jueves, 18 de junio de 2009

CUANDO LAS GOLONDRINAS SE VAN

PRELUDIO


Aparecían después de la última lluvia de agosto desde las pendientes cordilleranas. Diez o doce cuerpecillos de alas negras volando entre los alares de las casas del barrio. Entonces la abuela nos decía que empezaba la primavera. Pero, junto con mis primos crecimos. Nos hicimos adultos. Y las golondrinas desaparecieron. Nunca comprendí si la causa fue nuestro crecimiento o si el barrio enfermó de modernidad.

Pero la modernidad no me preocupa. Andrea falleció esta mañana. Su cuerpo reposa en el salón de la vetusta casa. Veo su rostro cerúleo, afilado. Vuelvo a admirar el dibujo perfecto de su nariz y de sus labios que tanta veces besé envolviéndome en un deseo que jamás concluía. En mi mente se desata, vertiginoso, imparable, el juego. Busco palabras asociadas a la muerte, al miedo, a la soledad. Vagas sonrisas nacen entre mis labios. Son pensamientos morbosos, inapropiados. No los puedo contener. Ni quiero. Aparecen. Revolotean dentro de mi conciencia y explotan en imágenes. En recuerdos. En algún momento siento que son ellos los que provocan el dolor.

Llegó mi padre y su amigo de siempre, el Caña. Nunca supe su nombre. Sólo era el Caña, su compañero de tomateras. Mi madre le odiaba. Decía que era un bribòn, el culpable de las borracheras, de la completa e indecente irresponsabilidad de mi viejo. Me producía risa su nariz, una especie de porrón deforme, hinchado y plagado de antiguas cicatrices redondas. Estuvo mirándola largos minutos, mientras el Caña le tomaba del brazo. Se que más tarde, cuando se aparten de las botellas de vino, mi padre se acercará y me abrazará. No dirá nada. Nunca fue bueno para hablar. Pero un apretón de sus manos, una mirada de sus ojos negros, una sonrisa, serán suficiente. No siento extrañeza. Ni me importa. Mi padre murió hace veinte largos años. Se apagó en el hospital de San José, donde iban a parar los tuberculosos terminales. Dos días antes de perder la conciencia me tomó las manos y me dijo. “Haz con tu vida lo que debas hacer”. “No dejes que te impongan nada”. “…A esos pantalones grises le viene una chaqueta azul…” Creo que fue la conversación más larga que tuvimos. Agregó que estaba muy cansado y cerró los ojos. Entonces, ¿Qué diablos está haciendo aquí? Se aproximaron. Ambos traen sendos vasos de vino. El viejo intenta una leve sonrisa debajo de sus bigotes negros. “Te ves bien”, me dijo. Le respondí que es absolutamente extemporánea su presencia en el velorio. “Estás muerto”, le recordé. Volvió a sonreír. “Este es un buen vino, espeso, reconfortante”, comentó. Luego me apretó el brazo y dijo: “Vámonos, Caña. Ya es la hora”.



EL FRIO TIENE SABOR ELEGIACO


“Porque mejores son tus amores que el vino…”
(“Cantar de los Cantares”)




Estuvimos juntos once años. Éramos muy jóvenes cuando nos amamos la primera vez. En esos minutos sentí que era para toda la vida. Fue… una experiencia… inenarrable; nunca imaginé algo semejante. Hace unos meses empezaron los dolores de cabeza y los exámenes médicos. Ayer, su cabeza estalló. Su última mirada fue una advertencia llena de significados que, alguna vez, podré descifrar. Un poco de sangre en sus párpados. Un suave hilillo rojo brotando de sus narices y la nada en sus labios, en sus ojos, en sus manos. El doctor Salvatti me dijo:

- En una clínica se pudo salvar.

¡Como si no lo supieras…! Con mi salario apenas alcanza para comer… Y para ir, una vez a la semana al cine. La última vez, repetimos el gozo del “Volver” de Almodóvar. Y nuevamente comentamos la belleza de la fotografía. La intensidad de los rojos explotando en cada rincón de la pantalla en todas las escenas. La actuación increíble de Penélope Cruz… su interpretación del viejo tango de Gardel, impresionante, bella, pura sensualidad…y recuerdos… “…Con la frente marchita… las nieves del tiempo…” Y caminamos de regreso a casa entre comentarios, risas y mi voz, desafinada, susurrando “…Tengo miedo del encuentro con el pasado que vuelve…”

A Salvatti lo conocimos en los días difíciles de la dictadura. Era joven y atendía domicilios para complementar sus ingresos. Vino por el dolor de mis úlceras. Me examinó y me inyectó calmantes. Luego escribió una receta y de pronto se acercó a mi librero.

- Oye… ¡Tienes las obras completas de Proust…!

- Nunca lo he podido leer – confesé – Me es imposible soportarlo… ¡Lo detesto! ¡Maricòn absurdo! – Agregué – Ese Swan demorándose veinte páginas en abrir una ventana… ¡Carajo! ¡Llévatelo… en tus manos tendrá mejor destino!

Salvatti egresó de Medicina el año del Golpe. Fue detenido y torturado por pertenecer al MIR. Unas semanas más tarde le dejaron en libertad. No era importante ni tenía información. Sólo era un universitario despistado, enfermo de intolerancia a la autoridad. Le permitieron ejercer su profesión, pero le prohibieron entrar a un hospital. Quedó condenado a ser generalista, médico de las familias del vecindario. Una tarde me confesó que esa fue la peor tortura.

Después, la costumbre… Y el negocio. Le fue bien a Salvatti. Ahora lo veo inclinado sobre la urna. Es que Andrea fue más que una paciente. Terminaron cultivando una amistad que me enfurecía. Vi los recuerdos agolpados en los ojos del doctor. Y una molesta humedad que limpió con un gesto brusco de su mano.


Cada vez que podíamos comprábamos gladiolos y rosas rojas. Eran días de alegría. Andrea amaba las flores. Las ponía en vasos de cristal y en los rincones brotaban aromas dulces. Y belleza. Pero hoy sus colores y sus perfumes me chocan como bofetadas. Los paquetes de flores y las coronas que rodean la urna tienen un olor espeso. Apestan. Ponen en mi garganta la apretura desesperada de la náusea. Felizmente, pienso, Andrea no lo experimenta. Ella está al margen de esta experiencia caótica, innoble, abrumadora.

Hay, una corona en forma de cruz hecha con claveles rojos. La tarjeta dice: “Gracias. Salvaste mi vida. El Jota”. Lo busco entre la gente, pero no está. ¡Cresta… Qué días…! ¡El Jota…! Lo conocimos en una reunión clandestina. “Aquí no entran huevones cobardes”, decía. Representaba unos veinticinco años detrás de su desordenada barba. Y siempre al hablar, se las arreglaba para afirmar “La dictadura se termina a balazos, compañero… O con cualquier cosa que se parezca a los balazos”. Aquella noche de junio hubo protestas. Al atardecer, en todas las casas del barrio sonaron las cacerolas. Un concierto infernal. La gente cantaba: “Y va a caer y va a caer…” Luego aparecieron, en las esquinas, las barricadas y las luces mortecinas de las fogatas alimentadas con neumáticos. A las dos de la mañana golpearon mi ventana. Era el Jota. Pálido. Desfalleciente.

- Compañero, estoy herido – murmuró –

Lo ayudé a entrar y lo recosté sobre el sofá. La sangre empezaba en el hombro y bajaba a la cintura.

- Necesitas un médico – dije –

- No, compañero… así no más.

- ¡Cállate, mierda…! Que la gente de la casa no te sienta.

Llamé a Salvatti. Diez minutos más tarde lo auscultaba.

- ¡Con un demonio! Son dos balas en el hombro, cerca del hueso.


Improvisamos sobre la mesa. Salvatti tomó sus herramientas y abrió las carnes. Sacó los dos plomos oscuros. Detuvo la hemorragia, suturó y aplicó un vendaje. Inyectó antibióticos.

- Necesita reposo absoluto – dijo – Habrá un poco de fiebre. Procura que nadie se entere.

Pregunté por sus honorarios. “A un combatiente no se le cobra”, dijo. Pero en la puerta de la casa, al darme la mano, susurró:

- No vuelvas a llamarme por algo semejante… Es que… no podría soportar… otra vez… la prisión… ni la tortura… compréndeme, por favor…

El Jota estuvo cinco días con nosotros. Logró mantener un silencio total. Le comentamos de los hermanos de Andrea; si supieran que estaba en nuestras habitaciones nos llevaban a todos. Se fue silenciosamente un atardecer, después de besar las manos de Andrea.

No lo volvimos a ver.

Las señoras, negros rigurosos, desgranan un rosario interminable, como tu noche, Andrea. “En el nombre del Padre…” No soporto las letanías. Iré al patio, a fumar. Dejaré que la lluvia y el frío me penetren ¡…Qué hacer para darte un poco de calor…!

Tus padres insistieron en que viviéramos en la casa familiar. Tuvimos dos habitaciones. Y no me importó. Me bastaba con ver la alegría aleteando en tu mirada. Yo trabajaba y tú compartías con las mujeres de la familia. Repasaban una a una la historia de los parientes. Desmenuzaban nuestras acciones y reían. Era un divertido e implacable matriarcado. La casa era un legado que recibió tu padre y me contabas de un pasado muy oscuro de uno de los abuelos y de un incendio que destruyó un cerro, en Valparaíso. Nunca lo entendí bien. “Son solo fantasmas”, me decías.

Los problemas fueron tus dos hermanos. Francisco era detective y Tomás, capitán de carabineros. Ambos encerrados mesiànicamente en la verdad de la dictadura, en el futuro que daría la dictadura a toda la población. Un domingo, al almuerzo, Tomás recomendó, mirándome, que nadie hiciera comentarios contrarios al gobierno militar. En la noche, casi dormidos, empezaste a reír. Y me abrazaste.

- Este Tomás – dijiste – Cada día más huevón. Parece que estuviera loco y enfermo de poder. Cree que no va a prohibir pensar.

Las risas se transformaron en caricias y en amor. Los minutos de los cuerpos entrelazados continuaban teniendo la misma magia de la primera vez. Y no había dictadura que lo impidiera. Eramos libres.

Los Ave María y los Padrenuestro tienen algo sórdido, teatral. Un escenario inmenso y oscuro, noctambular, de donde nace el coro de las viejas palabras que brotan uniformes de las bocas obscenas de las tías y las cuñadas.

Prometimos que no lloraríamos, Andrea. Me dijiste “Si me voy primero debes continuar viviendo… Debes esperar que lleguen las golondrinas… Debes realizar nuestros sueños…” No estoy llorando, Andrea. La humedad de mi rostro es solamente lluvia. Solamente lluvia. Solamente lluvia. No dejo de pensar. Quedan tantas interrogantes sin respuesta. ¿Qué haré con el resto de mis días? Queríamos envejecer juntos. Que nuestras cabezas blanquearan al mismo tiempo. Reírnos cuando empezaran los dolores de huesos y el andar lento. Los años, vacíos de actos heroicos, serían el espacio para apagarnos lentamente, como los últimos segundos del crepúsculo. Queríamos morir tomados de la mano, al mismo tiempo, en el mismo día. Pero decidiste irte ahora, cuando falta tanto tiempo para el ocaso. ¿Qué haré con el resto de mis días?

Mi soledad es como una llaga que sólo podría cicatrizar con tus besos. Pero estás tan lejana. No escuchas mi palabra. ¡Andrea! (… santificado sea… misterio doloroso…) Andrea… Te vestí con tu traje rojo. Ese escotado que compraste sonriendo. Me preguntaste si era de mi agrado. Te dije que te veías hermosa y provocadora. Entre risas comentaste que Tomás se quedaría en silencio, con un ataque de rabia… Dirá que es un vestido comunista. Tu vestido rojo. Tu piel pálida y helada. Todo es tan lejano. Tan ajeno… (Santa María, madre….) ¡Cómo te extraño…!


Es que no comprendo. Vino el cura por los responsos. Mi suegra me conminó a estar ahí, a seguir los rezos, a mostrar devoción, aunque sea por una vez. ¿Para qué decirle que Andrea no está dentro de esa caja? Hay únicamente un cuerpo inanimado. No voy a encontrar sus gestos de niña, ni su sonrisa, ni sus ojos anunciando picardías. El sacerdote habla de su infancia, como si la hubiera conocido. Qué ganas de gritarle: ¡Mentiroso! ¡Estás inventando. Ella no era así… Haces caricaturas de una vida sagrada! Compré la urna en el Hogar de Cristo; son las más baratas. Madera sin nobleza. Se pudrirá pronto. Y tu cuerpo, Andrea, quedará expuesto a la tierra hambrienta. Comprometí pagos por diez meses. No sé si terminará la cesantía. No sé como lo enfrentaré. Es que el cura nunca la conoció. Mañana habrá olvidado estas palabras fúnebres y estará dispuesto para el próximo cadáver. Asperja agua bendita sobre la caja. Vuelvo a pensar en lo absurdo, inútil e incomprensible de los gestos vacíos de significación… El que el agua sea bendita ya es un problema insoluble. Hay que aceptar que en algún instante se produce una modificación mágica. El agua que es simplemente agua, se transforma en objeto bendecido… si las manos que la consagran fueran benditas… pero las manos de este cura… me llenan de sospechas… Solo es un hombre. Que está haciendo esfuerzos para no mirar las piernas y los pechos de mi cuñada. ¿Cómo podría llegar esa bendición a Andrea si el agua solo toca la madera? ¿Si el espíritu de Andrea no habita su cuerpo muerto? Jamás lo comprenderé. “Es el misterio”, me dijo un amigo, “No busques razones. Sólo acéptalo… Y cree… Es el espíritu universal que llega a las manos, a la voz, de los hombres consagrados” Palabras que nada me dicen. Andrea sonreía y me decía que las puertas del paraíso estarían cerradas para mí. “Te quedarás afuera, esperando que cruce para verme” “Por tu culpa estaremos separados”. Le prometí que trataría. La acompañé a sus misas. Y sentía el calor de su ternura cuando regresábamos a casa y se refugiaba entre mis brazos y preguntaba mimosa: “¿Y ahora crees, aunque sea un poquito?” El cura ha terminado. La familia y los amigos se retiran. Mañana la llevaremos a su última misa. Me dicen que vaya a dormir. Pero no lo haré. Es la noche, terrible, interminable. Siento el paladar reseco y amargo. El silencio, La quietud de Andrea. Estaré contigo hasta el último segundo.


La misa termina.

Los rostros de nuestras madres están anegados. Es otra vez la lluvia, igual que hace diez años, cuando el juez civil nos casaba. Los cielos lloraban unas lluvias insensatas que ponían miedo en la ciudad. Las calles, anegadas; había barrios asediados por el lodo y el frío. También en los ojos atormentados de nuestras madres, de tus tías y de tus hermanas habían nacido lluvias torrenciales. Y oscuros rumores. “¿Se volvió loca esta niñita?” “¡Casarse tan joven…! Si es una criatura…” “¡Y miren a este patán…! ¡Qué facha, Señor…! ¡Qué sabe de mantener un hogar!” “¡Al cabo de unos meses estarán separados… Esto es pura calentura!”. Y la pena oscura en el rostro de mi vieja… (“También tú me abandonas…”)

Pero esa noche no hubo recriminaciones, ni llantos. Dimos tibieza a la habitación que se iluminó con tus ojos. Era un universo pequeño y nuestro.

Era la fiesta de cumpleaños de un amigo. Ahí estabas, Andrea. Tu cuerpo adolescente era para enloquecer a cualquiera. Bailamos boleros y cumbias. Quedamos de vernos. Entonces caminábamos las calles bajo los tilos maduros, interminable avenida de belleza y complicidad. A veces había unas monedas y alargábamos el tiempo con un café y un trozo de torta. Me contabas de los comentarios de tus tías y reíamos. Y yo desnudaba mis sueños pequeños y sin pretensiones. Algún día ganaré lo suficiente y te llevaré a mi mundo, más allá de las últimas montañas. Nos tomábamos las manos. Las golondrinas nos invitaban. ¡Vengan! ¡Vuelen con nosotras! ¡Dibujemos con nuestras alas entre los verdes tilos de agosto! Tus ojos, inundados de alegría, decían que si, que lo hiciéramos. “Niña, no somos golondrinas” y lanzaste una carcajada. Tu voz se transformó en murmullo, casi un trino: “Yo si… soy una golondrina… y quiero volar contigo…” En silencio me hundía en tu mirada… “Cómo hacerlo”, pensaba.

Una tarde nos besamos. Apretada a mi pecho susurraste: “Ya lo verás… cuando vivamos juntos, volaremos… Las golondrinas serán nuestras compañeras… Estarán siempre con nosotros…” Sentí el impacto del despertar hundiéndome en una tristeza nueva. No, Andrea. No es posible. Ni siquiera pude terminar el liceo. Solo soy un obrero y gano una miseria; todo se lo entrego a mi vieja… No podría… ¿Cómo ofrecerte lo que no puedo dar? No permitamos que este cariño aumente. Deja que me aleje de ti, por favor, niña golondrina. Lo pensaste muchos minutos. Luego tocaste mis labios con los tuyos. Y te despediste. Para siempre. Advertí que en tus labios campeaba una inquietante sonrisa.

Dos días después llegaste a mi casa. Mi madre anda con sus hermanas, dije. “Entonces, ven conmigo. Quiero decirte algo importante” Nos sentamos sobre mi cama. Tus manos guiaron a las mías. Me llevaste por todos los rincones de tu arquitectura mágica. Ya no había posibilidad alguna de retroceder. Tenía tus pechos desnudos entre mis dedos. Y me besabas. En tus labios había otro sabor; no eran besos de niña enamorada. Empapabas mi boca con la pasión de la mujer que quiere alcanzar los últimos confines del deseo. Tu vientre desnudo vibraba levemente. Tu desnudez era impresionante. Susurraste: “No lo he hecho nunca” Y entonces, lentamente, con extrema suavidad, con gestos y caricias delicadas terminé con tu adolescencia virginal. Tenías los ojos entrecerrados y sonreías. Tu cuerpo me transmitía ternura. E imaginé que estábamos en el borde de un riachuelo y que nuestra desnudez se hundía en el éxtasis.

“Ahora no podemos negarnos”, dijiste. Y respondí que quería estar contigo para toda la vida. Solo te puedo dar lo que soy, dije. ¡Pero qué diablos soy! ¡Apenas un cuerpo que vive y una cabeza que piensa el día entero! ¡No tengo futuros! ¡No uses esas palabras feas!”, me reprochaste. Y te di esto que soy durante once años, Andrea. He sido tuyo cada día, cada instante, en cada pensamiento, en cada sueño, aunque nunca nos atreviéramos a subir al tejado para lanzarnos al vacío y volar, como dos pequeñas e inútiles golondrinas.

Once años. Tan breves como el inicio de la primavera. Como el vuelo de las mariposas cuando hurguetean entre los pétalos de las prímulas. Once años que terminan aquí, con tu cuerpo dentro del carro funerario para empezar la lenta caminata que te llevará a la tierra húmeda, inhóspita, alimentada de soledades.

Los pasos que conducen a la fosa. Mi madre susurra:

- ¿Qué harás ahora, niño mío?

Le digo que volveremos a vivir juntos. No habrá más abandono. Es pequeña, esmirriada, va envuelta en su viejo abrigo negro. Me dice que no podremos hacerlo…

- ¿Olvidas que ya me viniste a dejar… hace tanto tiempo…?

¡Claro! ¡Es verdad!

- Entonces, madre… También… estás muerta… Igual que papá… Igual que mi Andrea…

- ¿Andrea…? ¿Qué Andrea…? Estás solo, hijo mío…

En ese instante se acerca el Caña con mi padre. Me toman del brazo. Visten hermosos trajes negros y camisa blanca.

- Calma, muchacho - Dice el Caña – Con tu viejo hemos pensado en lo que te hace falta…

- No estoy convencido – dice mi padre – Pero nada pierdes si lo intentas.

- Dime, Caña…

- ¡Emborráchate…! Llena de ron un vaso grande hasta los bordes y deja caer un sorbo de coca cola . Bébelo lentamente y deja que el alcohol te derrote…

- Insisto – dice mi padre – que sea con vino tinto.

- ¡No, Migua…! El vino es para nosotros; pero este chiquillo es nuevo. Es de la generación de los tragos fuertes…

- Nunca fui bebedor…

- Es hora que empieces, muchacho…

- Oye – digo – Mi madre anda por ahí… ¿La viste?

- Tu madre es un fantasma… ¿Para qué juntarme con otro fantasma?

También ha venido el Jota. Le agradezco su cruz de claveles rojos. Me mira sorprendido. Me dice que nunca envió una cruz.

- Había una tarjeta. Agradecías a Andrea que salvara tu vida…

- No sé de qué me hablas…

- Andrea… los cinco días que estuviste oculto en nuestras habitaciones… Andrea te cambiaba los vendajes y curaba tu herida…

- Nada de eso ocurrió, compañero. ¿Te acuerdas de esa protesta de junio…? En la noche entraron los carabineros a la pobla… Nos gritaron que entráramos a las casas… que termináramos con el desorden… Uno de los pacos disparó… al aire… supongo… Pero le respondimos… Yo descargué mi automática y le di a un oficial… el huevòn quedó tendido en medio de su sangre… ¡Y, nada! Me persiguieron con saña… Me dieron de patadas en el suelo… me rompieron los huesos… no sé cuantos balazos me metieron en el cuerpo… Eso fue todo, compañero…





- Pero… Salvatti… Andrea…

- No sé de que me hablas, compañero…

“No sé de qué me hablas compañero!” ¡Mierda! ¡De mi vida! De lo que ocurrió en estos últimos once años. De Andrea. Algo reventó dentro de su cabeza y me ha dejado en medio de una soledad intolerable. Veo de reojo que esto no es el cementerio. Es un jardín. Es un enorme espacio verde; al fondo hay árboles… Tilos, sicomoros, dos o tres araucarias… Me siento sobre un escaño de madera y aprieto mi cabeza entre las manos. No entiendo nada. Una voz explica, a un desconocido, que me niego a tomar las cuarenta píldoras del día y que tendrán que inyectarme. Es que son amargas como hiel, se pegan en el paladar. Me dan náusea.

- Ha estado alucinando – continúa –

- ¿Algún tema en especial, doctor?

- Incoherencias. Nada significativo. Tú sabes como se presentan estos episodios. Repite muchas veces un nombre, Andrea. Y luego reitera que tiene que subir a los techos para volar con las golondrinas. Las golondrinas le esperan.

- Parece que fueran indicadores de suicidio… ¿Lo crees así?

- No sé… talvez…

¡No, señor! Seas quien seas. Las golondrinas nunca esperan… a nada… a nadie… ¡Oh… debo escribir una carta…!

- Jota, ¿Puedes tomar el dictado? Escribe: “Señora Gabriela Mistral. Se que le parecerá extraño leer estas letras, pero debo confesarle que de tanto leer su poesía he terminado amándola. La próxima vez que viaje iré a su hogar y le rogaré que me acepte. Suyo, hasta la eternidad” y firma Oreille Antoine, rey de la Araucanía.

- ¡Me estás jodiendo…!

- ¡No! ¡No…! Necesito otra en forma urgente… Escribe… “Señor Presidente: Usted aún no lo sabe, pero los extraterrestres están por llegar. Piensan destruir todas las ciudades grandes. Solamente yo sé como se les puede detener. Llámeme antes de que sea tarde”. Firma: El Mariscal Von Bismark.

- ¡Cresta…!

- ¡Maldición, Jota! ¿Es que no puedes hacer un esfuerzo y comprender? ¿No te das cuenta que se acabó el tiempo? ¡Mierda! ¡No hay más tiempo! ¡Y prometí a Andrea que no lloraría! ¡Todos me dicen que Andrea nunca estuvo conmigo! ¡Por qué mienten! ¡Todo esto es una mentira salvaje e inútil! Agosto se termina… Las golondrinas con sus alas negras y brillantes se van… y no volverán… Entonces… sin ellas… se dejarán caer los inviernos y las soledades y el silencio… Jota… ¡Por piedad! ¡La nada está estallando dentro de mis sienes! ¡Y… aún no he aprendido a volar…!