viernes, 11 de julio de 2008

LUCAS TAGO

(La Leyenda.)
Don Antonio, padre de Lucas Tago, era obrero. Escuchó hablar de minas de oro en los desiertos del norte y abandonó, sin retroceder, bienes y familia. Volveré rico, Adriana, dijo a su mujer. No logró su sueño, así que regresó al puerto vilipendiado, derrotado y enfermo. Lucas tenía once años y comprendió que debía trabajar. Se empleó como mozo de aseo en el diario La Razón, heraldo del periodismo democrático. Trabajaba en el tercer piso, donde tenían sus escritorio los columnistas y los fotógrafos que, por esos años, intentaban crear un periodismo de imágenes, dinámico y nuevo. Rápidamente se hizo indispensable. A los compañeros de la prensa no les faltaba el café, ni los cigarrillos, ni los papeles, ni el orden en los escritorios. En broma le ordenaban poner las tazas en la cornisa y Lucas lo hacía. Rosales, el Viejo, le decía: Cuando seas grande te pasaremos una cámara y saldrás a la calle a reportear...
Te enseñaré lo que sé...
A mediados de julio se produjo el terremoto en el sur. Las comunicaciones quedaron cortadas. Las radios, mudas. Los caminos, inexpugnables. El primer día todo era confusión y miedo. El gobierno completó un mercante con ayudas y técnicos que observarían los daños y propondrían soluciones. El mercante zarpaba en la mañana del segundo día. Lucas abandonó el trabajo. En el tercer piso, las muecas encarnaron desencanto y las miradas, tristezas.

El rapaz había robado tres cámaras y cincuenta rollos de película virgen. Rosales pidió que no lo denunciaran. Se comprometía a encontrarlo y a devolver lo robado.

El mercante regresó al puerto dos días después. Traía un bolso con rollos no revelados y una nota de Lucas para Rosales. Le decía que se había colado en el mercante y prometía enviar más fotografías del desastre. Las fotos mostraban diversos ángulos de la ciudad destruida, casas en el suelo, transformadas en montículos de barro. Hombres, mujeres y niños transitando alucinados entre las ruinas. Cadáveres. Patrullas de ayudistas en la tarea de salvar y limpiar. La Razón fue el primer periódico que estuvo en el corazón de las ruinas. Su director escribió una editorial en la que hablaba del joven periodista gráfico. Sus fotografías recorrieron el mundo. Desde entonces, Lucas fue conocido como "el Terremoto". Y formó parte del equipo de periodistas gráficos que lo apadrinaron. Rosales, orgulloso, decía tuve la premonición que era bueno. Lo demás fue empezar a crecer.


(La Leyenda - 2 - )

Las primeras semanas de la pos guerra fueron intensamente reporteadas por La Razón. Lucas viajó a París e hizo un breve periplo por otras ciudades. Es como entendía su trabajo. La verdad que buscaba estaba en el impacto inexpugnable de los hechos en los hombres marginales. En los pueblos ponía en juego sus premoniciones a través de la conversaciones y de las expresiones, de los extensos paisajes nubosos, del personaje al trasluz de las hojas de encinas enrojecidas en el otoño temprano.

En esos días de ausencia, don Antonio hizo el último y vilipendiable negocio de su vida. El hijo de un antiguo amigo, a la sazón coronel de la policía, le pidió a la tía Melita. No es para casarnos, don Toño; usted comprende. Sí, comprendía. Pidió una cantidad razonable que el coronel Lorca entregó gustoso y la tía Melita, por esa época de bellos diecisiete años, abandonó el hogar. Los primeros días, en casa del coronel, fue empleada del aseo. Dos semanas más tarde, ama de llaves de la elegante casona. Una tarde, el mayordomo fue despedido y la Melita asumió esas funciones. Cuando Lucas regresó de Europa, la Melita ya dormía, oficialmente, en la cama del coronel y faltaba muy poco para que fuera declarada señora de la casa. Entretanto don Antonio había entregado una cantidad de dinero a doña Adriana para mejorar la alimentación de los niños y el resto lo había dilapidado con sus amigos.

Lucas, estremecido de rabia fue a la casa del coronel Lorca para encararlo y deshacer el trato al precio que fuera.

- Melita ? preguntó - ¿Volverás a casa?

- ¿Para qué? respondió la Melita.

- ¿Me quieres decir que estás enamorada de este depravado?...

- Hermano...hermano...¿Para qué iba a estar enamorada?... -

Entonces, ¿te da lo mismo?...

La Melita hizo un mohín con sus hermosos labios...

- ¿Te quedas a almorzar, hermano?


No se quedó a almorzar. Decidió que jamás volvería a entrometerse en la vida de nadie... aunque, como la Melita estuviera en la cornisa, bordeando la prostitución... ¡Y qué...! ¡Cómo encontrar una explicación a lo inexplicable...! Por último, ella tenía razón... para qué retroceder... qué encontrar en el hogar... ¡Por la gran siete! Además, en Europa... ¡Pero qué tengo que hacer con Europa...! Buscó a Rosales que le llevó a un Bar. Se emborracharon mientras le contaba lo ocurrido. Rosales le dijo... No te pongas a llorar, huevón... y empezaron a cantar, como heraldos enloquecidos, la Marsellesa...


(La Leyenda - 3 -)


El llamado de Rosales , a las once de la noche, no es cómodo cuando las calles están siendo patrulladas por los temibles lanceros del Presidente. En las noches con toque de queda , cualquier transeúnte es víctima del galope a todo dar y su cuerpo queda ensartado y agónico. Antes de morir alcanza a escuchar las risotadas de los otros jinetes. Y la pregunta del lancero: ¿Quién "erai"? Lucas pone sus credenciales de periodista en todas partes y camina, sereno, pegado a las paredes. Logra llegar a la casa de su maestro.

Rosales ha estado bebiendo. Su voz es opaca, casi asfixiada. Se trata de la Ana, Luquita... Se me murió... Me dejó un papel... Una sola frase, Luquita... una sola... "Me cagaste la vida, papá"... La llevé a la Posta, pero ya no había caso... Llegó para morirse... Cincuenta pastillas con el aguardiente envejecido... No pude mirarme en sus ojitos negros... ya se había ido... La hicieron vomitar... Era como anilina brotando de sus labios... El médico intentó un lavado por el ano... Pero no había nada... Y es verdad, Luquita... Le cagué la vida... ¡Mierda!... Lo hice... ¿Te acuerdas de las fiebres, hace tres años?... Ella tenía catorce... La enfermera me enseñó a darle un baño seco... con toallas apenas húmedas... Su cuerpo, Luquita, empezaba a nacer... Y... ¡Mierda!... la toqué... y la toqué... Y eran capullos frescos, como frutas... y seguí tocando, Luquita... ¡Ah... Dios...! Esa noche... en medio de su fiebre la Anita me llamó y me dijo que no quería verme sufrir... y abrió su cama... y abrió su pequeño cuerpo... Reverberaban sus ojos... de sus cabellos emanaba fuego... Después... cuando sanó... ¡Mierda!... lo seguí haciendo, Luquita, hasta ahora que me pidió terminarlo... porque había aparecido un muchacho recién promovido a sargento y quería matrimonio... Y empecé a emborracharme porque nunca supe otra forma de enfrentar mis miedos ni mis pecados... Y la Anita se mató, Luquita porque le cagué su vida y ni aunque rallara en carne viva uno a uno mis órganos podría pagar, Luquita... Lucas le acompañó hasta la salida del sol. A esa hora Rosales se durmió.

Aquella mañana un hombre de ojos enloquecidos enfrentó a una patrulla de lanceros. Alcanzó a hacer tres disparos antes de ser ensartado por tres lanceros. La pistola era un juguete inofensivo. El hombre, un periodista de apellido Rosales.

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