martes, 8 de julio de 2008

LA ÚLTIMA PUERTA

El discurso del Ministro fue duro, acerbo. Los veinte supervisores bajaron los ojos. En sus corazones no había vergúenza, sino amargura. Una vez que el Ministro se retiró el silencio imperó en el salón. Hasta que el más antiguo de los supervisores, resumió la tarea.

- A la calle, señores - dijo - La avenida central de la ciudad se despliega ancha y dinámica, llena de vida. El problema lo tenemos en el nacimiento y en el término. Allí construyeron un sinfín de calles menores y una red de callejuelas sin destinos claros. Es la ingeniería del siglo pasado que nos envuelve en el desarraigo. Allí es donde debemos buscar la puerta.... si es que existe.

- Sigo sin comprender - reclamó uno de los más jóvenes - ¿Cuál es la naturaleza de la puerta? Sería más fácil si supiéramos lo que estamos buscando. Por definición una puerta, al ser abierta, conduce a algún espacio que puede ser definido y descrito. Pero de esta puerta nada sabemos. Sin contar los buses y los automóviles y la gente que transita de un lado a otro... A veces lo siento como una tarea sin sentido, como una constelación de naderías.

- No hay lugar a críticas, señores - dijo el más anciano - Es una tarea asignada. Que debe ser cumplida. Ya escucharon al Ministro.

El término de la gran alameda y las callejuelas que se empinan hacia las colinas. Cómo pensar que, de pronto, me voy a encontrar una calle cerrada por un muro en cuyo centro hay una puerta que debe ser abierta. Un muro inmenso, de gran altura. Seguramente hecho de adobones. La pienso como una puerta de maderas nobles, trabajada en alto relieves que muestran los últimos vestigios del antiguo arte. Tal vez rostros despavoridos, de ojos expósitos, gimientes. La imagino al atardecer, cuando la luz del sol ha dejado atrás su piedad de siglos. Y permite que las sombras traigan frío y miedo. No entiendo por qué la he encontrado. Por qué ninguno de mis compañeros la vio antes. Se que terminaré de acercarme y que mis manos se prenderán a sus grandes aldabas de metal amarillo. La abriré a empujones. En verdad, no tengo interés en averiguar qué hay más allá. Quizás la nada, magnífica en su inmensidad. Entonces, si así fuera, la ciudad no tiene existencia real. Es sólo la última imaginación de un dios agónico.




fotografía José Antonio Melendo

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