viernes, 11 de julio de 2008

ARREANDO LA HORA DE SIENTA

El cuchillo, ancha hoja de luz, no tembló en mi mano. Trinaba de miedo, de espanto, de rabia incontenible. Lo hundí en la mitad del pecho, señor juez. Mi mano, la de un cirujano experto en la búsqueda del mal, señor cura. Creí que ahí terminaba todo. Su cuerpo hacía ridículos movimientos y, al verla, sentí intolerables ganas de reír. Es que había sido tan segura, siempre. Ella, que caminaba por la vida con la frente altiva y golpeando duros los tacones contra el piso, ahora hacía gestos de marioneta. Algo de sangre, babeante, fluía de su boca, transformada en alcuza. No podía hablar, pero ya no tenía importancia aunque sus ojos me dijeran que me había equivocado, que otra vez, el error empañaba mi visión de todas las cosas. Que el mundo no era como yo lo ensoñaba. Y no tengo de qué arrepentirme. Cuando vi su pecho abierto, todavía palpitando y sus ojos que se apagaban en cada estertor, comprendí que también se había acabado para mi. Y todo estaba sereno y calmo. Todas las armonías recuperadas. Y no sé por qué me piden que lo medite y que por lo menos diga que lo siento, que fue un momento de locura, de irracionalidad. Pero no. Simplemente ocurrió. Le dije que eran las tres de la madrugada. Ella sonrió y me respondió: "Sí... Y vienen las cuatro" Ella sabía lo que estaba haciendo y yo también. Tomé el cuchillo e hice lo que tantas veces en mi imaginación había soñado. ¿Qué fue un rapto de locura? ¿Por qué habría de ser locura?... Si es lo único racional que he hecho en los últimos siete años. Que te tienes que defender de alguna manera. ¿De qué? ¿Para qué, señor abogado? Que entonces la sociedad se vengará y seré consignado a la peor de las penas. Pero si no he hecho nada a la sociedad, señor Juez. Sólo enterré el cuchillo en la mitad del pecho y saqué su maldito corazón a la intemperie. La sangre sale de su cuerpo como canto prístino. Y en mi, no queda canción alguna para ponerla entre mis labios. Sólo era un problema entre ella y yo, señor Juez; sólo conjugábamos la palabra amor de modo distinto. Ella ya no está señor cura. Se acabaron los pecados. Que cada cual haga lo que debe hacer, señor abogado... Es hora de mi siesta...

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