martes, 24 de noviembre de 2009

LA CASA

FRAGMENTOS 7,8


7

Adela conduce a Carlos por uno de los pasillos del segundo piso.

- Cuando estemos dentro – dice – guardarás silencio. Sólo observa. Después comentaremos.

- ¿Dónde me llevas?

- Es una puerta complicada... No sé el nombre. Nunca he comprendido lo que sucede allí dentro, pero estar allí, me entretiene. Son las cosas que son. Las cosas que no son… posibilidades… Tal vez sólo imaginerías… Renuncié a buscar explicaciones. Entro a este cuarto y me dejo llevar… Allí dentro tengo la sensación del tiempo detenido, inexistente…

La puerta cede a un leve empujón de Adela. El espacio está oscurecido, apenas se distinguen incontables formas y figuras pululantes. Se detienen en una de las esquinas.


Carlos empieza a develar los contenidos de la oscuridad. El espacio, verdadero caleidoscopio, no tiene límites. El horizonte se pierde detrás de unas breves colinas, llenas de abrojos, que enmarcan al riachuelo. El ambiente está dividido, como cortado y pegoteado para que todo quede dentro de un sistema agobiante y móvil.

Hay muchos personajes y situaciones. Lo primero que observa es a sí mismo subiendo y bajando escalas, va cubierto con la amplia capa roja de centurión romano. Lleva una espada en su mano; es un espacio sin fin, peldaños enloquecidos en busca de forma. En cada descanso hay escalas orientadas a tres o cuatro direcciones distintas. Casi todas terminan en paredes. Las otras, en nuevas escalas; o en pasillos cegados. Subir y bajar sin que sea posible entender por qué, ni para qué. Un poco más allá el paisaje es rural. Nueve jinetes galopan en dirección al norte. Visten las túnicas blancas de los Templarios. El líder es, claramente, el señor de Chartresse que es, sin lugar a dudas, él mismo. Llevan sus espadas en las manos agarrotadas. El rostro fiero. Los ojos enfebrecidos. En el extremo opuesto reconoce a su abuelo, el coronel Saint James. Están en la mitad del puente sobre el Hualén. El coronel mira hacia las chozas humeantes de la otra ribera; todavía se escuchan las detonaciones de los fusiles.



Es el instante en que recibió la propuesta, ¿O la orden? del coronel al pedirle que dejara la provincia. “Te harás cargo de mi propiedad en las serranías de San Enrique” – le dijo -. Hacia el centro del espacio un numeroso grupo de personas rodea una especie de altar de piedra negra. En sus manos llevan ofrendas. De sus bocas surge un rumor que va amplificándose a medida que se aleja. Repiten con unción: “¡La diosa! ¡La diosa!”. En un extremo un pequeño grupo con vestimentas de gala; entre ellos él, Carlos, presencia la ceremonia.

En cada rincón hay paisajes, personajes nobles y bribones realizando acciones que Carlos no comprende. Se pueden distinguir las voces, las palabras, los idiomas utilizados. Pero todo se hace con movimientos lentos, como si la escena, en su totalidad, perteneciera a una pesadilla ominosa y Carlos quiere despertar. “¡Carajo! ¡Pero no estoy durmiendo!” “Entonces todo esto es real”... ¡Pero es imposible!... ¡No puedo estar en cinco lugares y en siete épocas simultáneamente! La curiosidad empieza a transformarse en angustia. Ya está instalado el hormigueo en su estómago y la amargura en su boca. ¡No entiendo nada! – Musita – Entonces siente la mano de Adela que le presiona el brazo, lo sosiega, y lo conduce a la salida.


8



Josephine y Marie, las hijas gemelas del coronel Saint Jean, decidieron vivir en la casa.

- Debieran quedarse en el departamento de Vitacura – reclamó Carlos – Este lugar no es apropiado para ustedes.

- Queremos vivir contigo – dijo Marie –

- ¿O prefieres que nos vamos a la casa del Hualén? – preguntó Josephine –

- No… No… Ciertamente, no.



- Déjalas – murmuró Adela – Es bueno que las niñas conozcan la casa… Sus habitaciones están preparadas…

En la tarde, las jovencitas pasearon por el parque. Comentaban la hermosura de los prados y de la arboleda. Al llegar a la pérgola de verano un pequeño ruido las sobresaltó. Desde uno de los castaños surgió un conejo blanco de gran tamaño. Vestía de etiqueta y llevaba sobre su cabeza un inmenso sombrero de copa de negro fieltro. Corría desalado mirando un reloj de bolsillo que refulgía al ser besado por el sol. Repentinamente se detuvo.

- ¿Quiénes son ustedes? - preguntó - ¿Qué hacen aquí?

- Soy Marie

- Y yo, Josephine

- ¡Marie, Josephine…! ¡Caramba! ¿En que instante caminé hasta París?

Las adolescentes rieron con ganas.

- No estás en Paris… Somos las hijas del coronel…

- ¡Qué barbaridad…! ¡Miren la hora que es…! ¡Estoy más atrasado que nunca! ¡Y más encima en París…! ¡Ahora si que la Reina me corta la cabeza…!

Sin esperar respuesta corrió hacia el prado y se perdió tras de unos matorrales.

Lo comentaron con Adela. Ella sonrió y explicó:

- Es el Sombrerero Loco. Casi todos los días cruza por nuestros prados. Piensa que estos son otros escenarios del mundo de Alicia.

- Me hace mucha gracia – dijo Josephine –

- Menos mal – suspiró Adela – Pensé que les provocaría temor.

- No tenemos miedo – digo Marie – Es decir… casi nunca…

Adela las miró en silencio. Meditando.



Tal vez cambiarán de opinión en la noche, cuando las criaturas desborden los muros y salgan a los pasillos del segundo piso. Y demuestren su ira perversa, despiadada. Son tan jóvenes, pensó, tan hermosas y virginales...

Caía el crepúsculo. Adela indicó que era hora de regresar. Se encaminaron hacia el salón.

En el segundo piso tres criaturas grotescas, sin formas definidas gritaban con voces estridentes y distorsionadas: “No tenemos miedo” Sus risas estremecían las paredes. Volvían a repetir con voces burlescas “¡No tenemos miedo!”. Sus risas y sus gruñidos eran incesantes, como las olas del mar cuando tocan los rompientes.

Las gemelas dejaron morir su mundo adolescente después de la tragedia del río Hualén. Esa mañana observaron los hechos detrás de los ventanales. Siempre pensaron que sólo sería amedrentamiento. Los pobladores del otro lado del río entregarían sus armas y rogarían por sus vidas. Miraban orgullosas la estampa militar de su padre. Creían en él. No había razón alguna para que sucediera nada bochornoso.

Los pobladores, campesinos y lugareños avanzaron sobre el puente. Una voz ordenó que se detuvieran. Siguieron avanzando. Entonces, la primera descarga y los primeros muertos cayendo como marionetas sobre las aguas. Es horrible el recuerdo de las voces entrecortadas de las ametralladoras. Y de los gritos de agonía. Entonces el Queno avanzó a primera línea y disparó al aire los perdigones de una vieja escopeta. Hubo un segundo de estupor antes que la ametralladora rompiera su cuerpo en mil ríos de sangre. El Queno era hijo de uno de los hacendados. Había estado en sus fiestas. Bailaba con maestría y poseía un encanto que hacía olvidar su ceguera. Siempre le decía a Josephine, “Espérame, vida mía… Nos casaremos y tendremos hijos hermosos, como la aurora…” Y Josephine, coqueta, reía… Ahora, su cuerpo hacía volteretas estrambóticas y moría gritando maldiciones.


*

El río cantaba letanías de muerte.


*


En los días siguientes el coronel Saint Jean organizó el gobierno de la provincia. Rechazó las preseas de general. Vagaba con los ojos en tierra por las calles del pueblo. Galopaba por la pradera golpeando con el rebenque hasta extenuar a su cabalgadura. Una tarde les dijo:


- Nos vamos. Ustedes ocuparán el departamento de Vitacura y seguirán en la universidad. Yo, ocuparé la casa del abuelo… Tal vez… alguna vez lograré olvidar…

Todo se confunde. Esa tarde, un señor vestido con una antigua toga blanca visitó a Adela. Tomaron café en la glorieta y hablaban en griego. Adela le llamaba “maestro” y le escuchaba con profunda atención. El anciano preguntó por don Cefes. Le traje flores de ruibarbo, dijo. Adela respondió que no había venido a la casa.

Por las noches Adela se recuesta junto a ellas y conversan, mientras en el segundo piso se desatan las pesadillas. Saben que el Sombrerero Loco corretea en algún rincón del parque. De las paredes brotan los ojos desorbitados de los muertos sobre el puente del Hualén. Y Carlos no puede alejar la tristeza infinita de sus ojos. No saben si hay alguna clase de futuro. Y, casi se diría, no le importa.

“Debo hacerlo”, piensa Carlos. “Esta vez llevaré un plan. Sin involucrarme, como la vez anterior. Los sentimientos, a un lado. Así, ganaré libertad para la observación rigurosa de los hechos. Si encuentro un solo elemento común, compartido por todas las escenas, el caos empezará a ordenarse. Entonces podré elaborar alguna hipótesis que, finalmente, explique el horror que hay ahí dentro. El horror de trozos de vida robados a sus actores. Esos escenarios que engañan, que copian a los espacios verdaderos. Sin embargo, surge la pregunta inquisidora, como un estilete. ¿Dónde está la realidad? ¿Dónde la verdad verdadera? La ilusión de los movimientos. La distorsión del tiempo. La espantosa lentitud de las acciones y de la vida, transformada en porciúnculas de nada, de una nada que amenaza con sumirme en una negación absoluta. Entonces podré sosegarme”

En los pasillos siente las paredes: palpitan y gimen. Y voces que, en gritos apagados, como lejanos fogonazos, vociferan que no abra la puerta. Pero ya está dentro del caleidoscopio. Se sitúa en un rincón y observa. Su imagen está en seis lugares y circunstancias: En medio del puente, escuchando la propuesta del coronel. En el entrepiso de la casa, acariciando a la prima Adela, la primera vez que se amaron. Observando, entre los abrojos, la cabalgata del Templario y sus bribones. En la habitación del laberinto de escaleras que no llevan a parte alguna. En el templo, en medio de los que oran a gritos, convocando a la diosa.



Hay dos situaciones que no ha vivido, la cabalgata de los Templarios y la ceremonia del templo. Por tanto, lo común no es haber vivido las escenas en que aparece. Tampoco es, como lo cree Adela, el pertenecer a la familia, pues hay muchos personajes que no son parientes y por completo desconocidos. La luz mortecina de los espacios pone brumas frente a sus ojos. Pero la forma de los gestos y de las actitudes, le dicen que los personajes se ríen al mirarlo. Insiste en revisar una a una las escenas deteniéndose en una forma, en una actitud, en un movimiento, en las miradas, en la velocidad de los movimientos. Pero ninguno de estos componentes se encuentra en todas las escenas. Nada compartido. Cada escena es una isla, desarticulada del resto. Los personajes son ajenos entre si; nada los une. Sin embargo presiente que todo está articulado aunque prime la singularidad, lo no plural. Comprende que en esta habitación lo único participado es el aislamiento completo. Es lo único común y compartido. El estar solo, sin esperanzas.

“Tengo miedo”, musitó Carlos.



sábado, 17 de octubre de 2009

LA CASA


(Fragmentos 4, 5, 6)

4.


La calle es corta, sin arboledas, sin prados. Sólo cemento gris y dos puertas en cada lado. Son propiedades de grandes dimensiones.

En las mañanas, cuando el sol nace y en las tardes, cuando agoniza, la calle atemoriza. Carlos siente ojos desencajados, de espectros, dibujando su caminar. De pronto algo, o alguien, tomará su hombro y al darse vuelta se encontrará cara a cara con el horror. El silencio le envuelve y le abruma. Y el color del cemento. Y el olor de las rosas, en el jardín de al lado. Y los muros innecesariamente altos e inhóspitos.

De la familia conoce sólo a la prima Adela. ¿Prima…? Así lo dijo al presentarse. Había llegado un par de semanas antes, pero Carlos no recuerda esa rama familiar.

Los Saint Jean somos pocos y Adela como que no calza, pero lleva bien los problemas domésticos.

Tal vez… más tarde… Aunque sabe perfectamente que detrás de las puertas, en el segundo piso, está la manada esperando que cometa un error baladí. Uno solo.

La pequeña calle y sus portones siempre cerrados. Carlos medita y sonríe. “¿Y si lo hago?” El recuerdo de la infancia cruza rápido. Toda la pandilla participaba de la broma en la casa grande de la calle Carmen, al llegar a la Alameda. Era una rutina. Pisando apenas, se arremolinaban en la puerta de calle y uno de ellos se alzaba y ponía su mano sobre el timbre haciendo un toque chillón y prolongado. Esperaban hasta que la dueña de casa ponía sus pies en el pasillo de entrada y entonces, la huída era una estampida. La mujer nos amenazaba, incapaz de reconocernos. Nos gritaba que éramos unos mal nacidos. Nos amenazaba con la policía. Nosotros corríamos, dando vuelta a la manzana y ya seguros, nos tirábamos en el suelo y reíamos, reíamos sin parar. Aquí tendría que ser algo dramático. Tocar los cuatro timbres con un intervalo de segundos. Escapar a la esquina y solazarse con la ruptura del silencio. ¿Tendría su carrera la velocidad necesaria?

La calle es una caricatura de cuadra. Demasiada pequeña para albergar la inmensa dimensión de las casas. Es una ilusión óptica. Lo que se alcanza a ver no tiene correspondencia con lo que es. A la salida, un brazo del camino conduce a la ciudad; el otro continúa trepando el cerro para abrirse doscientos metros más allá a otro simulacro de avenida.

Esta casa pertenece a la familia desde tiempo inmemorial. La Adela le decía que hubo un Saint James en la Colonia que recibió el cerro y los planos adyacentes como premio a alguna proeza. Entonces se inició la construcción que jamás ha terminado. Pero la historia es débil. El sabe que el abuelo Saint Jean llegó de Europa. Y que se hizo militar. Nunca tuvo riquezas… hasta después del incendio… pero también esos hechos son nebulosos… como si hubieran nacido del corazón del mito. Desde la calle pareciera una mala copia de un palacete parisino. Un hombre con mucho dinero exigiendo a los arquitectos la concatenación de espacios hasta llegar al engendro imposible de comprender. Pero Carlos sabe que cada línea, cada muro, cada rincón fueron expresamente pensados. Desde afuera parece normal: una planta rectangular que acapara cuatro pisos y un subterráneo. Pero, desde dentro, todo es desafío.





En el segundo piso las dimensiones se embrollan. La escala culmina en un rincón. Desde allí, un vestíbulo de forma octogonal, casi un círculo. Carlos recuerda que la planta de las iglesias templarias era redonda. Pero esto no es un templo. Cada lado del octágono es un pasillo. En ellos se distribuyen las habitaciones. Cada tanto hay un zócalo oscuro, con brumas, que conduce a puertas canceladas. En el tercer zócalo Carlos encontró una puerta entreabierta; la escala, muy estrecha, bajaba sin término. En el quinto zócalo del tercer pasillo, otra puerta semiabierta. Para su sorpresa se encontró en un jardín interior. El techo, de vidrio, permitía el paso de débiles rayos solares que se reflectaban en el pequeño espejo de agua movida permanentemente por peces de colores. “Esto es demencia pura… ¡Tendrá algún sentido? ¿Hay claves que expliquen lo inexplicable? ¿Qué hay detrás de las puertas cerradas? ¿Sólo desencantos? ¿Existe alguna relación entre el origen de mi familia y esta casa?”

El frío de la noche le llevó de regreso a su cama. Intentó dormir. El segundo piso parecía estar vivo. Sus paredes palpitaban como si encerraran corazones múltiples y aberrantes. No eran crujidos los que llegaban a sus oídos; era una especie de rechinar modulando palabras en un idioma extraño. “Parece arameo”, pensó Carlos. Del zócalo superior le llegaban jadeos y borrosas modulaciones, expectoraciones, vientos. Y algo así como un llanto soterrado. Terrorífico.

Entonces se abrió la puerta. Adela, vestida con un leve camisón transparente, se acercó.

- ¿Tampoco puedes dormir? – Preguntó - ¿Sabías que estoy de aniversario? ¿Quieres probar mi torta? - Y luego - Hace mucho frío.

Sin esperar respuesta abrió los cobertores y se tendió al lado de Carlos. El camisón se desplazó y Carlos sintió la piel desnuda de la mujer. Puso una mano en su vientre. La joven rió muy turbada.

- ¿Estás segura, primita?

- Solo quiero tu calor y que conversemos – Dijo Adela –

Pero tomó la mano del hombre y la llevó a uno de sus pechos. El pezón parecía una cereza, dura, erecta. Carlos deslizó sus manos. La piel de Adela ardía y temblaba. Poco a poco la caricia lo llevó sobre el cuerpo de la mujer. Sus manos tomaron los senos duros, de dibujo perfecto. Olió sus cabellos. Su perfume aumentó la urgencia de su sexo. Sólo entonces la besó en los labios.


5



- Esta será tu habitación – dice Adela. Y luego de un instante – Mi dormitorio está al lado.

Carlos siente que le arde la cara. No encuentra respuesta. Mira el pasillo. Las dos habitaciones vecinas parecen un solo recinto. ¿Qué espera Adela? Si conociera el origen de mi tristeza, piensa. Si supiera que mi espíritu se ha quedado desierto, helado, sin vida.

El segundo piso es extraño, intrincado. No hay esquinas, sino formas redondeadas que conducen a otros pasillos, como concatenados, anunciando un sinfín de habitaciones. Adela le toma de la mano; le recuerda el aniversario y que a las siete comerán la torta.

El coronel Saint Jean tiene la preocupación permanente de su descendencia. El matrimonio produjo las gemelas, pero no llegó nunca el varón que continuara su nombre. La esposa, aturdida en el embrollo de sus muchas infidelidades, le abandonó. Se sintió inundado de desesperanzas. Recuerda que un lejano antepasado suyo tuvo idéntico problema y lo resolvió con una ramera venida


del oriente. Pero esta no es solución para su formación puritana. Tal vez en la nueva vida que inicia puede ocurrir el milagro... tal vez...

- ¿Tú, de veras crees que debía esperar once meses tu regreso?... ¡Estás loco!
- Rebeca, te he soñado tanto. Cásate conmigo. Hazte dueña de todas mis posesiones.
- No, Carlos. Esto ha terminado. Tu hijo ha sido criado por una nodriza. Te lo dejo. ¿Para qué querría yo un hijo? Esta tarde, en medio de la bruma, me iré. No te hagas ilusiones. No volveré.
- Rebeca... ¿Quieres que te ruegue…? ¿Quieres mi humillación…? De rodillas...
- No, Carlos, mi príncipe feudal. Tengo urgencia de terminar cosas que he iniciado en el pasado. Me esperan.
- No entiendo. Qué puede ser tan urgente.
- Debo conversar con Platón y con Jenofonte. Me esperan el César y Marco Aurelio... Atenas, Esparta, Alejandría, Roma, aguardan mi presencia para continuar la historia. Son dimensiones incomprensibles. No sé qué locura me trajo hasta ti. No me creerás, pero una vez que baje del barco no hay ciudad ni pueblo en donde no haya un hombre importante esperándome.
- ¿Ni siquiera me regalarás una última noche?

La joven lanzó una carcajada.

- Para ti sería como una noche en la Siberia: seis meses de oscuridad, acaparándome; seis meses sobre mí respirando angustiado hasta desfallecer... No, Carlos. Lo que teníamos que hacer, está hecho. Sólo un beso y un adiós.





Dos horas después, la diligencia salió de la mansión rumbo al puerto. El señor Saint Jean de Chartresse cayó en la tristeza. Pidió que le trajeran a su hijo. Era hora de conocerlo.

Carlos sonríe… Ese Saint Jean estuvo en los primeros orígenes y amó a Rebeca… ¿Quién será? ¿Será la misma Rebeca que enloqueció mi juventud? ¿Qué belleza demoníaca atrapó al Templario…? Pero era la Europa que recién salía del medioevo. No ahora. Ya habrá como resolver el traspaso de las heredades y de las obligaciones rituales… ¡Ese segundo piso! ¡Lo dominaré, por Cristo!


6

No pudo evitarlo. Ceferino Machuca escribía en forma prodigiosa. Bastó la lectura de tres párrafos y Carlos se trastornó. Montó una tela de seis metros cuadrados y sus manos empezaron a traspasar a la forma y al color la figura sensual de Rebeca, la mujer que con sus piernas “suavidad de piel de duraznos” había creado la ruta del amor: Terrible, caótico, como el torbellino de un tifón.

Con razón el de Chartresse había enloquecido.

Carlos repasaba las crónicas del Cefes y disfrutaba la ausencia de límites de la heroína. “Aspirar a su amistad”, pensaba. Reyes, emperadores, pastores, héroes, obispos, otras mujeres. Todos prisioneros en la pasión provocada con un mohín de sus labios: Caín, Efraín, Efim, Carlo el Magno, Alejandro, Herodías y Varinia, Marco Aurelio y el propio emperador, derretidos en la presencia de la mujer báquica. Dispuestos a toda entrega, a todo sacrificio, a todo viaje entre las luciérnagas del espacio y la distorsión del tiempo.



Ceferino Machuca, conocido como el último de los herejes, también había caído en la hipnosis mágica del deseo. Y ahora él, Carlos, adolescente y puro, casto como los mejores bocadillos que habían sudado entre las piernas de Rebeca. Ahí estaba, sin sanación posible. Deseándola, procurando descubrir sus formas, sin distorsiones, con el afán de encontrarla en los primeros principios de todas las cosas...

Dos semanas encerrado. Su mirada iba desde el inconcluso héroe mapuche hacia la forma femenina que progresaba minuto a minuto. Una mujer, hecha de pasión cuya presencia la hacía dueña absoluta del espacio, de la luz, de las horas y de los segundos, de los latidos de su corazón y del torrente salvaje que transitaba por sus venas. Piernas, vientres, cabellos, brazos y manos se iban configurando, puliendo, asumiendo forma y color definitivos. Expresiones corporales que llamaban: “Ven aquí... a mi lado... Deja que te enseñe a beber las ambrosías de todas las hembras del desierto, de la montaña, de los valles infinitos... ... ¡Tómame sin temores y tendrás mi sabiduría...!” Entonces, el rostro, la boca de labios sensuales, los ojos almendrados y profundos, la mueca de niña enamorada. “¡Rebeca....Rebeca!”, gemía Carlos en tanto el pincel enloquecido da los últimos toques. En su cerebro bulle la frase de Miguel Angel: “¡E per che non parla!”. Pero no. ¿Para qué quiero su voz? Lo que grita, angustiado, es....

- ¡Y por qué no me amas!

El crepúsculo teñido de rojo, sangre en los confines, mostró el movimiento: Rebeca empezó a salir del cuadro... Sus brazos se movieron, lascivos, en dirección a Carlos.

martes, 15 de septiembre de 2009

LA CASA

1.


Hacia 1920, la ciudad era pequeña. Apenas algo más que una aldea. Cinco manzanas rodeaban el palacio de gobierno. Más allá, el sector norte era el camino de la Chimba y el barrio de la Palmilla que aún conservaban el halo pecaminoso heredado de la colonia. El sur, terminaba abruptamente en El Rosedal, inmensa pista de bailes y condumios; allí empezaba la ruta del sur, de las grandes haciendas, de los campos eternamente verdes, de los potreros habitados por caballares y vacas, con sus ubres llenas de leche blanca y milagrera. Hacia el Oeste el límite era la Pila del Ganso, inmenso abrevadero dispuesto para aguardar a los caballos y mulas que, en sus carretas, traían a la ciudad los choclos y los porotos y los tomates y las sandías y los melones, cargas mágicas de olores y sabores que inundaban las calles en los amaneceres suburbanos.

Más allá el viejo camino a la costa, se empinaba entre las primeras cuestas. En cada suburbio campeaban las poblaciones callampas, modeladas sobre el espacio con cartones y palos en desuso. En las callampas iniciaban su vida urbana las familias desalojadas del campo, los que creían que la ciudad les acogería y les brindaría futuros y también los niños que irían a la delincuencia y al lumpen. El Este se iniciaba en el canal San Carlos. De allí hacia la cordillera las familias adineradas empezaban a construir su mundo, alejado de los palacetes del centro.


Salir del centro no era inocencia; huían de los cordones de miseria de la periferia. Habían decidido evitar toda posibilidad de contaminación. El Este eran las casas quintas. Inmensas construcciones dotadas de piscina, jardines, huertos y un pequeño parque que hacía pensar en las casas patronales del mundo agrícola. Más arriba estaba el nacimiento de los ríos, la ruta de los arrieros y las estribaciones cordilleranas.

Este escenario, una ciudad naciente, no tenía importancia para Saint Jean. Sabía que el resto de su misión era la construcción de la casa y que en ella nada de lo que sucediera estaba asociado a la ciudad, ni a sus barrios, ni a sus habitantes. Debo apresurarme, pensaba, lo ignoto me aguarda.


2.


Don Carlos de Saint Jean, a la sazón beneficiado con diversas herencias de Europa, dueño de una compañía exportadora y repentinamente enriquecido después de su oscura participación en el incendio de un cerro en Valparaíso, compró un sitio en el sector más alejado de las viviendas establecidas. Y luego meditó para convocar al arquitecto. La casa era muy particular. Requería de un profesional excepcional.


Carlos era un anciano de gran fortaleza física y de mirada profunda. Cuando decidió la construcción de la casa, convocó al primer hijo varón de la familia, también llamado Carlos de Saint Jean y le dijo que debería tomar en sus manos la dirección de las empresas y de la familia. Su orden coincidió con la llegada del arquitecto.

- Mi nombre es Hirat - le dijo el anciano constructor - He venido a cumplir la tarea.

- Te ofrezco mi gratitud – respondió don Carlos – Te diré lo que haremos: La casa tendrá un subterráneo, una planta baja en donde se habiliten un salón, un saloncito de recibo, un comedor y dos salas de reuniones. En el primer piso, veinte dormitorios con sus respectivos baños. La planta del segundo piso tendrá una forma octogonal, casi una circunferencia. Cada radio del octágono será un pasillo. En cada pasillo deberá haber siete habitaciones, su medida es de nueve por seis metros cada una. Habrá un tercero y un cuarto piso. Todavía no tengo esas especificaciones.

- Se requerirá un espacio inmenso – dijo el anciano –

- No, Hirat. Ocuparás la menor superficie posible.

- Creo entender... Quieres la contracción del espacio para que el tiempo fluya sin barreras...


- ¡Exacto! ¡Sabía que lo comprenderías!

- Algo semejante estoy haciendo con el Templo.

- Los muros, Hirat.... deberán tener dos metros de ancho.

- Eso es fácil.

- Si hay algo más, oculto en mi inconsciente, lo veremos a medida que construyas.

Un año después la casa estaba terminada. Los prados, construidos sobre pequeñas colinas y los arbustos protegían la casa de miradas indiscretas. También creó los inicios de un parque de cinco hectáreas. En su entrada, tres canelos, tres laureles y tres acacias. Hirat, al pasar, observó: “Has seleccionado árboles sagrados”. Carlos sonrió. El resto eran árboles traídos desde todos los lugares del mundo.

Don Carlos recorrió la casa en todos sus sectores y rincones. Cada tanto hacía una exclamación de aprobación. La construcción respondía plenamente a sus instrucciones y a la función que debía cumplir.

- Solo falta un detalle – dijo Saint Jean. En el séptimo pasillo del segundo piso debes modelar, dentro del muro, un habitáculo en donde yo pueda desplazarme. Necesito pocos muebles. Un estante para libros. Un baño cómodo.
El arquitecto cumplió la orden. Dos meses después don Carlos le dio aprobación. Una glorieta dentro del muro. Traspuso el umbral. La altura era perfecta. También las otras dimensiones. Podía transitar por el todo el espacio. Dijo:

- Lo has hecho como debe ser. Ahora aguárdame unos minutos.

Regresó con la vestimenta de gala del Gran Maestro de la Orden de los Caballeros Templarios; sólo no llevaba la espada ceremonial, el anillo y los guantes blancos.

- Voy a entrar en este templete – dijo – Entonces, cegarás la entrada. Y la ocultarás de cualquier mirada.

- Si lo hago, morirás.

- ¿Y qué es la muerte, mi viejo y querido maestro?

- Tienes razón – exclamó el arquitecto -.

Don Carlos entró al muro. La puerta fue sellada personalmente por Hirat. Entonces, el arquitecto despidió a sus ayudantes. Cerró la casa y se encaminó al parque. A medida que se acercaba, su cuerpo se iba diluyendo en la nada, confundido con el verdor de los árboles. Era tiempo de regresar al oriente, donde le esperaba la conclusión del Templo ordenado por el Rey.


3.


Ese día, algo más de cuatro mil fantasmas y un número indeterminado de quebrantos, manifestaciones y horrores, fueron convocados y se instalaron dentro de los muros del segundo piso.

Carlos de Saint Jean, el tercero, a la sazón capitán del ejército, llegó a la casa dos semanas más tarde. En el dormitorio principal de la casa, sobre la mullida cama, encontró el anillo, los guantes y la espada del Maestro Templario. Quedó pensativo durante largos minutos. Analizando el mensaje encerrado en esos tres objetos. Finalmente los tomó, los hizo suyos. Había aceptado el legado de su viejo abuelo. Su hijo, también llamado Carlos entró a la carrera militar. Cuando era capitán comenzó la construcción de la casa frente al puente sobre el río Hualén.

Pero nada de esto pertenecía al mundo de mi ciudad. Una tarde escuché a mi padre y a mis tíos conversar sobre el tema. Lo hacían en voz baja. Con temor. El mismo temor que demostraban, años después, cuando empezó la guerra y comentaban, estremecidos, las muertes ocurridas durante el día. El Pedro cayó desde lo alto de uno de los ciruelos. Sus padres lo llevaron a la Asistencia Pública y regresó al barrio enyesado.

Pintura de:Isabel Gutiérrez

martes, 14 de julio de 2009

COMO EN LA TELA DE LA ARAÑA





LIBRO PRIMERO

AMANECERES


1

Desde el horizonte, encuentro de mar y cielo, la bahía de Valparaíso se abre como un abanico sin término. El puerto es de escasa envergadura. El espigón corta las aguas y deja en el interior la poza y los muelles. La mirada no se aparta de los cerros y de sus casas encaramadas de cualquier manera sobre la roca. Son cerros de noches consteladas. Cientos de estrellas descendidas para crear una ciudad pequeña, encumbrada, titilante.


*
Tres días recorriendo sus calles convencieron a Antonio que no viviría en este lugar. “Más al sur”, le decían, puede estar lo que buscas. Y se encaminó más al sur. Le comentaron que encontraría un pueblo pequeño; algo más que una caleta en una bahía menor, pero llena de futuros. El Congreso había aprobado el proyecto para construir allí un puerto artificial, como complemento de Valparaíso y ya se estaban realizando las primeras faenas. Era necesario, pues el comercio aumentaba sin cesar y con él las necesidades portuarias.


El lugar se llamaba San Antonio y, efectivamente, era un poblado vestido de pocas y desordenadas calles de tierra o de arena negra como la noche. Desde las parcelas llegaban los productos estacionales y la caleta entregaba delicias marinas. Poco más que un mercado al que acudía gente de los pueblos aledaños y de las haciendas y fundos de la comarca.


Se alojó en el bar de Rosamelia, la holandesa. Le decían así por sus inmensos pechos. Todo iba bien durante el día, pero al anochecer el lugar se llenaba de vida. Cantos, bailes, parejas que se escondían en los rincones o habitaciones de la casa. Los parroquianos bebían como desatados al ritmo de las cuecas y los valses zapateados. De tarde en tarde, se producían insultos de grueso calibre a grito pelado seguidos de feroces peleas. Regularmente a combo limpio y si la agresión era muy grave, de las manos nacían cuchillas. Se hacía silencio de cuecas. Entonces la holandesa se imponía. A garabato limpio los ponía en la calle. Allí que se mataran, pero no en su local que tenía fama de respetuoso de la moral.


Entonces la jarana se reiniciaba.


En el bar le explicaron que estaban por salir las manadas de vacunos hacia el sur. Caminó hasta Leida en donde le contrataron como peón. Aprendió a montar en la mula que le fue asignada. El camino era monótono. La tarea, agotadora. Había que evitar que las reses corrieran y se deshidrataran y si encontraban pastizales se las dejaba comer hasta hastiarse. Las horas pasaban lentas y duras bajo el sol.


En la noche, al lado del fogón, comía sus porotos, compartía la conversación con los otros peones y aprendía. Después se tiraba a dormir, arrebozado en su poncho, hasta la madrugada siguiente. Veinte días más tarde, en el cruce del río Tinguiririca abandonó la manada.


2


Segundo daba de beber a sus acémilas cuando los leoneros le advirtieron de una presencia extraña. Hizo callar a los animales mientras observaba al caminante. Un hombre joven. De contextura fuerte. “Debe ser bueno pal trabajo”, pensó.

- ¿Pa dónde marcha el amigo? – preguntó –

- Tenga usted buen día, señor – respondió el caminante – En verdad no conozco los nombres de los pueblos… … quiero ir hacia el sur.

- Bueno – dijo Segundo – Voy pal sur… … Y después subo pa la cordillera. Si usté quiere… no me viene mal la compaña…

Los dos jóvenes, veinteañeros, iniciaron la caminata en silencio. Los leoneros avanzaban la ruta y se introducían en los matorrales laterales. En ocasiones un lejano alboroto de ladridos le daba a entender a su amo que habían encontrado la huella de una liebre o un zorro. Repentinamente se hacía el silencio.
Sólo quedaba el rumor del viento sobre las ramas de los árboles. Entonces, se detenía, encendía un pitillo y explicaba a su compañero de viaje cómo los perros perseguían su presa, la acosaban en un juego de vida y muerte. Luego regresaban, mansos, a la ruta y al amo.

- ¿Y cómo se llama, don este? ... … Yo soy Segundo Contreras.

- Y yo, Antonio.

- Y bueno, don Antonio. Usté no es ná de’stos pagos.

- No, pues. Vengo de Europa. Soy español. Vivía en la ciudad de Barcelona… la verdad es que no precisamente en Barcelona, sino que en una de sus comunas… En un pueblecito pequeño llamado Sabadell.

- Ah…. ¡Qué bien!... … ¿Y Antonio qué…?

El hombre dudó unos instantes. Dar su nombre completo, a pesar de la lejanía, le podía meter en problemas.

- Antonio de Sabadell – dijo –

- Ah… ¡Qué bien!… - Segundo asintió con su cabeza - ¿Y… a qué se vino? ... … si se puede saber…

- Penas y sinsabores, don Segundo… Cosas que ocurren cuando uno es joven y quiere vivir…

Segundo sonrió socarronamente. Ya sabría toda la historia en algunas de las noches que venían.


- Las noches son tibias en este tiempo… y muy largas – comentó sonriendo.

Un par de semanas más tarde, al llegar a las proximidades del río Tenué cuatro
jinetes, desgreñados y de apariencia feroz, les detuvieron, rodeándoles.

- Se hacen pa un lado – dijo uno de ellos – mientras miramos que traen en las mulitas…

Segundo movió su mano hacia el interior de su poncho, pero el bandido gritó:

- ¡No seai loco, hombre! … ¡Tenimos pistolas y escupetas!

Las armas volaron a las manos de los cuatro jinetes. En ese instante aparecieron los leoneros. Un silbido de Segundo indicó los objetivos. Los perros rodearon a los caballos y les mordieron las patas. Enloquecidos, corcovearon hasta desmontar a sus jinetes y se perdieron entre los matorrales, hacia el cerro.

Fue el instante en que Segundo entró en acción. El brazo izquierdo envuelto en el poncho, en la mano derecha, un corvo descomunal. Imprevistamente, Antonio se situó contra su espalda mientras desnudaba una navaja sevillana de ancha hoja reluciente. Segundo gritó:

- ¡Perros … A sentarse…. Quietos!

Los animales obedecieron. Uno de los bandidos exclamó:

- ¡Toy
- que me cago de miedo…!


- ¡Ya pues! … ¡Qué están esperando!, desafió Segundo a los cuatro bandidos, mientras corvo y navaja dibujaban círculos en el centro del espacio.

Los bandidos corrieron detrás de sus monturas. Segundo y Antonio esperaron unos minutos antes de lanzar la carcajada. El baqueano abrazó a su compañero de viaje y le pidió su arma.

- ¡La gran flauta! – exclamó – este cuchillo es pa matar a un buey.

- El suyo no lo hace nada de mal – replicó Antonio con el corvo en la mano.

En la noche, al lado del fogón, después de comer el charqui, la harina y los porotos, Segundo sacó del cuero hinchado un almud de aguardiente y vinieron las confidencias y las verdades. Segundo le narró como encontró el valle de Quimey y como lo fue transformando en su hogar. Por primera vez en su vida sacó afuera el sueño de una casa grande, con huerto de frutales y una gran parra en el patio trasero. Por ahora, sólo tenía la bodega en donde guardaba los productos de sus viajes. También servía de bar para los escasos parroquianos que llegaban de tarde en tarde. Un dormitorio para él y otro para las dos chinas que había ganado en un juego de brisca. Hasta ahí se había realizado el sueño.

- Pero ya llegará todo, amigo Antonio. A medida que Quimey se vaya poblando yo iré dejando los caminos pa ir agrandando la casa.

Antonio estuvo mudo todavía unos largos minutos. Luego le confesó que, en verdad, no salió a recorrer el mundo.


- Tuve que huir de Sabadell, perseguido de cerca por las dos jaurías. Una, la Guardia Civil. La otra, los parientes del tío ese… ¡Me cago en la leche! … lo dejé despaturrado en el mismo centro de la plaza, frente a la catedral, en la noche de San Valentín.

El lío había sido de faldas. El día de San Valentín todo el mundo sale a las calles a participar de los festejos.

En las esquinas se sitúan las folias que son grupos de guitarras, bandurrias, requintos, mandolinas y otros instrumentos de cuerdas. También llegan las tunas universitarias con su cante alegre y disparatado. Brotan las seguidillas, las malagueñas, las peteneras, las soleares... “¡Dios cómo es de lejano todo ese mundo de mi infancia!” Las parejas bailan y cantan... Es hermoso, Segundo, recién aprendíamos a vivir, todos éramos jóvenes y felices…

- ¿Y usté recuerda alguno de esos cantares?

Antonio se puso de pie y entonó con voz segura, llenando la noche con antiguos requiebros gitanos:

Cuando la perdiz canta
Nublado viene
Ole con Ole
Nublado viene

No hay mejor seña de agua
Que cuando llueve
Ole con Ole
Que cuando llueve…


En esta calle vivía
En esta calle vivía
Mi novia calabacera

La que me dio calabazas
Después de dormir con ella
Después de dormir con ella
En esta calle vivía…

El muchacho guardó silencio enredado en sus recuerdos. Segundo le dejó unos segundos y luego dijo:

- Si… una canción hermosa… como nuestras tonadas camperas… ¿Y qué pasó enton?

Había llegado la procesión de los gigantes: ángeles, magos, la Sagrada Familia, la imagen gallarda del Conde de Barcelona. Y todos se dirigen a la catedral. Allí se rinde homenaje al Santo y al Conde que dirige los destinos de la gente. Se respira amor en el aire. El hombre ofrece a su dama una flor; una rosa roja, un manojo de claveles.

- Es que el rojo es ardiente, Segundo. Dicen que ese es el único color que inventó el sol y no Dios. La dama retribuye con un libro. O con un beso.

Antonio le entregó el clavel a la Ana María y ella, mirándolo a los ojos, le había besado en los labios. Pero Antonio no era el dueño de esos ojos garzos, ni menos de esos labios gordezuelos y calientes.


Allí fue que empezaron los insultos, seguidos de empujones y golpes hasta que los cuchillos salieron al aire, hambrientos de sangre roja y caliente. El encuentro fue breve. Su adversario descuidó un esguince de la cintura y la navaja de Antonio entró suave y profunda quitando la respiración y la vida.

- No lo había hecho jamás, Segundo. Créame usted. No soy un tío violento. Pero esa noche maldita… No sé… … una nube roja sobre mis ojos y una fuerza de titán en mis brazos y en mi arma… Todo cambió.
Para siempre.

- Las cosas son como deben ser, amigo Antonio. ¡Y qué quiere usté!... Esta tarde probó que es un gallo de pelea. Igual que este servidor.

Una carcajada y otro trago de licor, la oscuridad cómplice, los perros echados a sus pies, buscando el calor del fogón y los dos hombres jóvenes enfrascados en revivir los recuerdos y en programar los futuros, en tanto la naturaleza, vestida de noche, descansa.

Unos días después, Segundo le comunicó que empezaban a subir para llegar a Quimey.

- La verdá es que ya estamos en la provincia. Unos pocos días más y descansaremos en mi casa. Si usté quiere… …

- ¿Hay policía?


- Si… … pero los azules vienen tarde mal y nunca. Hay un retén en el bajo, cerca de la playa, en la caleta de Navidad. Pero son muy pocos. Y contimás que brutos de alma. Cuando aparecen por Quimey se encierran en el bar y se toman cuatro o cinco jarras. Después duermen la mona hasta el otro día antes de mandarse cambiar… …

- ¿Y hay donde vivir?

- Bueno… los primeros días en mi casa… después, donde usté quiera construir su casa. La tierra es libre… Se puede ocupar y después, cuando haiga tiempo, ustè va pa la municipalidà pa registrar la ocupación y la tierrita es suya…

Antonio siguió el tranco lento del arriero y de sus bestias. Meditabundo. Pensaba que quizás en esta tierra olvidada de todo, tan dolorosamente lejana de su hogar, podía empezar de nuevo. “Si las cosas se me dieran… - pensó – podría hacer el pan para el pueblo”… … No respondió a la invitación de su nuevo amigo. Pero le siguió, en silencio. Sin mediar palabra alguna entendió que ya era parte de Quimey.

jueves, 18 de junio de 2009

CUANDO LAS GOLONDRINAS SE VAN

PRELUDIO


Aparecían después de la última lluvia de agosto desde las pendientes cordilleranas. Diez o doce cuerpecillos de alas negras volando entre los alares de las casas del barrio. Entonces la abuela nos decía que empezaba la primavera. Pero, junto con mis primos crecimos. Nos hicimos adultos. Y las golondrinas desaparecieron. Nunca comprendí si la causa fue nuestro crecimiento o si el barrio enfermó de modernidad.

Pero la modernidad no me preocupa. Andrea falleció esta mañana. Su cuerpo reposa en el salón de la vetusta casa. Veo su rostro cerúleo, afilado. Vuelvo a admirar el dibujo perfecto de su nariz y de sus labios que tanta veces besé envolviéndome en un deseo que jamás concluía. En mi mente se desata, vertiginoso, imparable, el juego. Busco palabras asociadas a la muerte, al miedo, a la soledad. Vagas sonrisas nacen entre mis labios. Son pensamientos morbosos, inapropiados. No los puedo contener. Ni quiero. Aparecen. Revolotean dentro de mi conciencia y explotan en imágenes. En recuerdos. En algún momento siento que son ellos los que provocan el dolor.

Llegó mi padre y su amigo de siempre, el Caña. Nunca supe su nombre. Sólo era el Caña, su compañero de tomateras. Mi madre le odiaba. Decía que era un bribòn, el culpable de las borracheras, de la completa e indecente irresponsabilidad de mi viejo. Me producía risa su nariz, una especie de porrón deforme, hinchado y plagado de antiguas cicatrices redondas. Estuvo mirándola largos minutos, mientras el Caña le tomaba del brazo. Se que más tarde, cuando se aparten de las botellas de vino, mi padre se acercará y me abrazará. No dirá nada. Nunca fue bueno para hablar. Pero un apretón de sus manos, una mirada de sus ojos negros, una sonrisa, serán suficiente. No siento extrañeza. Ni me importa. Mi padre murió hace veinte largos años. Se apagó en el hospital de San José, donde iban a parar los tuberculosos terminales. Dos días antes de perder la conciencia me tomó las manos y me dijo. “Haz con tu vida lo que debas hacer”. “No dejes que te impongan nada”. “…A esos pantalones grises le viene una chaqueta azul…” Creo que fue la conversación más larga que tuvimos. Agregó que estaba muy cansado y cerró los ojos. Entonces, ¿Qué diablos está haciendo aquí? Se aproximaron. Ambos traen sendos vasos de vino. El viejo intenta una leve sonrisa debajo de sus bigotes negros. “Te ves bien”, me dijo. Le respondí que es absolutamente extemporánea su presencia en el velorio. “Estás muerto”, le recordé. Volvió a sonreír. “Este es un buen vino, espeso, reconfortante”, comentó. Luego me apretó el brazo y dijo: “Vámonos, Caña. Ya es la hora”.



EL FRIO TIENE SABOR ELEGIACO


“Porque mejores son tus amores que el vino…”
(“Cantar de los Cantares”)




Estuvimos juntos once años. Éramos muy jóvenes cuando nos amamos la primera vez. En esos minutos sentí que era para toda la vida. Fue… una experiencia… inenarrable; nunca imaginé algo semejante. Hace unos meses empezaron los dolores de cabeza y los exámenes médicos. Ayer, su cabeza estalló. Su última mirada fue una advertencia llena de significados que, alguna vez, podré descifrar. Un poco de sangre en sus párpados. Un suave hilillo rojo brotando de sus narices y la nada en sus labios, en sus ojos, en sus manos. El doctor Salvatti me dijo:

- En una clínica se pudo salvar.

¡Como si no lo supieras…! Con mi salario apenas alcanza para comer… Y para ir, una vez a la semana al cine. La última vez, repetimos el gozo del “Volver” de Almodóvar. Y nuevamente comentamos la belleza de la fotografía. La intensidad de los rojos explotando en cada rincón de la pantalla en todas las escenas. La actuación increíble de Penélope Cruz… su interpretación del viejo tango de Gardel, impresionante, bella, pura sensualidad…y recuerdos… “…Con la frente marchita… las nieves del tiempo…” Y caminamos de regreso a casa entre comentarios, risas y mi voz, desafinada, susurrando “…Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve…”

A Salvatti lo conocimos en los días difíciles de la dictadura. Era joven y atendía domicilios para complementar sus ingresos. Vino por el dolor de mis úlceras. Me examinó y me inyectó calmantes. Luego escribió una receta y de pronto se acercó a mi librero.

- Oye… ¡Tienes las obras completas de Proust…!

- Nunca lo he podido leer – confesé – Me es imposible soportarlo… ¡Lo detesto! ¡Maricòn absurdo! – Agregué – Ese Swan demorándose veinte páginas en abrir una ventana… ¡Carajo! ¡Llévatelo… en tus manos tendrá mejor destino!

Salvatti egresó de Medicina el año del Golpe. Fue detenido y torturado por pertenecer al MIR. Unas semanas más tarde le dejaron en libertad. No era importante ni tenía información. Sólo era un universitario despistado, enfermo de intolerancia a la autoridad. Le permitieron ejercer su profesión, pero le prohibieron entrar a un hospital. Quedó condenado a ser generalista, médico de las familias del vecindario. Una tarde me confesó que esa fue la peor tortura.

Después, la costumbre… Y el negocio. Le fue bien a Salvatti. Ahora lo veo inclinado sobre la urna. Es que Andrea fue más que una paciente. Terminaron cultivando una amistad que me enfurecía. Vi los recuerdos agolpados en los ojos del doctor. Y una molesta humedad que limpió con un gesto brusco de su mano.


Cada vez que podíamos comprábamos gladiolos y rosas rojas. Eran días de alegría. Andrea amaba las flores. Las ponía en vasos de cristal y en los rincones brotaban aromas dulces. Y belleza. Pero hoy sus colores y sus perfumes me chocan como bofetadas. Los paquetes de flores y las coronas que rodean la urna tienen un olor espeso. Apestan. Ponen en mi garganta la apretura desesperada de la náusea. Felizmente, pienso, Andrea no lo experimenta. Ella está al margen de esta experiencia caótica, innoble, abrumadora.

Hay, una corona en forma de cruz hecha con claveles rojos. La tarjeta dice: “Gracias. Salvaste mi vida. El Jota”. Lo busco entre la gente, pero no está. ¡Cresta… Qué días…! ¡El Jota…! Lo conocimos en una reunión clandestina. “Aquí no entran huevones cobardes”, decía. Representaba unos veinticinco años detrás de su desordenada barba. Y siempre al hablar, se las arreglaba para afirmar “La dictadura se termina a balazos, compañero… O con cualquier cosa que se parezca a los balazos”. Aquella noche de junio hubo protestas. Al atardecer, en todas las casas del barrio sonaron las cacerolas. Un concierto infernal. La gente cantaba: “Y va a caer y va a caer…” Luego aparecieron, en las esquinas, las barricadas y las luces mortecinas de las fogatas alimentadas con neumáticos. A las dos de la mañana golpearon mi ventana. Era el Jota. Pálido. Desfalleciente.

- Compañero, estoy herido – murmuró –

Lo ayudé a entrar y lo recosté sobre el sofá. La sangre empezaba en el hombro y bajaba a la cintura.

- Necesitas un médico – dije –

- No, compañero… así no más.

- ¡Cállate, mierda…! Que la gente de la casa no te sienta.

Llamé a Salvatti. Diez minutos más tarde lo auscultaba.

- ¡Con un demonio! Son dos balas en el hombro, cerca del hueso.


Improvisamos sobre la mesa. Salvatti tomó sus herramientas y abrió las carnes. Sacó los dos plomos oscuros. Detuvo la hemorragia, suturó y aplicó un vendaje. Inyectó antibióticos.

- Necesita reposo absoluto – dijo – Habrá un poco de fiebre. Procura que nadie se entere.

Pregunté por sus honorarios. “A un combatiente no se le cobra”, dijo. Pero en la puerta de la casa, al darme la mano, susurró:

- No vuelvas a llamarme por algo semejante… Es que… no podría soportar… otra vez… la prisión… ni la tortura… compréndeme, por favor…

El Jota estuvo cinco días con nosotros. Logró mantener un silencio total. Le comentamos de los hermanos de Andrea; si supieran que estaba en nuestras habitaciones nos llevaban a todos. Se fue silenciosamente un atardecer, después de besar las manos de Andrea.

No lo volvimos a ver.

Las señoras, negros rigurosos, desgranan un rosario interminable, como tu noche, Andrea. “En el nombre del Padre…” No soporto las letanías. Iré al patio, a fumar. Dejaré que la lluvia y el frío me penetren ¡…Qué hacer para darte un poco de calor…!

Tus padres insistieron en que viviéramos en la casa familiar. Tuvimos dos habitaciones. Y no me importó. Me bastaba con ver la alegría aleteando en tu mirada. Yo trabajaba y tú compartías con las mujeres de la familia. Repasaban una a una la historia de los parientes. Desmenuzaban nuestras acciones y reían. Era un divertido e implacable matriarcado. La casa era un legado que recibió tu padre y me contabas de un pasado muy oscuro de uno de los abuelos y de un incendio que destruyó un cerro, en Valparaíso. Nunca lo entendí bien. “Son solo fantasmas”, me decías.

Los problemas fueron tus dos hermanos. Francisco era detective y Tomás, capitán de carabineros. Ambos encerrados mesiànicamente en la verdad de la dictadura, en el futuro que daría la dictadura a toda la población. Un domingo, al almuerzo, Tomás recomendó, mirándome, que nadie hiciera comentarios contrarios al gobierno militar. En la noche, casi dormidos, empezaste a reír. Y me abrazaste.

- Este Tomás – dijiste – Cada día más huevón. Parece que estuviera loco y enfermo de poder. Cree que no va a prohibir pensar.

Las risas se transformaron en caricias y en amor. Los minutos de los cuerpos entrelazados continuaban teniendo la misma magia de la primera vez. Y no había dictadura que lo impidiera. Eramos libres.

Los Ave María y los Padrenuestro tienen algo sórdido, teatral. Un escenario inmenso y oscuro, noctambular, de donde nace el coro de las viejas palabras que brotan uniformes de las bocas obscenas de las tías y las cuñadas.

Prometimos que no lloraríamos, Andrea. Me dijiste “Si me voy primero debes continuar viviendo… Debes esperar que lleguen las golondrinas… Debes realizar nuestros sueños…” No estoy llorando, Andrea. La humedad de mi rostro es solamente lluvia. Solamente lluvia. Solamente lluvia. No dejo de pensar. Quedan tantas interrogantes sin respuesta. ¿Qué haré con el resto de mis días? Queríamos envejecer juntos. Que nuestras cabezas blanquearan al mismo tiempo. Reírnos cuando empezaran los dolores de huesos y el andar lento. Los años, vacíos de actos heroicos, serían el espacio para apagarnos lentamente, como los últimos segundos del crepúsculo. Queríamos morir tomados de la mano, al mismo tiempo, en el mismo día. Pero decidiste irte ahora, cuando falta tanto tiempo para el ocaso. ¿Qué haré con el resto de mis días?

Mi soledad es como una llaga que sólo podría cicatrizar con tus besos. Pero estás tan lejana. No escuchas mi palabra. ¡Andrea! (… santificado sea… misterio doloroso…) Andrea… Te vestí con tu traje rojo. Ese escotado que compraste sonriendo. Me preguntaste si era de mi agrado. Te dije que te veías hermosa y provocadora. Entre risas comentaste que Tomás se quedaría en silencio, con un ataque de rabia… Dirá que es un vestido comunista. Tu vestido rojo. Tu piel pálida y helada. Todo es tan lejano. Tan ajeno… (Santa María, madre….) ¡Cómo te extraño…!


Es que no comprendo. Vino el cura por los responsos. Mi suegra me conminó a estar ahí, a seguir los rezos, a mostrar devoción, aunque sea por una vez. ¿Para qué decirle que Andrea no está dentro de esa caja? Hay únicamente un cuerpo inanimado. No voy a encontrar sus gestos de niña, ni su sonrisa, ni sus ojos anunciando picardías. El sacerdote habla de su infancia, como si la hubiera conocido. Qué ganas de gritarle: ¡Mentiroso! ¡Estás inventando. Ella no era así… Haces caricaturas de una vida sagrada! Compré la urna en el Hogar de Cristo; son las más baratas. Madera sin nobleza. Se pudrirá pronto. Y tu cuerpo, Andrea, quedará expuesto a la tierra hambrienta. Comprometí pagos por diez meses. No sé si terminará la cesantía. No sé como lo enfrentaré. Es que el cura nunca la conoció. Mañana habrá olvidado estas palabras fúnebres y estará dispuesto para el próximo cadáver. Asperja agua bendita sobre la caja. Vuelvo a pensar en lo absurdo, inútil e incomprensible de los gestos vacíos de significación… El que el agua sea bendita ya es un problema insoluble. Hay que aceptar que en algún instante se produce una modificación mágica. El agua que es simplemente agua, se transforma en objeto bendecido… si las manos que la consagran fueran benditas… pero las manos de este cura… me llenan de sospechas… Solo es un hombre. Que está haciendo esfuerzos para no mirar las piernas y los pechos de mi cuñada. ¿Cómo podría llegar esa bendición a Andrea si el agua solo toca la madera? ¿Si el espíritu de Andrea no habita su cuerpo muerto? Jamás lo comprenderé. “Es el misterio”, me dijo un amigo, “No busques razones. Sólo acéptalo… Y cree… Es el espíritu universal que llega a las manos, a la voz, de los hombres consagrados” Palabras que nada me dicen. Andrea sonreía y me decía que las puertas del paraíso estarían cerradas para mí. “Te quedarás afuera, esperando que cruce para verme” “Por tu culpa estaremos separados”. Le prometí que trataría. La acompañé a sus misas. Y sentía el calor de su ternura cuando regresábamos a casa y se refugiaba entre mis brazos y preguntaba mimosa: “¿Y ahora crees, aunque sea un poquito?” El cura ha terminado. La familia y los amigos se retiran. Mañana la llevaremos a su última misa. Me dicen que vaya a dormir. Pero no lo haré. Es la noche, terrible, interminable. Siento el paladar reseco y amargo. El silencio, La quietud de Andrea. Estaré contigo hasta el último segundo.


La misa termina.

Los rostros de nuestras madres están anegados. Es otra vez la lluvia, igual que hace diez años, cuando el juez civil nos casaba. Los cielos lloraban unas lluvias insensatas que ponían miedo en la ciudad. Las calles, anegadas; había barrios asediados por el lodo y el frío. También en los ojos atormentados de nuestras madres, de tus tías y de tus hermanas habían nacido lluvias torrenciales. Y oscuros rumores. “¿Se volvió loca esta niñita?” “¡Casarse tan joven…! Si es una criatura…” “¡Y miren a este patán…! ¡Qué facha, Señor…! ¡Qué sabe de mantener un hogar!” “¡Al cabo de unos meses estarán separados… Esto es pura calentura!”. Y la pena oscura en el rostro de mi vieja… (“También tú me abandonas…”)

Pero esa noche no hubo recriminaciones, ni llantos. Dimos tibieza a la habitación que se iluminó con tus ojos. Era un universo pequeño y nuestro.

Era la fiesta de cumpleaños de un amigo. Ahí estabas, Andrea. Tu cuerpo adolescente era para enloquecer a cualquiera. Bailamos boleros y cumbias. Quedamos de vernos. Entonces caminábamos las calles bajo los tilos maduros, interminable avenida de belleza y complicidad. A veces había unas monedas y alargábamos el tiempo con un café y un trozo de torta. Me contabas de los comentarios de tus tías y reíamos. Y yo desnudaba mis sueños pequeños y sin pretensiones. Algún día ganaré lo suficiente y te llevaré a mi mundo, más allá de las últimas montañas. Nos tomábamos las manos. Las golondrinas nos invitaban. ¡Vengan! ¡Vuelen con nosotras! ¡Dibujemos con nuestras alas entre los verdes tilos de agosto! Tus ojos, inundados de alegría, decían que si, que lo hiciéramos. “Niña, no somos golondrinas” y lanzaste una carcajada. Tu voz se transformó en murmullo, casi un trino: “Yo si… soy una golondrina… y quiero volar contigo…” En silencio me hundía en tu mirada… “Cómo hacerlo”, pensaba.

Una tarde nos besamos. Apretada a mi pecho susurraste: “Ya lo verás… cuando vivamos juntos, volaremos… Las golondrinas serán nuestras compañeras… Estarán siempre con nosotros…” Sentí el impacto del despertar hundiéndome en una tristeza nueva. No, Andrea. No es posible. Ni siquiera pude terminar el liceo. Solo soy un obrero y gano una miseria; todo se lo entrego a mi vieja… No podría… ¿Cómo ofrecerte lo que no puedo dar? No permitamos que este cariño aumente. Deja que me aleje de ti, por favor, niña golondrina. Lo pensaste muchos minutos. Luego tocaste mis labios con los tuyos. Y te despediste. Para siempre. Advertí que en tus labios campeaba una inquietante sonrisa.

Dos días después llegaste a mi casa. Mi madre anda con sus hermanas, dije. “Entonces, ven conmigo. Quiero decirte algo importante” Nos sentamos sobre mi cama. Tus manos guiaron a las mías. Me llevaste por todos los rincones de tu arquitectura mágica. Ya no había posibilidad alguna de retroceder. Tenía tus pechos desnudos entre mis dedos. Y me besabas. En tus labios había otro sabor; no eran besos de niña enamorada. Empapabas mi boca con la pasión de la mujer que quiere alcanzar los últimos confines del deseo. Tu vientre desnudo vibraba levemente. Tu desnudez era impresionante. Susurraste: “No lo he hecho nunca” Y entonces, lentamente, con extrema suavidad, con gestos y caricias delicadas terminé con tu adolescencia virginal. Tenías los ojos entrecerrados y sonreías. Tu cuerpo me transmitía ternura. E imaginé que estábamos en el borde de un riachuelo y que nuestra desnudez se hundía en el éxtasis.

“Ahora no podemos negarnos”, dijiste. Y respondí que quería estar contigo para toda la vida. Solo te puedo dar lo que soy, dije. ¡Pero qué diablos soy! ¡Apenas un cuerpo que vive y una cabeza que piensa el día entero! ¡No tengo futuros! ¡No uses esas palabras feas!”, me reprochaste. Y te di esto que soy durante once años, Andrea. He sido tuyo cada día, cada instante, en cada pensamiento, en cada sueño, aunque nunca nos atreviéramos a subir al tejado para lanzarnos al vacío y volar, como dos pequeñas e inútiles golondrinas.

Once años. Tan breves como el inicio de la primavera. Como el vuelo de las mariposas cuando hurguetean entre los pétalos de las prímulas. Once años que terminan aquí, con tu cuerpo dentro del carro funerario para empezar la lenta caminata que te llevará a la tierra húmeda, inhóspita, alimentada de soledades.

Los pasos que conducen a la fosa. Mi madre susurra:

- ¿Qué harás ahora, niño mío?

Le digo que volveremos a vivir juntos. No habrá más abandono. Es pequeña, esmirriada, va envuelta en su viejo abrigo negro. Me dice que no podremos hacerlo…

- ¿Olvidas que ya me viniste a dejar… hace tanto tiempo…?

¡Claro! ¡Es verdad!

- Entonces, madre… También… estás muerta… Igual que papá… Igual que mi Andrea…

- ¿Andrea…? ¿Qué Andrea…? Estás solo, hijo mío…

En ese instante se acerca el Caña con mi padre. Me toman del brazo. Visten hermosos trajes negros y camisa blanca.

- Calma, muchacho - Dice el Caña – Con tu viejo hemos pensado en lo que te hace falta…

- No estoy convencido – dice mi padre – Pero nada pierdes si lo intentas.

- Dime, Caña…

- ¡Emborráchate…! Llena de ron un vaso grande hasta los bordes y deja caer un sorbo de coca cola . Bébelo lentamente y deja que el alcohol te derrote…

- Insisto – dice mi padre – que sea con vino tinto.

- ¡No, Migua…! El vino es para nosotros; pero este chiquillo es nuevo. Es de la generación de los tragos fuertes…

- Nunca fui bebedor…

- Es hora que empieces, muchacho…

- Oye – digo – Mi madre anda por ahí… ¿La viste?

- Tu madre es un fantasma… ¿Para qué juntarme con otro fantasma?

También ha venido el Jota. Le agradezco su cruz de claveles rojos. Me mira sorprendido. Me dice que nunca envió una cruz.

- Había una tarjeta. Agradecías a Andrea que salvara tu vida…

- No sé de qué me hablas…

- Andrea… los cinco días que estuviste oculto en nuestras habitaciones… Andrea te cambiaba los vendajes y curaba tu herida…

- Nada de eso ocurrió, compañero. ¿Te acuerdas de esa protesta de junio…? En la noche entraron los carabineros a la pobla… Nos gritaron que entráramos a las casas… que termináramos con el desorden… Uno de los pacos disparó… al aire… supongo… Pero le respondimos… Yo descargué mi automática y le di a un oficial… el huevòn quedó tendido en medio de su sangre… ¡Y, nada! Me persiguieron con saña… Me dieron de patadas en el suelo… me rompieron los huesos… no sé cuantos balazos me metieron en el cuerpo… Eso fue todo, compañero…





- Pero… Salvatti… Andrea…

- No sé de que me hablas, compañero…

“No sé de qué me hablas compañero!” ¡Mierda! ¡De mi vida! De lo que ocurrió en estos últimos once años. De Andrea. Algo reventó dentro de su cabeza y me ha dejado en medio de una soledad intolerable. Veo de reojo que esto no es el cementerio. Es un jardín. Es un enorme espacio verde; al fondo hay árboles… Tilos, sicomoros, dos o tres araucarias… Me siento sobre un escaño de madera y aprieto mi cabeza entre las manos. No entiendo nada. Una voz explica, a un desconocido, que me niego a tomar las cuarenta píldoras del día y que tendrán que inyectarme. Es que son amargas como hiel, se pegan en el paladar. Me dan náusea.

- Ha estado alucinando – continúa –

- ¿Algún tema en especial, doctor?

- Incoherencias. Nada significativo. Tú sabes como se presentan estos episodios. Repite muchas veces un nombre, Andrea. Y luego reitera que tiene que subir a los techos para volar con las golondrinas. Las golondrinas le esperan.

- Parece que fueran indicadores de suicidio… ¿Lo crees así?

- No sé… talvez…

¡No, señor! Seas quien seas. Las golondrinas nunca esperan… a nada… a nadie… ¡Oh… debo escribir una carta…!

- Jota, ¿Puedes tomar el dictado? Escribe: “Señora Gabriela Mistral. Se que le parecerá extraño leer estas letras, pero debo confesarle que de tanto leer su poesía he terminado amándola. La próxima vez que viaje iré a su hogar y le rogaré que me acepte. Suyo, hasta la eternidad” y firma Oreille Antoine, rey de la Araucanía.

- ¡Me estás jodiendo…!

- ¡No! ¡No…! Necesito otra en forma urgente… Escribe… “Señor Presidente: Usted aún no lo sabe, pero los extraterrestres están por llegar. Piensan destruir todas las ciudades grandes. Solamente yo sé como se les puede detener. Llámeme antes de que sea tarde”. Firma: El Mariscal Von Bismark.

- ¡Cresta…!

- ¡Maldición, Jota! ¿Es que no puedes hacer un esfuerzo y comprender? ¿No te das cuenta que se acabó el tiempo? ¡Mierda! ¡No hay más tiempo! ¡Y prometí a Andrea que no lloraría! ¡Todos me dicen que Andrea nunca estuvo conmigo! ¡Por qué mienten! ¡Todo esto es una mentira salvaje e inútil! Agosto se termina… Las golondrinas con sus alas negras y brillantes se van… y no volverán… Entonces… sin ellas… se dejarán caer los inviernos y las soledades y el silencio… Jota… ¡Por piedad! ¡La nada está estallando dentro de mis sienes! ¡Y… aún no he aprendido a volar…!

sábado, 30 de mayo de 2009

EN EL LABERINTO

“… este el último día de la espera…” (Borges)


Estoy en un rincón oscuro de piedra y miedo, en una inflexión del laberinto.

Finalicé la conferencia pensando en voz alta. El mito – musité – no es historia. Es anti historia. La historia es sucesión lineal. Puro disfraz, pura paradoja. El mito, en cambio, es cíclico; un regreso simbólico al ser real de las cosas, de los procesos de vida, de la práctica de la existencia.

Entonces, la caverna. Grutas de piedra que estaban allí desde siempre, esperándome. Y la certeza de haber alcanzado una verdad que se sabe a sí misma verdadera. Debo avanzar. Caminar todas las galerías. Reconstruir cada uno de los hexágonos. Acercarme. Todo parece indicar que en el centro están las respuestas. Y el monstruo indómito, otra vez esperanzado en que ha llegado el tiempo del desenlace. Lo siento bramar. Son salvajes gritos de rabia y tristeza. Cubren la totalidad de los espacios. La bestia tiene hambre y sabe que nuevamente ha sido engañada. No pertenezco a los catorce sacrificados, vírgenes, dejados en la entrada del laberinto para que huyan y procuren escapar de su destino. El hedor. Las moscas. Carnes, restos de piel y de huesos pudriéndose, igual que el espíritu. Todo el aire contaminado. Todos los dioses muriendo la lenta muerte del olvido.

La bella Parsifae, hija del sol, no pudo entender que su amor por el toro blanco regalado por Zeus implicaba un destino inexorable. La invadía el deseo y nada la hacía separar sueño de realidad. ¡Es contra natura! gritaba el rey. Pero ella insistía en su necesidad demoníaca: Sus pechos estrujados por el hocico de la bestia y su sexo desgarrado en la proximidad de último paroxismo. Y luego, la criatura condenada al inexorable laberinto: Asterión, el estrellado. El espantoso Minotauro. Cuerpo de varón. Cabeza de toro. Vástago de los dioses. Condenado a la libertad y al hambre. Dos veces hubo catorce cuerpos nùbiles destrozados por el monstruo. Y, ahora, nueve años después, el tercer envío de vírgenes para el hijo de las estrellas.

Teseo también fue engañado. Creyó de buena fe en su heroísmo. Pero no hubo tal. ¡Cómo no pensó que en el nombre de Ariadna se encontraba la llave de todos los secretos…! Ariadna, la araña… ¡Maldita sea! Es verdad que Dédalos hizo la construcción, pero el diseño de todas las galerías conducentes a puertas abiertas a otras galerías y a otras puertas; de los miedos ancestrales alimentando temores nuevos; la infernal ronda de cavernas unidas por pasadizos y túneles inconmensurables, fue obra de la demencia de Ariadna.


Ariadna creó el espacio y la ausencia de tiempo para encerrar al Minotauro, infeliz víctima de su odio, en una interminable espiral de senderos que no tienen salida alguna. Todo el espacio se revuelca en sí mismo, como un universo que, bruscamente, se ha detenido. Como una pregunta sin respuesta. Como el desdichado que, finalmente descubre, que por más esfuerzos que haga, no puede salir de si mismo y que esa es la verdadera y atroz condena. En el centro está aquello que debe ser encontrado. Lo que es; así, simplemente. Y si se llega hasta allí no se ha alcanzado el final del camino, porque entonces, nace el otro laberinto, más intrincado, más lleno de demencia, más ausente de promesas. Talvez el único origen de la vida.

Ayer, en la tarde nos encontramos. Me besaste. En tus labios había sabor de ausencias. Me aproximé a tu piel. Acaricié tus pechos y luego, repentinamente te aparté. ¡Mierda…! ¡Hasta cuando…! Y te dije que volvieras a tu maldita laguna. Y que no nos volveríamos a ver. ¡Nunca más…! Escucha la negrura del plumaje del cuervo, negro como la noche, frío como el alba… inerte como mi voz y mi mirada. Ni siquiera sonreíste. Buscaste en tu bolso unas monedas para el metro. Antes de bajar del automóvil, murmuraste: No te olvides de llamarme… mañana…

Nada tiene la simpleza del agua. Ni la belleza del fuego. Ya que he llegado hasta aquí debo encontrarme con la bestia. Volveré a matar. Llevo en una mano el hilo de Ariadna, aunque esta vez sé perfectamente que es el hilo de una nueva red monstruosa y laberíntica. ¡Carajo…! ¡Ya perdí la inocencia ancestral! Ahora tengo claro que este laberinto no puede ser real en sí mismo. Forma parte de un universo mayor, caótico, no perceptible, pero que replica todos y cada uno de sus rincones. Una monstruosa máquina que devora la existencia. También sé que el Minotauro no luchará. Se entregará al puñal de mi mano libre. Y reirá a carcajadas en cada uno de los instantes de su agonía. “Zeus… Divino… Dame un lugar con menos galerías…. Con menos puertas… donde se pueda respirar la libertad…” Antes no lo comprendí. Pero ahora, después de tantos siglos, la luz empieza a despejar las nubes de mi conciencia. ¡Maldición! ¡Teseo jamás derrotó al Minotauro! ¡Teseo fue el vencido…! ¡Ah… Ariadna…!

Las seis de la mañana. La ducha tibia se derrama sobre mi cuerpo. Siento el aroma suave del jabón que cubre mi piel y la acaricia. Recuerdo que me pidió que la llamara. ¿Para qué? ¿Acaso no ocurrió todo lo que debía ocurrir? Una taza de café caliente. Algún día comprenderá que no es posible regresar. A ningún lugar. A ningún tiempo. Media marraqueta crujiente embadurnada de mantequilla. La camisa blanca. Una corbata azul, como mi traje. Me pregunto si existe alguna palabra que posea un significado posible de creer. Pongo en marcha mi automóvil. De regreso a mi despacho. Y a las rutinas.

Ojala este fuera el último día de la espera…

viernes, 29 de mayo de 2009

UNA EXTRAÑA SOCIEDAD



El coronel Camilo Saint Jean – abuelo de Carlos, el defensor del puente sobre el río Hualén – conoció a Segundo López en una recepción de la colonia inglesa. López era comandante de la Policía urbana de Valparaíso. Hicieron rápida amistad. Entre una y otra copa de chartreuse López comentó que los residentes de una colonia extranjera necesitaban colinas para edificar sus palacetes.

- Pero Valparaíso no tiene espacios para crecer – dijo –

- ¿Y qué lugar elegirían… si ello fuera posible? – preguntó Saint Jean –

- Me han hablado del Almendral… – susurró el policía – Aprecian el paisaje… la generosa vista de la bahía… Pero es imposible… Allí se ha radicado mucha población indigente… Tengo registrado un conventillo habitado por más de dos mil personas… trabajadores portuarios… mendigos… malhechores… los llaman choros del puerto… ¡En fin…! Miserables sin Dios ni ley…

- Y usted, amigo López, ¿No dispone de alguna normativa nacional o municipal que permita el desalojo?

- Nada, mi comandante. Por el contrario. Debo proteger las vidas y las escasas haciendas de esos pobladores… Es imposible – repitió –

Saint Jean guardó unos instantes de silencio. Escanciaron otra copa de chartreuse y bebieron lentamente.

- Este licor es engañoso, es suave y dulce como una mujer falsamente enamorada… ¡Como una perra! – comentó Camilo. Y luego, en voz casi inaudible, preguntó - ¿Y… le han señalado, comandante, qué pasaría con la o las personas que hagan posible la ocupación del Almendral?

Esta vez el silencio fue del policía. Casi en un susurro dijo:

- La colonia asegura que esa persona… o personas… Creo que no debieran ser más de dos… no tendrían para qué seguir trabajando… en el resto de sus días… Esa persona podría radicarse en la capital… y vivir como un señor… como dueño del mundo… Es que ellos tienen muchísimo dinero… Pero es imposible, coronel – repitió por tercera vez -

- ¿Por qué me ha planteado el tema, Segundo?

- No sé… usted me ha impactado como un hombre… con quien se podría trabajar… eventualmente… algún proyecto… Es que Valparaíso es una ciudad mágica… Abre posibilidades al que quiera hacer fortuna…


- Pienso lo mismo, Segundo. Ambos tenemos cómo hacer que lo imposible se transforme en realidad. Diga a sus amigos que estudiaremos esa necesidad de espacio. Encontraremos alguna solución. Por ahora esperemos y mantengámonos en contacto.

La oportunidad se presentó dos semanas más tarde. Casi al borde de la noche, la ciudad de Valparaíso fue estremecida por uno de los terremotos más intensos de la historia del país. Los cerros se estremecieron durante cuatro largos minutos. El viento aullaba, como si no viniera desde el océano sino que desde el fondo de la tierra herida. La destrucción fue casi total. La población, aterrorizada buscaba protección y clamaba por ayuda para los heridos y contusos.

El coronel Saint Jean montó en su corcel y buscó a Segundo López. Al encontrarse, Saint Jean le abrazó y susurró al oído: “¡Es la hora, querido amigo!” López, comprendiendo dijo:

- Ordene, mi coronel. ¿Qué debo hacer?

Saint Jean explicó el plan en un par de minutos. López sólo dudó un instante. Luego dijo:

- Todos ellos son miserables… ¡Carne de horca! ¡Adelante mi coronel!

López ubicó rápidamente a diez hombres. Se dirigieron al Cerro el Almendral y se distribuyeron por todos sus accesos de entrada. Las antorchas, en manos de los hombres prendieron fuego a todos los rincones. El viento hizo lo demás. En unos minutos el Almendral ardía en brasas y llamas. Uno a uno los ranchos fueron transformándose en hogueras que crepitaban e iluminaban el macabro espectáculo de la ciudad vencida.

A la mañana siguiente en el Almendral no quedaban viviendas. Sólo leños humeantes. Basuras diseminadas. Olores de muerte y destrucción. Cadáveres sorprendidos en el acto desesperado de la huída. La prensa informó que en el Almendral, entre los efectos del terremoto y del incendio, habían perdido la vida más de cuatro mil pobladores. No hubo recursos para apagar los fuegos. Llamaba, con indignación, a las autoridades para que de una vez por todas crearan el Cuerpo de Bomberos.




En las semanas siguientes todos los terrenos del Almendral fueron adquiridos por respetables comerciantes pertenecientes a la cadena de distribución que se iniciaba en los muelles y continuaba en los mercados. Hermosos palacetes reemplazaron a las tolderías. Dejaron espacios para construir miradores y plazoletas. Un aire de juventud alegre empezó a invadir los espacios en torno a las golosinas y mistelas de los atardeceres costeños.

Segundo López compró una parcela en Quilpué, a pocos kilómetros del Puerto. Bebía compulsivamente, sin descanso. Una tarde su hígado reventó. Las ceremonias fúnebres tuvieron que hacerse rápidamente pues de la urna mortuoria escapaba un hedor insoportable.

En cuanto al coronel Saint Jean, que solía vestir la blanca túnica de los Templarios, hizo construir en las afueras de Santiago una inmensa casa rodeada por un parque de impresionante belleza. No se le volvió a ver. Decían que el coronel, voluntariamente, se emparedó en la casa. También, que la casa, heredada por su hijo el coronel Carlos Saint Jean, está llena de fantasmas que en la noche aúllan y claman venganza.

Fotografías : Cerro El Almendral de Valaparaíso

domingo, 24 de mayo de 2009

EL ENTIERRO

Cuando la abuela, una señorona aun joven, se transformó en meica, curandera y bruja, toda la familia cayó sobre las pendientes esotéricas. Lo peor ocurrió con el Jano, su marido. La abuela dijo:

- Mis amigos del otro mundo no quieren que duermas conmigo. Ocuparás otra habitación... yo necesito mi cuerpo limpio... para siempre...La respuesta del Jano fue terrible. Después de agotar todos los insultos y pifias sabidos e inventados armó cama en habitación aparte e hizo una promesa:

- No sabís con la chichita que te estái curando... vieja weona... Voy a hacer pacto... ¡Te juro que me las pagas!

La abuela aumentaba diariamente su clientela mientras don Jano esperaba el anochecer y salía al jardín del fondo. Se situaba al centro del pentáculo. Quemaba unos sahumerios reverberantes, encendía un hediondo puro y gruñía invocaciones. Astarté, Mefistófeles, Satanás, eran los nombres pronunciados y recitaba el Padre Nuestro al revés. Terminaba antes de medianoche, apagaba los carbones y pensaba "Eventualmente mañana vendrá"

El menor de los hijos, el Pato y Claudia, la nieta, de unos catorce años, leyeron mitos coloniales e intuyeron que en el patio había un entierro, pues la casa había formado parte de una propiedad de jesuitas. Empezaron a buscar cavando un hoyo profundo en el centro del jardín. Soñaban con futuros luminosos. La excavación aumentaba su hondura cada vez más. La tierra era diseminada en las calles, bajo los autos. Sobre la boca del hoyo ponían una cubierta de sacos sobre la que distribuían trozos de pasto y arbustos. Al séptimo día el hoyo tenía algo más de dos metros de profundidad. Los muchachos sentían que estaban cerca del entierro. Mañana lo encontraremos, decían.

Esa noche, don Jano se la jugó. Vistió túnica negra y diseminó sobre el jardín 33 hitos con velas negras. Mezcló agua bendita con heces de perro. Y puso cinco crucifijos cabeza abajo. Entonces empezó sus plegarias y sus invocaciones al sedicioso del mal. Saliendo del pentáculo caminaba hacia atrás cubriendo las cuatro esquinas. "Satanás ven a mi" - gritaba - cuando pisó sobre la cubierta de sacos y cayó a lo profundo del hoyo. Se escuchó un aullido espeluznante, de miedo salvaje, seguido de un "¡Por la cresta! ¡El weón me está llevando!" Enseguida, con voz temblorosa gritó: ¡Virgen Santa auxíliame! ¡Sagrado Corazón de Jesús, sálvame! ¡Santos Arcángeles rescaten mi alma!

El entierro no fue encontrado. Tampoco don Jano volvió a invocar al demonio.

Nota: El entierro es un mito colonial. La gente bien, al tener que huir de sus hogares enterraba tesoros que no eran recuperados. A veces el "entierro" convoca a personas muy especiales para ser descubierto. El desentierro està lleno de mitos adicionales en una mezcla de religiosidad y paganismo.

viernes, 15 de mayo de 2009

Cacharros. Hambre. Dionisos…

El hombre, muy joven
Al bajar de los altos montes
De arriba
En la cordillera
Encuentra siempre
Inevitablemente
Lo
Mismo.

Soy portador de lo nuevo
Dijera
Y en la plaza
A
Golpes
De
Puño
Y
Pies
Lo tundieran.

Bebiste la leche de la aurora
Su padre
Le dijera
Contigo nació la poesía
Y la danza
Y los maitines

¿Cómo no creer en
La palabra de mi
Padre?

Entonces,
Artefacto, con perdón
De
Don Nicanor

“Véndese o arrienda
Un Hombre Infinito”
Cansado de esperar

O
La nefasta contradicción

“Te amo con toda el alma mía”
Pero, niña, ¡Joder!
¿Aún no lees a García?

“¿Para qué quiero tu alma?”

Quiero tu piel enfebrecida
La humedad temblorosa de tu sexo
Tu cuerpo
Y
No
Tu
Alma discutible
Quiero.

El muchacho, aún joven,
Continúa
Descendiendo
Y
Otro:

Véndense o arriendan
“Astros
Azules”
Cansados de su tembloroso
Titilar.

¡Cien años de
Mentira azul, don Pablo!

No son azules
Ni titilan

El cielo es negro
Abisal
Terrible
Nada ominosa de la nada
Soledad
Ausencia de amor.

¡Aro, aro, aro…!
Dijo el huaso Montoya
Le pongo rienda corta
Y me afilo a la Yoya…

Una vieja radio
A pilas
Nos cuenta
Que la
Malena
Canta
El tango

Y todavía tiene
Penas
De Bandoneón…

Todo regresa a su origen
Y repites tu vida
Hasta la saciedad
Una vez
Y otra
Y el viento que cae del Norte
Que está
En ninguna parte
Y el día en que caíste del nogal
Y la noche
Del primer amor
Y hasta
Esta araña que teje
Su
Red
En la esquina
De mi ventana…

Y los llantos del
Trovador
Fatigado
Del cantar
Y del descubrimiento
De
La
Palabra

¿Tiene algún sentido
Mi descenso
Angelical?

Otro más:

Véndense o arriendan
Los mil quinientos
Ángeles
Sentados
En la
Cabeza
De un
Alfiler
Están cansados
De reírse
De la tontería
Medieval

Que sigue siendo

Mientras los volantines
Se elevan
A los cielos de
Setiembre
Y te recuerdo
Porque
No me queda más
Remedio
Que recordarte
Sentados en
La plaza de la esquina
Y nos reíamos
De los zorzales que querían
Ser
Golondrinas.

Solo angustias
Y más contradicción:

Ya caminaba entre
Las calles
De la ciudad
Moderna
Aquí cemento y más cemento
Allá
Paredes de cemento
Para la
Carretera urbana
Con peaje,
Si, señor
Y rejas en medio del cemento
Y él gritaba:
¡Os traigo libertad!
Y encendía un candil
Para encontrar al dios
Fallecido
Que solo muestra
Su
Sombra
En las ominosas
Cavernas
De las más lejanas
Montañas.

¿Y dónde el aroma
De las rosas?

¿Y dónde las macetas
De alelí?

¡Padre… me has mentido!

Se vende o arrienda
El Paraíso
De las almas buenas.
Tiene poco uso.

¡Ah… guitarra nochera…!
De los huasos que
Bajan pa Puerto Aysén
Voy junto a
Su tropilla
De
Cariblancos
Con mi angustia
De
Trovero anciano…

Nos falta poco

Casi vemos
El fin
Del
Mundo

Nos hundiremos en su niebla

Y, por fin,
Habrá silencio.

domingo, 5 de abril de 2009

LA DÀVLOVA

El frío, la nieve, la tormenta en enero de mil doscientos tres, año de nuestro Señor. El inmenso salón de piedra. Los siete obispos, sus ropajes oscuros, rojos, sangrientos, sus mitras, sus báculos. Mi desesperanza. Es mediodía, pero el salón está oscuro. El olor de suciedades viejas emana de los rincones y se mete entre la piel. El sebo de las velas escurre y adopta formas caprichosas. Un monje ha quemado los inciensos que alejan a los malos espíritus. Con voz monótona, como si cantara el Kyries, mi acusador relata mis crímenes. El peor de ellos, leí los libros prohibidos en la Biblioteca Benedictina… “Os atrevisteis a leer a Aristóteles. Y lo comentasteis en el mundo laico…” Agregó que soy borracho y fornicador. Dijo que en el pueblo las mujeres sienten temor de mi presencia. No es así, me buscan, pero no voy a contradecir al monseñor. Cabeza gacha, acepté todos los cargos... “Es mi naturaleza, monseñor”, me siento musitar. Los obispos reniegan de mi ausencia de caridad. Unos de ellos exclama: “¡Satanskè Monk!” Las dos palabras rebotan en los muros de piedra y se enredan en los cortinajes de pesados terciopelos. La condena es espantosa e inesperada. Los obispos ordenan que encuentre la muerte emparedado en una celda, al final del monasterio, en el borde del precipicio.

- Hay una alternativa - dijo un monseñor. Habló lenta y despectivamente. Démosle ocasión de demostrar que el espíritu divino no le ha abandonado. Poned en la celda de este monje pecador los mil pergaminos de piel de burro que hemos fabricado. Las tintas y las plumas. Y los colores de iluminación. Y escribirás una copia de la sagrada Biblia.

- No es problema, monseñor. Soy un experto copista.

- Tendrás de tiempo hasta mañana a las doce campanadas del nuevo día.

- ¡Imposible! – exclamó el acusador –

- Será posible si así lo quiere la voluntad del Señor.

Ramón encontró el callejón a dos cuadras del Congreso. Había pequeñas tiendas y ancianos que conversaban en las puertas de sus negocios. Al fondo, una librería de viejos. Ramón entró en ella. Talvez encontraría algo interesante. En el salón había libros sobre las mesas, en las estanterías, en los rincones. Abrió uno que otro. Era como un delirio. Todos hablaban de mundos mágicos, de épocas pasadas. De las operaciones de los nigromantes. De las edades oscuras. Compró dos. El vendedor, un anciano de barbas blancas le invitó a regresar. Le sorprendió el bullicio de la calle de la Catedral. Los buses y los automóviles, sus motores, la gente que caminaba con rapidez inconsciente, como queriendo atrapar el tiempo. En los kioscos los titulares gritaban la invasión a Irak. Era la respuesta norteamericana al terrorismo, decían.Me tiraron dentro de la celda y clausuraron las puertas. Los pergaminos estaban apilados en un rincón. Sobre la mesa, los útiles necesarios y las velas de sebo. Tomé un pincel fino y pinté en un extremo un ángel gordezuelo y alado. Luego, la primera escena de la conciencia humana: un árbol fastuoso, la serpiente enroscada entre sus ramas bajas, Eva, desnuda, con la manzana en sus manos y Adán, suplicante, a los pies de la mujer. Sentí que bajo mis dedos tenía una superficie mágica. Fui a las primeras palabras: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra….” Trabajé con rapidez suma, sin descanso. La pluma parecía alada. Las líneas surgían rectas, parejas. El latín, sin problemas. ¡Dios! Era el trabajo más hermoso de toda mi vida. Terminé un pergamino y tomé el siguiente y luego uno más. ¡No me emparedarán!, pensaba, no podría soportar la soledad, el hambre, la sed. Las campanadas del monasterio de Podladice anunciaban las horas. Las once de la noche. Me quedan veinticuatro horas. Me faltaba mucho texto del Viejo Testamento. Tengo que trabajar las tapas de madera. Hay que forrarlas en piel y labrar las guarniciones de metal. ¡Mierda! ¡Malditos sean los obispos! ¡A quien se le ocurre un libro de un metro de alto y medio metro de ancho! Continué sin hacer caso de la fatiga. A medianoche, algún alma bondadosa arrastró desde la puerta un plato con guiso caliente y una hogaza de pan. Los devoré y continúe trabajando.

Ramón regresó una y otra vez a la librería de viejos. Se sumergía en la conversación con el anciano barbado. Su sabiduría era infinita. Ramón sentía que el hombre le conducía por los vericuetos del medioevo y de todos los tiempos, como si los hubiera vivido, hacia una meta incomprensible… Se sentía atrapado en un mundo de laberintos interminables… Una tarde el viejo le dijo: “Ya puedes entrar a la otra sala”. Estaba iluminada por ocho o nueve cirios amarillos. Sintió el pesado aroma, como si fuera la nave de una catedral. Curiosamente todo el espacio estaba limpio. En el centro, un inmenso atril. Sobre él, un libro de extraordinarias dimensiones. Su cubierta estaba forrada en piel oscurecida por el tiempo. En las puntas, guarniciones de metal, finísima orfebrería salida de manos privilegiadas. Ramón sintió que su espíritu estallaba. Posó sus manos sobre el libro y se sintió inundado de una energía extraña. Casi intolerable. “Es la Dàvlova”, musitó el anciano. Sólo podrás abrirla tres veces. “Talvez seas tú el elegido”. Y le dejó en la soledad más absoluta de su memoria.

Ya son las nueve campanadas. Sólo me faltan tres horas para que la sentencia se cumpla. Y empiece el tiempo de la condena. No seré capaz de terminar. Aun no pongo letra alguna del Nuevo Testamento. El tiempo me ha vencido. Entonces, delirante, el canto brotó de entre mis labios. Lento, cadencioso, como si mi voluntad quisiera reírse de mi impotencia:

“Un te disfrenasi

Il verso ardido

Te invoco Satanás

Re del convito…”

- ¡Dios! ¡Qué estoy haciendo!Pero mi voz continúa la salmodia. Como el humo suave de troncos quemándose lentamente. Siento que es lo único posible; si quiero salvar mi vida debo entregar mi alma. Tengo tanto miedo a la soledad. Al dolor…

- Ven a mí… ¡Abbadom…! ¡Ahriman…! ¡Sare Ha Olam…!

“Sol vive Satanás

E tum imperator

Nel lámpara trémula

D’un occhio nero…”

Ramón aprovechó sus tres visitas al salón de la Dàvlova. Al leer las páginas sentía que su poder de comprensión aumentaba hasta límites insospechados. Eran los textos bíblicos que había leído con recogimiento tantas veces. Siempre le había llevado hacia las rutas de lo divino. Pero no esta vez. Dentro de su conciencia se desataba el combate. Cruzaban por su mente cientos de imágenes. No hay santidad en estas líneas, exclamaba. Hay saberes. Hay la posibilidad de dominio.


Sentí la sombra ominosa del engañador. Una voz golpeó en mi conciencia. Si, respondí, estoy dispuesto. ¿Lo harás?, preguntó la voz. Si, respondí. En la página 290 estará tu imagen en toda su grandiosidad. Si, volví a afirmar, dejaré que mi mano sea guiada por la tuya. La noche fue vencida. El tiempo, detenido. Era el devenir dominado por mi voluntad. Era la magia tomándome, abriendo las claves del tiempo y del espacio. La escritura avanzó a raudales. La página 290, la maldije en el fondo de mi corazón… La imagen surgió desde el fondo de mi conciencia, como si los pinceles dieran por su cuenta cada uno de los rasgos: El cuerpo de piernas flectadas como las de un macho cabrío. Manos y pies en garras de animal. La cabeza una bestia feroz de inmensos ojos sanguinolentos. La cabeza cubierta con un casco de guerra, adornado por dos inmensos cuernos de minotauro. Sentí que el dios de las sombras bramaba satisfecho. Estaba ahí, en medio de la palabra dictada por el mismo Dios. Por fin decía a los hombres que el bien y el mal son una forma de la misma fuerza cósmica. Inseparables e irremediablemente vivos para toda la eternidad.

El último versículo del Apocalipsis: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vosotros. Amén”. Pensé que la obra estaba terminada, que ya podía descansar. Pero la mano siguió escribiendo. Estaba sumergido en un desvarío aberrante. Salieron de mi pluma un libro de Crónicas de la Historia checas. La trascripción de la Historia de los Judíos de José Flavio. Los Orígenes, de San Isidro de Sevilla. Un Tratado sobre el cuerpo Humano, de Galeno. Más el Libro Negro: encantamientos, fórmulas de sanación, recetarios innobles para hacer los males y las invocaciones a los seres de las sombras. En total, 624 páginas que, seguramente, los obispos enviarían al Index.Ramón llegó al Libro Negro y lo bebió hasta la última gota. Miró sus manos. De ellas se desprendía energía. Podía enviarla a distancia. Podía cambiar el curso de los hechos, de la naturaleza. Sintió que se había transformado. Ya no era el ingenuo cantor de trovas que se ganaba la vida en los extramuros de la cultura oficial. Tenía la fuerza de una bestia enloquecida. Por fin podré vengarme, pensó. Todos los poderes del mal están en mí. ¡Mundo… Funcionarios… Sabandijas… empiecen a temblar! Una voz cavernaria, en el fondo de su conciencia, vociferó: “¿Entonces, me aceptas?” Y Ramón asintió.


Los obispos lo bautizaron como la Dàvlova. Dijeron del libro que era un Codex Gigas. Que jamás un cristiano debía abrir sus páginas.

Que el Satanskè Monk había agregado pecados imperdonables a sus crímenes. Y me emparedaron. Me esperaba la fría soledad de una celda, hasta la muerte. Pero el demonio cumplió con su palabra y me liberó. Desde entonces recorro los caminos y los pueblos. Quizás, algún día, un desdichado abrirá el libro y cantará las salmodias de los encantamientos y las convocatorias. Mirará los ojos fieros de la bestia en la página 290. Entonces se realizará la promesa mágica, infernal. Y mi alma se trasladará a su conciencia. Entonces, podré morir. Y descansar.

Tres días después Ramón regresó al callejón. Las dos cuadras desde el Congreso se le hicieron interminables. El espacio había cambiado. No estaban las tiendas ni los tenderos. En su lugar, sitios vacíos. Paredes semiderruidas. No estaba la librería. Ni el anciano de blancas barbas. Preguntó qué había ocurrido. La librería, el anciano… Los vecinos le miraron con irónica lástima. Jamás hubo en este lugar una librería, dijeron. Nunca un anciano barbado. La propiedad estaba deshabitada desde hacía cincuenta años.