño dio en medio de mis narices. Retrocedí, aturdido. Levanté mis brazos para defender mi rostro. Lancé mi mano derecha que llegó a destino y sentí la sensación de huesos irremediablemente rotos. El joven médico cayó al suelo.
Después supe que estaba muerto antes de tocar el piso.Compartí una celda con un delincuente avezado. Había asesinado a un hortelano. Tal vez para atemorizarme levantó la colchoneta de su cama y me mostró un enorme y afilado machete. Lo tomé pensativo, sumido en la amargura. Mis manos eran para crear vida. No para matar. Puse mi mano derecha contra el metal de la mesa y di el golpe. La mano saltó a un rincón de la celda.
Desperté en la enfermería. El muñón vendado e inútil. Y el Alcaide diciéndome que estaba libre. Que la muerte de mi adversario fue accidental. Que podía reintegrarme a la vida.

RECUERDOS

Obviamente nada había que condonar. No puedo volver a verte. Conocí a una persona maravillosa y me iré a vivir con él, en una casita al borde de la laguna.
No tuve palabra de respuesta. Yo no te había ofrecido nada. Ni una casa junto a la laguna. Ni tiempos para vivirlos juntos. Sólo éramos una relación de pareja. Nos juntábamos unas cuadras antes del motel y trazábamos la tarde tejiendo horas de caricias y ternuras. Luego nos alejábamos. Y seguíamos viviendo nuestras vidas lejanas, sin puntos de contacto. Días más tarde, por teléfono, me dijiste que me amabas. Y me exigiste que te respondiera contándome de mi amor por ti. Te respondí que sólo tenía silencios. Cómo decirte que te extrañaba. Que quería estar contigo. Que anhelaba pasar mis manos por tu cuerpo de canela, por tu piel suave como las lanas de la vicuña. Que añoraba tu boca en mis labios. Que los celos me consumían y atormentaban. Después, de varios minutos desordenados, envueltos en la paranoia, te dije que no volveríamos a vernos. Todo lo que había se ha terminado para siempre. Tu voz me llegó quebrada, casi en el llanto. Me gritaste ¡Mentiroso! Y yo se bien que estaba mintiendo. Pero no podía dejar de pensar que llegaba la noche y allí, a las orillas de la laguna, en una habitación que no era la mía, te desnudabas y entregabas tu amor a otras manos, a otros labios. Y te recordaba gimiéndome. Y no debía decírtelo.
Ayer te vi en una fotografía de esos tiempos. Tu recuerdo me bañó, como si fuera una cascada. Casi al mismo tiempo, una llamada telefónica me entregó tu voz. Te extraño, me decías... Sentí mi garganta como estrangulada. Como si mis pies quisieran correr hacia ti. ¿Estás solo?, preguntaste. Y no, mentí. No estoy solo. Conocí a una mujer maravillosa. Me dijiste mentiroso. Y qué demonios, si; estoy mintiendo. Pero no lo aceptaré jamás. Nunca te volveré a decir lo que siento.
A veces quisiera que los días dejaran de transcurrir y llegara, por fin, el olvido.




Foto:Laguna de Esmeralda.

martes, 5 de agosto de 2008

UNA MAÑANA EN EL AEROPUERTO

E l viernes bajó una multitud de turistas del lujoso Air - France. Uno por uno pasó por Policía Internacional que timbraba los pasaportes haciendo, apenas, algún comentario de cortesía. El funcionario miró el pasaporte, luego a su portador y pidió:
- Su nombre completo, por favor.
- Arthur of Pendragón on the Lake - musitó el viajero.
Se rascó la cabeza y le pidió esperar. En la oficina, un hombre gordezuelo de grandes patillas rojas le miró interrogativo mientras rompía flores de amapola.
- Es curioso, Bernardo - dijo - pero allá afuera un tipo dice ser el Rey Arturo.
- No me digas, José. ¡Esta si que es buena!
En ese instante un secretario interrumpió diciendo:
- Un llamado de Buenos Aires para don José de San Martín.
José se alejó. Bernardo se aproximó al inglés y preguntó:
- ¿Qué viene a hacer en Chile, mister Pendragón?- Un amigo mío, Sir Lancelot, compró unas tierras en Palena. Está de hortelano. Vengo por él. Es que me escribió narrando que había visto a la Dama del Lago en las cercanías del río Baker. Talvez pueda recuperar a Excalibur.
- ¡Ah... Ya!... ¿Y no viaja con usted madame Geneviev?
- No, señor... Ella hizo carrera en las monjas. Es Abadesa en Loudún. Por estos días tiene problemas. Hay algunas monjas en posesiones diabólicas con tintes lésbicos. Imposible que aceptara mi invitación.
José regresó y dijo:
- O'Higgins, teléfono de la Moneda.-
¡Qué joder! ¡Cuándo aprenderá el Presidente a resolver problemas sin molestarme!
- Lo mismo me ocurría en Londres - agregó don Arthur.
- Es como para juntarnos, hoy atardecido, en un Happy Hour antes que viajes a Palena - invitó Bernardo.
- No es mala idea - agregó José - pero sin los hermanos Carrera. A la segunda copa inician el hueveo.
- Acepto - susurró Pendragón - Supongo que no andará por aquí la Fatah Morgana...
- Olvídalo - dijo Bernardo - La detuvieron por prácticas pedofílicas en Internet.
- Entonces, amigos míos, acepto. La primera ronda va por mi cuenta.
El aeropuerto se vació de gente. Don Bernardo sonreía beatíficamente. Tomó del brazo a don José y le dijo:
- No lo hicimos tan mal, después de todo, ¿Verdad?

sábado, 2 de agosto de 2008

BLUES DE LOS AÑOS JOVENES

Dieciséis años. Dieciséis perforaciones por donde escurre la vida. El centro de la avenida. Al fondo, una masa verde, órdago desde donde surgieron los disparos como avispas enloquecidas para destruir cortezas de vida. A su lado, abrazándolo, el llanto de la Alicia menuda, a cada segundo que pasa más envejecida, como si sus dieciséis años fueran dieciséis siglos maldecidos por la aurora que no quiere reventar en día. Dieciséis días en la toma de los Liceos. “Nos pusieron pingüinos” Y era divertido sentirse habitante de los hielos en medio del tormentoso verano. En las tardes, era Alicia, pegada a su pecho. Entre ambos fundaban el amor. Se daban a su sexo joven. “Y no te separarás de mi, pingüinita morena”. Y el resto de la muchachada y los obreros que se han incorporado, avanzan y gritan su nombre y dicen que está presente. Vaticinan que la vida que se está yendo a los infiernos estará vigente para siempre en las aulas vacías y silenciosas. Y en el fragor de la caldera. Y en los salarios miserables que no pueden ser aumentados porque entonces la macroeconomía se dispara en focos inflacionarios que entorpecen la posibilidad del desarrollo. ¡Es el modelo económico el que nos asfixia! Gritaba Carlos en la Asamblea. Y tú Alicia no entendías cómo eso podía impedir que los problemas del Liceo no tuvieran solución. Y Matías se desgañitaba dando ilusas explicaciones sobre la incipiente economía que cruzaba como relámpago por su cerebro. ¡Son decisiones políticas para enjuiciar y acabar con la pobreza, compañeros! ¡Y ellos, nada, no quieren! Alborada, arreglando los lentes sobre su pequeña nariz, agregaba: ¡Nos tomamos la Alameda! ¡Ahí verán que no se trata de juegos de niños! ¡Todo el sistema educacional está pidiendo a gritos los cambios que proponemos! Y Adelante, compañeros. Que esto no es expresión de las izquierdas que siguen dormidas. Son nuestras mentes jóvenes que no resisten más mentiras ni más hipocresías. Y nuestros cuerpos jóvenes llenos de sangre hirviendo de deseos. Y necesitamos nuevas perspectivas. Y nuevas alegrías. Y por eso te estoy queriendo, Alicia. Y no te separes de mi, amor. Que mis ojos están nublados y siento frío. Y el llanto de Alicia confundido con la sangre desesperanzada que corre en medio de la calle.

Dieciséis días más tarde, todo está tranquilo. Pero las clases de gramática son amargas. Y Alicia vaga entre la soledad de las estrellas.