domingo, 3 de octubre de 2010

FRUTAS PROHIBIDAS

A los dieciocho años fui, convaleciente, al campo de la tía Eduvigis.
La tía era, todavía, joven, guardaba restos de una juventud hermosa. Manejaba con mano dura los trabajos, pero era justa con los salarios y, en la casa, extrañamente tierna. Su marido murió en una riña en el bar del pueblo. Era una pelea justa, a puñetazos, pero el afuerino sacó un cuchillo y lo enterró en su garganta. Eduvigis enterró al esposo. Sin lágrimas. Sin escándalos. A su mejor amiga, le dijo: "Algún día volverá ese desgraciado... Lo esperaré...Lo mataré."

Me escudriñó por unos instantes. Luego dijo:

- Pareces un tipo bueno. ¿Mi hermana me dice que estudias?

- Bioingeniería - respondí – No lo entendió. Gasté parte de la mañana en explicar mi carrera y su uso social. Cuando quedó satisfecha, me dijo, con voz de falsete:

- Todo lo que ves, de cordillera a mar, me pertenece. Puedes tomar lo que quieras. La huerta está llena de delicias. Y los frutales están madurando... Te asignaré un buen caballo de montura suave para cuando quieras ir al campo. Puedes llegar a los confines. En fin, haz lo que quieras como si fueras uno de los patrones. Pero hay tres prohibiciones. La primera, ese naranjo de tronco pintado de blanco, ¿Lo ves...? Sus frutas son mías. Las tengo contadas Hoy tiene treinta y cuatro naranjas... Solamente yo las como… ¡Y no preguntes por qué! Lo segundo, no te acerques a la jaula del colocolo...


Es una broma de la naturaleza. Tiene cuerpo de lagarto, patas de gallo y cabeza de perro. Cuando está de mal humor se escapa y mata cabras y ovejas. Les bebe la sangre... las deja secas y vacías – Hizo un largo silencio. Luego agregó - Es un buen compañero… en las noches de tristeza y soledad…

- ¿Y la tercera?

- Mi hijita, la Galita, puedes conversar con ella. Pueden pasear por el parque... ¡Pero no te atrevas a tocarla!


Acepté las condiciones de la tía. Pero las naranjas eran francamente embriagadoras y me despertaban una gula irresistible. Empecé a imaginar qué hacer para comerlas. En la tarde conocí a mi prima Gala. Tenía mi edad. Y era hermosa más allá de cualquier sueño. ¡Rediablos! Me costaría cumplir con esta prohibición. Observé sus labios sensuales, intocados. Intuí que anhelaban caricias. Me convencí que tenían que ser mis besos punzantes los que rompieran su hambre de sensualidad. En cuanto al colocolo... No me importaba... ¡Que el diablo se lo lleve!

Gala me llevó a conocer al monstruo. Más que miedo me produjo risa. Desproporcionado. Su estatura era considerable, tenía un tremendo hocico babeante. Y unos colmillos inmensos, pero apenas caminaba sobre sus cuatro patas de gallo. En ellas había espolones inmensos y fuertes. Al verme gruñó. Se me heló la piel.

- Está en un mal día - me dijo Gala - No te acerques. Te puede morder... La gente lo llama chupacabras.

El monstruo me miró con sus ojos enrojecidos. Erizó su pelambrera y gruñó, rabioso. Gala le habló, suavemente, y el colocolo se tranquilizó. Quedaba claro que entre la bestia y yo no habría paz.



Tuvimos varios días de feroz ventolera. La tierra era como granos de cenizas locas. Los soberbios cipreses crujían y doblaban sus ramas. El viento ululaba. En las noches cantaba cantos de muerte.

Bajé a la huerta después del almuerzo, en el segundo día. La tía Eduvigis dormía su siesta. Tomé el tronco blanco con mis dos manos y lo zamarreé, apoyando al viento. Cayeron seis naranjas apetitosas, seductoras. Hice lo mismo con los manzanos y con los perales, para que no se notara. Guardé dos de las frutas, rojas como el fuego. Cuando la tía despertó le comuniqué el desastre. Fue a la huerta y rompió en maldiciones en contra de la naturaleza, del viento, de las naranjas incapaces de sostenerse. Tomó con delicadeza las cuatro frutas y las llevó a su cuarto.

En la tarde estuve con Gala, a las orillas del estero y, sonriendo, le dije “Tengo un regalo”. Le alcancé una de las naranjas. Enrojeció de placer. Ni siquiera preguntó cómo lo hice. Las comimos lentamente, gozando cada trozo de esas delicias del paraíso. “Eres el único que lo ha logrado”, dijo mimosa. Los últimos rayos del sol, chorros de luz, hacían de su rostro, de sus ojos, un festival de incitaciones. Le dije que estaba bellísima. “Recuerda que soy tabú”, musitó coqueta. Le respondí que la primera prohibición estaba vencida. Que la segunda puede deshacerse como pompa de jabón. Susurré una vieja canción de amor. Le dije “Tu soledad es triste. No entiendo que puedas vivir rechazando el amor.” Rió con ganas. Pero se puso seria.

- Estoy muy triste. Anoche huyó el colocolo. Seguramente anda por los cerros, matando cabras. Siempre regresa a la casa, por la noche y transita por las habitaciones… A veces se acurruca a los pies de la tía; duerme hasta la madrugada. Cuando ya no quiere más sangre entra a su jaula y espera que la tía ponga candado a la reja. Si lo ves, escapa… Que no te vea. Tratará de morder tu cuello para beber tu sangre… Mi pobrecito… te quedarías como un zombi.


Bajé los ojos. Las aguas del estero bañaban nuestros pies. ¡Qué ganas de desnudarla, de entrar al agua con ella, de unir nuestras pieles, mientras el estero, goloso, nos lame. ¡Buen Dios! La estaba deseando. El deseo dolía… dolía.

- Por estar a tu lado dejaría que el colocolo me mordiera”, susurré.


Entonces puso el último gajo de naranja entre sus dientes y murmuró


- Olvídalo… Hay cosas que no entiendes, querido… Que no entenderás jamás…


En la cena la tía nos miró fijamente.

- Me tinca que me hicieron lesa – dijo - En ninguna huerta se cayeron las frutas. No quiero juzgar, pero…

- Tendrías que ser jueza, mamá - dijo dulcemente Gala –


- No soy juez, pero soy dueña de la vida - afirmó la tía Eduvigis - Si llego a pillar… a los ladrones…

- Pudo ser el colocolo - señaló Gala - Anda alzado.

La tía se quedó pensando.





*


Doña Eduvigis se peleó con medio mundo. A su viejo no lo iban a tirar como carroña inútil en el cementerio. ¡Que no, señor! El alcalde y el cura, después de los argumentos legales y de los otros, a regañadientes, se rindieron. El amaba su campo. Lo depositó en la colina de los nogales. (Es que el cementerio es frío y es anónimo. Solo brinda escalofriantes soledades y olvidos. Aquí, debajo de los nogales, mi viejo descansa. Y ríe contento. Es que conoce a las pandillas de azulados mirlos y a los zorzales que saludan a la madrugada. Parecen cantores populares, viejos troveros. Siempre conversaba con ellos y compartían misterios. Sé que les confiaba sus secretos. A su caballo cenizo le gusta pastar precisamente ahí, entre los malezales de la colina. Además, le puedo hablar y contar las cosas que van pasando… Por ejemplo, este joven sobrino de una familia tan lejana... Es interesante y buen mozo y es inteligente y universitario ¡Vaya... en estos andurriales! y lo veo como contempla a nuestra Gala... Hasta creo que miraría hacia otro lado si rompen mi pérfida prohibición... igual que hice como que no sabía cuando me robó las dos naranjas... ¡Qué diablos... fue ingenioso! Y mi Gala lo defendió... ¡Qué divertido...! ¡Culpar al pobre colocolo! ¡Qué bribones...! Si mi animalillo jamás en su vida ha probado una fruta... ¡Cómo me divierten! En los campos todo anda bien, querido. Seguimos con problemas en el estero cuando viene la crecida de invierno... pero vamos saliendo adelante... La única contrariedad es el vacío helado de nuestra cama... ¡Como me hacen falta tus manos sobre mi piel...! A veces sueño que estás a mi lado... que me acaricias… que me llevas a la explosión de los orgasmos… ¿Recuerdas? Y puedo dormir... Y siento algo parecido a la felicidad... ¡Cómo te extraño!)




*

Obviamente no me iba a quedar enjaulado. ¿Quién será el fulano este que duerme en la casa y anda el día entero detrás de la Gala? Me lo quisiera encontrar solo. Ya sabría quién soy cuando me enojo. Y ahora, si, estoy muy enojado... Y me hacen falta chorros de sangre... Unas cuantas cabras y ovejas van a pagar el pato... ¡Qué diablos! Es lo que hago siempre... Lo único molesto es que después, la doña tiene que pagar los animales muertos... Si pudiera le diría: "Doña Eduvigis, olvídelos, mándelos al carajo... Dígales que están mintiendo... ¿Acaso están seguros que fui yo? ¿No hay otro chupacabras en la región...? ¿Están seguros? ¿Lo pueden probar? ¿Ah?”
Hay una cuestión que me atormenta ¿Cómo será la sangre de un humano? La tía dice, medio en broma, que soy un accidente de la naturaleza... Y, ¡Qué diablos! ¡La quiero tanto a la vieja! Pero ese afuerino de ciudad dice que soy una aberración biológica... Y un imposible... Cómo voy a ser un imposible. Si soy real. Muy leído será el futre. Y las palabras le brotan a chorros de la boca. Pero no entiende nada de nada. La naturaleza me hizo como soy y no hay más discusión. Soy un colocolo. Ni un antropitecus, ni otra cosa extraña. Simplemente colocolo. Somos muy pocos en la historia. De mi primer antepasado el carabinero, de pelo ceniciento, dijo, y lo aprobó el juez, que era "Inamible"... inamible... que no tengo alma... Será pues... No tengo alma... pero tengo el canto diario de los pastos y de las flores y del estero que me estremecen por dentro y... tengo la belleza de la Gala... que me enloquece... Y el sinvergüenza le robó dos naranjas a la doña... y se las comieron a la orilla del estero y la Gala estaba alegre y complacida... Y se creen que la doña no lo sabe... ¿Serán? Si ella lo sabe todo... Hasta sabe lo que yo pienso... y lo que yo siento... Y me cuida... Y me dice "Colocolito... no hagai lesuras..." Y es que no hago tonteras... apenas una o dos cabras... de vez en cuando... Aunque yo quisiera... pero no importa lo que yo quisiera... Lo importante es que la doña no pase penurias... Y me dan ganas que ella supiera hablar como hablo yo... y que me entendiera... Es el tiempo en que llegan los choroyes, pájaros de mierda, ¡Pura malura! Se lo comen todo... Pero la doña no los quiere echar a balazos... Si me pudiera entender... O si... me... quisiera... comprender...


*


Tenía que llegar el día. ¿Bendición del cielo? ¿Maldición depravada, infernal?

Al almuerzo, mientras masticaba la chuleta y observaba la ruta de la última cuncuna, les comenté que tenía que regresar a casa. Estaba por comenzar el semestre. Debo preparar mi tesis de grado. Mi madre me añora... Y estoy un poco aburrido del campo... Si no fuera por Gala... Estas dos últimas ideas solo las pensé, Pero los ojos escrutadores de la tía adivinaron. Gala palideció y bajó sus ojos.

- ¿Volverás para el verano? - preguntó la doña –

- ¿Me invitarán? - retruqué –

- No necesitas invitación.


En la tarde nos fuimos al estero. Había soledad. Y un sol leve, aséptico. El agua dejaba oír su canción triste. A tres cuadras de distancia, los gansos revoloteaban y enamoraban a sus hembras. Me mostró el centro de las aguas. Un cardumen de carpas danzaba sus húmedos ritos.




- ¿Te das cuenta? - susurró - Si te amara me dejarías en soledad y olvido.

- Gala... ¿Y por qué no nos casamos...?

Su risa, otro canto desolado, unido al de las aguas.

- ¿Y para qué, loco mío?

- Para estar contigo Para llevarte donde yo vaya. Para amarte a todas las horas del día. Para darte todo lo que quieras. Para acariciarte. Para besar tus labios…

Entonces, el milagro. Se acercó a mí. Casi rozándome con su cuerpo virginal. Sus labios entreabiertos aproximándose a los míos. Sus manos, a punto de coger mis cabellos. Entrecerré mis ojos. Los pidenes entonaban un interminable concierto. El más estrafalario de los cantores llamaba a su tío Agustín. Pero, en el último instante, Gala separó su cuerpo. Maldije la prohibición de la doña. La miré anhelante. El rubor cubría su tez. Su respiración era tan rápida como los latidos de su corazón. Sus hombros temblaban suavemente. Entrecerró sus ojos cuando la abracé. La besé, mientras sentía que las puertas de la maravilla se abrían para mí. Por primera vez. Respondió a mi beso. Y gimió, en susurros apenas audibles, cuando mis manos aprisionaron sus pechos. Levanté su blusa buscando la desnudez de la piel. Pero ella se levantó y retrocedió unos pocos pasos.

- Te amo – murmuró - ¡Oh, Dios…! ¡Qué locura estamos haciendo! Corrió velozmente en dirección a la casa.




La noche. Vértigo de luna tardía. Las espirales del miedo. Aullidos lejanos. El colocolo ahíto de sangre. Ahora, repulsivamente, buscándome. Mil navajas puestas en el centro del pecho lacerado. Me levanté. Fui a su dormitorio. "Solo conversemos, le diría, del verano, cuando regrese a buscarte". Su puerta estaba entreabierta. Su cuerpo, desnudo, sobre la cama. Encima de ella, penetrándola, enfebrecido, el colocolo... Sus brazos de diosa abrazaban a la bestia… Sus caderas se movían siguiendo el ritmo bestial del engendro demoníaco… Gemidos y gruñidos de placer, confundidos, llenaban el espacio del dormitorio…

Sentí que me hundía en un odio sin límites. Una horrible sensación de asco. Sólo un pensamiento: ¡Matar! ¡Matar!

Pero no lo hice. Al día siguiente, muy temprano, me fui al pueblo y tomé el bus de vuelta a mi hogar.

Jamás regresé al campo.


martes, 28 de septiembre de 2010

DANZA DE LIBELULAS

¡Noche perra…! Luna inmensa que deja a las sombras sin perfiles. Los rieles mudos, igual que el acueducto, a punto de la curva que conduce al sur. El callejón oscuro. Por él aparecen el Rosamel y diez o doce acompañantes. Hielo luminoso hirviendo en las manos cuando los fierros dejan sus fundas. Libélulas fieras, insólitas, anunciadoras de muerte.

Es otra noche igual, insisten los recuerdos. Imágenes difusas, desesperantes. No dejan respirar.

- Es hora – susurra mi Huacho Pelao –

- Cuídese el estómago – le digo – El Rosamel lo va a buscar por endei.

Los dos hombres caminan lentamente y se sitúan frente a frente, en la mitad de los rieles. ¡Noche perra…! ¡Mierda! Algo se dicen. El Rosamel levanta la voz. Ninguno ha ofendido al otro. Aquí el único ofensor soy yo. Pero el Rosamel quiere cortar los brotes, antes de llegar a mí… Lo sé…

La luna… es inmensa, una nave de los cielos, y es blanca y es refulgente y se deja caer, líquida, sobre mi corazón angustiado.

Hace tantos años. Tenía diecisiete cuando llegué a la pobla. Mis familiares y amigos hacían burlas porque quería ir al liceo.

- La gente como nosotros no estudia – sentenció el abuelo – Somos pal trabajo o… pa la otra cuestión… pero no pa los libros… Y vos tenís que traer monedas pa la casa…

Era el sueño y eran los tiempos largos. El abuelo sonreía. Una vez me dijo “Haga lo que sea, m’ijo, pero hágalo con hombría”.

Conocí a la Maiga. Era casi de mi edad. En las tardes conversábamos. Me iba hundiendo en su olor y en la áspera ternura de su risa. Me dijo que se iba a casar con el Mauro. Pero no hice caso. El abuelo me dijo que el Mauro era malo. Pero no le hice caso. ¡Carajo! ¡Cómo pensar en otra cosa! Habían llegado las noches del amor urgente. La Maiga, desnuda, parecía bañada de luna. Sus orgasmos, su risa, iluminaban el universo.

El Mauro me esperó a la salida del callejón, donde los rieles empiezan a virar pa irse al sur. Me gritoneó. Dijo que la Maiga era su mujer. Y dijo que me mataba. Ehi mesmo, me mataba. Y sacó al aire su fierro que danzaba… igual que las libélulas de esta noche.

Mi cuchillo entró en su cuerpo y mi mano se tiñó de sangre.

Cinco años en la cana. ¡La reputa! La Maiga no esperó. Un fulano pampino se la llevó pal norte. En los cerros de La Serena había pirquenes de cobre y de oro. Y se ganaba buen billete.

Cinco años pa aprender a dejar pasar los días. ¡P’tas que es difícil abandonar los sueños viejos! ¡Tratar de inventar otros... es confuso, enredado…!

¡Cerrar los ojos y dejar de ver el rostro de la Maiga cuando, vencida, se hundía en los orgasmos! ¡Olvidar la palidez del Mauro… su mirada de incredulidad…! ¡Mierda… si el muerto tenía que ser yo…!

El acueducto se rompe. En medio de las aguas recibo las cuchilladas mientras las libélulas danzan. Pero no fue así. Nada resultó como los sueños.

Los dos hombres bailan. Mi nieto envolvió el brazo con su chaqueta y protegió su vientre. ¡Tà bien! El Rosamel también se sacó la chaqueta. Le pega al aire. La hace bailar. Le emborracha la perdiz a mi niño. Se juntan. Dan pasos rápidos patrás. Las puntas de los cuchillos relucen. Desde lejos se escuchan las respiraciones, las maldiciones, las malas palabras.

El Rosamel avanzó y tocó fondo. El quejido del Huacho Pelao. Sonó en mi alma, como campanadas de muerte. (Caballos desaforados detrás de las horas insólitas. Cascos sobre la piedra. Bufan y pisan sangre fresca) El Rosamel le dio con saña. Una vez. Otra más. Las esperanzas negadas pa siempre. ¡Noche Perra! ¡Malditas libélulas enloquecidas de espanto! ¡Maldito este llanto que no puedo detener en mi garganta!

En la casa grande tuve suerte. Conocí al Negro Zumbón. Le habían tirado una perpetua y adentro se ganó otras dos. El Negro no volvería a salir a la calle, pa saborear el gusto del adre libre. Me agarró como su ayudante. Y me enseñó. Es que los parientes del Mauro empezaron esta cuestión que no tenía pa cuando parar. Dos de sus primos se fueron pal norte y trajinaron los pueblos hasta que encontraron a la Maiga. Dicen que la dejaron mesmamente como puré. Un tiempo después, llegaron a la cana otros dos. El Negro me dijo que me alejara de ellos. Los huevones vienen por ti. Fue inevitable el encuentro en el patio. Uno de ellos me recordó al Mauro, pero el Negro le sacó la madre y estiró la mano. Alguien le alcanzó un estoque. Se abalanzó sobre los malandras y los dejó encharcados. Todo fue muy rápido. No hubo como culpar al Negro; tampoco a mí.

Las noticias desde el barrio no eran buenas. A veces atacaban los parientes del Mauro. Otras, los míos tomaban venganza. Nos inundaba, como un caudal de odio y sangre. Las dos familias no pueden vivir, decían. Estamos encadenados a la herencia de venganza dejada por el Mauro. Solamente quedará una sobre las calles de esta ciudad.

El origen de la querella se transformó en leyenda.

Los relatos recibidos por los más jóvenes eran disparatados, absurdos. Pero lo importante es que había guerra entre las familias. Y había que llevar la guerra hasta los confines de la nada, de la oscuridad, del llanto.

Salí cambiado de la cana. Empecé a aplicar lo que me enseñó el Negro. Una semilla se guarda de un año pal otro, me decía. Entonces, cuando llega el tiempo, la siembras y florece. Me transformé en jefe de mi familia. Disponíamos de una veintena de seguidores. Robábamos y la familia vivía bien. Rara vez detenían a alguno de los nuestros. Es que pensábamos cuidadosamente lo que hacíamos. Actuábamos en grupos pequeños. Después, ese grupo descansaba un par de meses. Nunca acepté que la misma persona estuviera en dos golpes consecutivos. Nunca atacamos dos veces el mismo lugar. Todo lo que conseguíamos iba al fondo común. Y éramos justos en la repartija.

Los del Mauro andaban en la mesma. Tenían una treintena de seguidores. Se fueron a los negocios duros. El narcotráfico paga más que el robo, pero, también cobra más. Al Rosamel le habían desbaratado dos veces su banda. ¡Pero aprendía… el perro maldito…!

Nos picoteaban. Un tío, hace un mes; un primo la semana pasada. Tres o cuatro violaciones… y nuestras mujeres exigían urgente venganza… ¡Corten los huevos a esos malnacidos…! Mi Huacho Pelao, hace dos noches, en medio de los rieles… y de la luna…

No nos quedábamos de brazos cruzados. Los violadores se quedaron sin sus presas. Se las cortamos y se las dimos ahí mesmo a los perros. Los vieron devorarlas antes del desmayo, de la muerte.

Uno de los hombres se acercó. Dijo que el Rosamel estaba cansado. Que ya no quería más guerra. Que todo puede arreglarse… si yo faltara el resto de la gente podría descansar, tranquila. Supe que mentía, pero era lo definitivo: El o yo. Dile al Rosamel que hablarán los cuchillos. Pero necesito unos días pa llorar a mi nieto y pa llevarlo a tierra santa.

Será con los cuchillos, confirmó el maldito. El duelo, pa tres semanas más.

Sin odio. Y sin rabia. Insistía el Negro. Los sentimientos, pa dentro. Pa cuando puedan salir. Solo observa con calma y frialdad. El Rosamel está al frente. Vino con sus hombres, igual que yo. Salieron del callejón, como agua brotada del manantial. Hicieron una medialuna a diez metros de los rieles. La noche, bien elegida; Casi no hay luz de luna. Nadie verá el burbujear de las libélulas.

- ¡Rosamel! - grité - ¡Tú yo…! ¡Vengo por mi nieto!

- ¡Y yo, por ti, viejo maldito!

Sabíamos que no era así. No era una pelea de a dos. Una treintena de guapos del Rosamel ya había sacado sus aceros. Y los mostraban haciendo gestos de pelar papas. Nos decían que estaban listos pal encuentro. Yo tenía, a mis espaldas, poco más de veinticinco gallos de pelea, esperando órdenes.

El Rosamel caminó hacia los rieles. Se situó en el centro del espacio, con sus piernas abiertas, igual que en la otra noche nefasta. Se sacó su chaqueta y la dejó caer. Mientras el cuchillo volaba de una a otra mano. Me estaba diciendo que no soy un rival preocupante. Que no duraré más que unos pocos minutos. Y que él se gozará en mi degollina, antes de dar la orden de terminar de matar. A todos. No debía quedar ni uno solo vivo. Sabíamos que después seguirían las mujeres y los niños de la familia. Era la última limpieza.

¡Maldita sea la Maiga! ¡Maldita mi calentura de joven que no tenía orgasmo que la calmara!

- Si vas a luchar – continuaba el Negro – asegúrate de ganar. Enfrenta a los malditos sin que tiemble el brazo, como si fueran peleles de trapo. Da las órdenes en el instante preciso. Cuando todo sea urgencia. No los dejes reaccionar. Tú eres el mejor… porque tú puedes y sabes pensar…

Di un par de pasos hacia los rieles. Recién entonces, desnudé mi acero. Entonces, me di vuelta y grité ¡Al suelo los cuchillos! En las manos de mis hombres surgieron las pistolas y las recortadas. Me tiré de bruces junto con la primera descarga. Las armas se quedaron sin municiones. Mis hombres se acercaron al cerro de muertos y heridos. Los repasaron.

El Mauro ya no tenía familia. Rosamel yacía partido en dos. Terminó la guerra. Mi Huacho Pelao podía descansar en paz.


Miré hacia el oscuro callejón. A contraluz pude observar las libélulas. Es insólito, pero danzaban.

domingo, 26 de septiembre de 2010

ANGEL

Su madre lo bautizó como Angel, pero en el barrio le decían el Burro Alfeñique. El apodo lo inventó la Teli. El Angel tenía unos catorce años. Se le antojó enamorarlo justo cuando el cabro andaba que cortaba las huinchas. Un atardecer se juntaron en la pieza de la Teli; la mina era sabia. Los besos y las caricias cundieron mientras lo desnudaba lentamente. La Teli no se pudo contener: “La tenís como la del burro, dijo… Pero soi tan flaco…. Como un alfeñique”. Después lo comentó con sus amigas que empezaron a mirar al Angel con ojos golosos mientras lo llamaban el Burro Alfeñique.

Tenía tres oficios: Trovero, comerciante y chorrero. Los chorreros son ladrones callejeros. Meten la mano en bolsos ajenos y arrancan a todo dar perdiéndose en las encrucijadas de la ciudad.

Le gustaba ser trovero. Lo malo es que a veces estaba la mañana entera con su guitarra y su garganta entregadas a la voracidad sin identidad de la gente que camina sin mirar y sin sentir. Y no caían monedas en su sombrero. El hambre pica. Y la vieja abuela, tejedora de toda la vida, sumergida entre sus lanas, le esperaba para comer. Entonces, si tenía algún dinero compraba golosinas y las vendía en los buses. Algo ganaba. Si todo fallaba, no le quedaba más remedio que robar. Y empezar de nuevo. Eran tardes de tristeza. La abuela nunca preguntaba de donde salían las monedas. Comía su guiso y cerraba los ojos.

Quedaba solo en medio del desorden viejo y oscuro de su habitación. Herrumbre. Soledad. Angel tomaba su guitarra y regresaba a su última canción. Era un devaneo sin término. Probaba distintas tonalidades. Intentaba hacer calzar los versos de esa estrofa infernal que le perseguía sin compasión. Tiene que haber una forma, pensaba, pa que las palabras digan lo que siento… P’tas que cuesta… Tiene que haber una forma fácil p’hacerlo…

Por esos días llegó la Vivi a la casa de al lado. Angel se sorprendió pensando en ella. En sus ojos de mirada transparente. En su cuerpo pequeño e incitante.


Inevitablemente surgió la amistad. La Vivi le ayudó con los versos. Y la última canción empezó a decantar: agua pura, fresca, cristalina, que ambos bebieron preparándose para la noche del amor realizado.

La Vivi preguntó a todos los conocidos el por qué del apodo: burro y alfeñique. “Si te acuestas con él sabrás por que le dicen burro…” le dijeron. Aquella noche lo supo. ¡Benaiga la mansa sorpresa…! Pero a la mañana siguiente, en el rostro de la muchacha había sonrisas, rubores y un sabor a felicidad interminable.


El Angel se fue a Valparaíso por un par de semanas. Le dijeron que la cosa estaba buena… para sus tres oficios. Al regreso traería dinero suficiente para hacer hogar con la Vivi. Pasaron los días y no volvió. Alguien trajo a la casa el diario de la ciudad puerto. Una nota, muy breve, daba cuenta de una pelea en la noche, a las orillas del mar. Un joven, de nombre Angel, había sido asaltado por un grupo de tres patos malos. Había huellas de lucha. Manchas de sangre que no le pertenecían. Aguantó como macho, pero le vencieron. Su cuerpo, desmadejado, sin posibilidad de retorno. Sus ojos mirando hacia las estrellas, sin poder verlas. Nadie lo reclamó. Su cuerpo, su nombre, sus canciones fueron tragados por las sombras del océano.

*

- El Angel es el pior de los chuchetas, compadre. Vea usté: En la pobla hicimos una velatón la noche que cumplió un mes de finao. Nos pusimos con velas, hasta los cabros chicos. Incluso el Macario cerró el boliche y se sumó a la gallà. La abuela dejaba qu’er gruesos lagrimones. La Vivi apareció de luto. Endei llegaron las primeras palabrotas. “¿Por qué estái de luto?”, gruñó el José que es el taita de la Vivi. “¿Si no soi consanguínea?” La esposa intervino al tiro: “¿Y qué te importa…? ¿No veí que la niña tà sufriente…?” “¡Y qué se mete usté, vieja saco’e huevas!” Los separó el paco Yébenes, que tiene uniforme de cabo, porque el José quería sacar crestaimedia a la madre y a la hija. Entre dientes gruñía “Mirequè, ahora me salen las dos putangas… ” La velatón duró toitas las horas que dura la noche montá en oscuridá y en misterio. Las viejas se repitieron el plato con los rosarios. Las avemarías se posaban, pías, en las orejas y se quedaban allí temblando agonías… que les dicen… Hasta pare’e que hubiera sido una sola, pero recontra larga. El flaco Guzmán dijo que si hubieran andao juntos, los muertos serían ellos y no el Burro. “Por algo será… yo no me separo de mi regalona” Y mostró el fierro, luminoso, con el que habría defendío al amigo de toa la vida. Todos pensábamos lo mesmo, pero mordíamos los labios. La Vivi sacó una guitarra no se dionde y empezó a canturrear. De repente dijo que era la última canción del Burro. Sacó una voz más linda que el sol. No tocaba bien, pero el entrumento fue noble y la acompañó. ¡P’tas la bruta grande! ¡Nos hizo llorar a toos…! ¡Hasta el José se corrió de lloros!

La noche se fue, así como se van toas las cosas. De a poco. La mesa se vistió de tinto pa los viejos y de ron pa los más nuevos. Y tamién hubo pitos, de la colombiana. Y tamién un poco de pasta. Pero ná que lamentar. Cuando clariò la mañana nos fuyimos cada uno pa su casa. Menos mal que toos tábamos cerca.


*

Un día el Angel volvió. Dijo que anduvo por el sure. Que le había ido la cresta de bien. Que traía faltriquera de billete grande. Invitó al José al Hoyo. Y lo palabrió que si vivían juntos se ahorraban la catervá de plata. El José lo pensó too lo se demoró en beber los dos terremotos y cuatro réplicas que puso el Angel.


Al otro día la familia de la Vivi se cambió a la casa del Angel. End’entonces viven juntos, tal que se hubieran matrimoniao.

viernes, 24 de septiembre de 2010

EL SUEÑO DE JUANJÓ

Juanjó tuvo que guardar cama. El psiquiatra habló de depresión que desemboca en intensos estados de angustia. Prescribió siete antidepresores y una cura de sueño de tres días. Le hice ver mi desacuerdo; está mal pensado, dije. Me preguntó si soy psiquiatra.


En la clínica hubo estupor mezclado con miedo. El colega psiquiatra nos alertó: “Tengan cuidado con el efecto de espejo. El miedo puede llevar a todo el grupo a la misma situación que experimenta el doctor Ribero”


Sonreí y callé. La copia en espejo no es posible. Hay factores que mis colegas desconocen. El problema no es el agotamiento por exceso de trabajo. Son sus pesadillas, en las que aparecen los solenodontes. Es lo que mis colegas deben ignorar.
Hace dos semanas que el Juanjó me lo comentó. A medida que narraba, palidecía. Hubo un momento en que observé los temblores, como una sinfonía imposible de contener. Entonces, en mala hora, aconsejé una terapia psiquiátrica.

Las pequeñas bestias aparecen, intempestivamente, desde un rincón de cualquiera de los sueños. Juanjó procura huir; corre desalado, cruza el campo de trigo, entra en la cerrazón, pero es inútil. La horda le espera a la salida del callejón. Y están ahí, cuando, desesperado mira ventana abajo, con el ánimo de lanzarse al vacío. Asqueroso cuerpo de rata, en su piel, restos de la alcantarilla, una estrecha y torcida trompa y los dientes, afilados, de cobra. Los ojos rojos le miran esperando su último movimiento. Se lanzan sobre su cuerpo y muerden. Entonces, Juanjó despierta enloquecido de dolor, de desesperación, de angustia. Ahí están las huellas de las mordidas. En todo su cuerpo, pero durante unos minutos. Luego, todo regresa a la normalidad.

Se duerme.

Pero se inicia otro sueño y Juanjó sabe que en algunos de los rincones le esperan. ¡Cómo los extermino…! Dime… como acabo con ellos…

Desconozco la respuesta. Ninguno de nuestros colegas en la clínica la conoce. Sólo podríamos inventar armas pragmáticas para aplicar fuera de sus sueños. Pero no dentro. Le digo a Juanjó que no duerma tres días. Lo solenodontes lo estarían esperando y no tendría escapatoria. Estaré contigo y te protegeré cuando el sueño te venza.

No le dije que hace unas horas, cuando llegué a su casa y dormía, un solenodonte caminó sobre su rostro y me miró, con sus ojos rojos, demoníacos. Parecía decirme que soy el próximo. No sé cuántas horas podré estar sin dormir.



jueves, 11 de febrero de 2010

LA CASA


FRAGMENTOS 9 Y 10



9




La aeromoza le orientó en la ciudad. El hombre, de rostro oculto tras la barba renegrida, sonríe y murmura: “¡Por fin la he encontrado!”. Sube al taxi y ordena al conductor:

- Lléveme hacia el este; más allá de la Plaza de San Enrique. Hay una serie de callejuelas aledañas que recorreré. Le diré donde detenernos.

“Mil setecientos cuarenta.... París... Cuatrocientos años antes el mismo París perpetuo, pequeño, luminoso. Los pocos hombres dueños de la sabiduría hermética nos habíamos desparramado por las ciudades del mundo europeo. Más exactamente, la Dama del Lago nos sembró por el planeta para tener la seguridad de cumplir la misión. Construíamos mundos extensos como el firmamento. Narrábamos la historia venidera a los reyes y los llevábamos hacia el futuro. Faltaban treinta años para que se desatara la revolución... ese estúpido e inútil baño de sangre... que me alejó de mis designios... Trescientos sesenta años más dando vueltas por el mundo, nómada sin destino, sin la más mínima pista... Hasta ahora... ¡Esos tres bellacos que asesinaron a golpes al maestro y cerraron todas las puertas! ¡Dejaron a Avalon sin acceso… perdiéndose de la memoria de los pueblos! ¡No saben el error monstruoso que han cometido! Tampoco sabían los infiernos que se ganaron... La puerta cerrada es la única vía posible para reencontrar a Merlín, tapiado por ella... ¡Ah, Fatah Morgana! ¡Maldita ramera demoníaca! ¡Si hubiera sabido que finalmente nos ibas a traicionar…! ¡Cómo caí en tus redes de miradas ardientes y en tu piel de fuego! ¡Cómo mi cerebro no fue capaz de entender que tu cama, Morgana me alejaba de Merlín y retardaba en quinientos años la misión…! Pero ahora ya he vuelto a encontrar el camino. Y sé que no lo volveré a perder.”


La callejuela tiene dos o tres palacetes en la última cuadra, pegados a las laderas del cerro. El hombre baja del taxi y camina hacia el fondo.



Tras de la reja se puede apreciar un extenso parque habitado por queltehues: prados interminables, macetas de rosas, un rincón de castaños florecidos. Dos o tres espejos de aguas. El manchón oscuro de los árboles. Los primeros tienen auras que iluminan los contornos. El hombre suspira, admirado: “Esta es la casa, piensa, No hay nada dejado al azar.”


Adela sintió vibrar las campanas de plata y fue a la puerta. Vio al hombre, alto, joven, de ojos negros penetrantes. Su barba negra, muy tupida la hizo enrojecer levemente.

- ¿Si, señor?
- Je suis Michel de Notre Dame.

Su acento, marcadamente francés, hizo que las venas de Adela latieran con fuerza.

- Necesito conocer esta mansión – agregó el hombre.

Adela, muy intrigada, le permitió el paso.




*


Miguel entró al comedor. Era la hora del desayuno. El viejo nigromante deseaba tomar la taza de leche tibia y suave, acompañada de los bollos que solía cocinar Adela. Su sonrisa quedó helada. Palideció. Adela y las dos mellizas compartían su leche con una dama hermosa y pálida vestida de negro.

- ¡Fatah Morgana! – balbuceó - ¡Qué haces aquí!

Adela le miró. En su rostro había picardía.

- No te pongas gruñón – dijo – Mientras tú hablas y hablas sin hacer nada y dejas pasar los días y las semanas yo ubiqué a la Fah y la invité a pasar unos días con nosotros.
- ¿Cómo estás, viejo amigo? – saludó Morgana –

Miguel se sentó en silencio y empezó a beber su leche. Añoranzas. Tristezas. Dolor. Ira contenida.

¡Cómo puede ser de amargo un tazón de leche tibia!

Las mañanas eran portentosamente brillantes en las orillas del lago. Una cincuentena de jóvenes. Todos vestidos con breves túnicas blancas. Todos hermosos. Miguel y Merlín acompañaban siempre a la más bella, Fatah, la dama Pendragòn. La Dama del Lago no quiso intervenir. Solamente una vez les comentó que su amistad se iba a diluir como las nubes en los cielos primaverales. Ninguno de los tres lo creyó.

El tiempo huía sobre las breves olas del lago. Conocimientos. Habilidades. Visiones en torno al ser del universo… y de la oscura nada.

La magia empezaba a dominar sus cuerpos y sus mentes.

“Podéis hacer cuanto queráis”, decía la Dama del Lago. Y ellos sabían que podían. Los tiempos de la humanidad recién amanecían. Lo real y lo mítico se confundían en abrazos indestructibles. Arturo, su espada mágica, su armadura y su peto dorados, hacía nacer a Europa.

¡Un mundo bueno, humano!, soñaba el rey.


Merlín desapareció por unos días. A su regreso fue recibido con inusitado respeto. Fue al mar de los egea y luchó contra el último titán. La bestia, vencida y humillada, quedó encadenada en el fondo marino. No volvería jamás a destruir y asesinar. Con él se iba el último vestigio del dominio de los ángeles caídos. El mundo renacía virginal, dispuesto a ser modelado por la mano del hombre.

Morgana le ofreció una ofrenda especial aquella noche. Y Merlín creyó que entraba en la madurez y que era amado.

- ¿Me darás todo cuanto sabes? ¿Compartirás tu poder conmigo?
- Todo a su tiempo, mujer… Vendrá la noche en que seré tuyo por entero…

La leche de Miguel sabía a muerte.

- Pudiste ser tú – musitó la mujer –
- Lo que sea, no lo creo posible – dijo Adela y cantó – Miguel, Miguel, ¿Qué tiene Miguel…?
- Miguel está en el ágora y toma café con Platón… y pierde el tiempo, como si no existiera – agregó, cruel, Josephine -
- ¡Der Nibelungen! – Exclamó Nostradamus –

Se levantó y corrió detrás del Sombrerero que, una vez más, logró huir para perderse en el hoyo de Alicia.




10




Se sintió feliz cuando después de varios ascensos fue destinado al Ministerio del Tiempo. Era el espacio ideal para dejar atrás el quehacer burocrático y poder estudiar, por fin, los problemas que le apasionaban. Todos los procesos climáticos. Intuía que hay relaciones no descubiertas entre la continuidad del clima y la personalidad de los hombres, principalmente de los jóvenes. Era una buena hipótesis. Se lo confidenció, con entusiasmo, a su jefe, Melandro Cubillos, que dejaba pasar los días en su oficina del octavo piso.

- Si lo podemos probar estaríamos abriendo ventanas en el tiempo y en el futuro… Imagínelo, Melandro… ¡Cómo cambiaríamos la historia!
- Morales – dijo Cubillo, bostezando – No está contratado para pensar. Olvide sus tonterías… Además usted ya no es un muchacho… Y no me genere problemas…Vuelva a su oficina y agilice el trámite de los expedientes… Estamos muy atrasados.
- Señor – intentó protestar Viterbo – Soy un profesional. Un investigador… No vine al Ministerio a tramitar expedientes.
- Morales… Son los expedientes o la calle… Usted decide.

Tuvo que aceptar. Pero cinco años es demasiado tiempo. Esa mañana, a las diez y treinta, cuando sus compañeros habían bebido el primer café del día, Viterbo Morales decidió que no podía seguir muriendo en cada minuto. “Se acabó”, pensó, “El carajo me va a escuchar, aunque sea lo último que haga en el Ministerio”. “Además nadie le respeta… Es un burócrata espeso, grasiento, maldito…” “Por otra parte no nos permiten actualizarnos… Están ocurriendo cosas… y las ignoramos”. Tenía en sus manos dos portafolios repletos de papeles. Los botó, con furia, y se dirigió a la puerta de la oficina. Dorita, una de sus compañeras, horrorizada, le gritó:

- ¡Viterbo… No lo hagas…! ¡Este es un año de secano… No tendremos rosas!


De su oficina salió directo al inmenso salón cuadrangular. Adosados a los muros se encontraban los mesones de atención de público y las ventanillas de Tesorería. Una gigantesca pantalla mostraba la distribución de todos los pisos del edificio. A su lado, la inmensa esfera del antiguo reloj, un Waltham crujiente y extrañamente exacto. Muy arriba se podían apreciar los extractores del aire acondicionado y numerosas ventanillas grises por las que entraba luz de sol. En el zócalo de la izquierda estaban los tres ascensores. El salón estaba lleno de gente que caminaba de un mesón a otro en busca de información primaria o se dirigía directamente a los ascensores. Observó a una mujer joven vestida con un dos piezas de color rojo que empezaba a separarse del mesón de Partes. La falda, mínima, dejaba al descubierto sus hermosas piernas. ¡Qué linda mujer!, pensó Viterbo mientras daba los primeros pasos hacia el centro del salón.

Entonces, lo inesperado. El minutero del reloj, tomando una velocidad impropia, dio tres vueltas completas y, enseguida, se movió en dirección contraria. “Tres minutos y el regreso”, murmuró Viterbo. “El reloj se descompuso. Costará muy cara su reparación”, pensó. Pero hubo algo más.

Sabía que había dado cinco o seis pasos, pero se encontraba en su oficina y Dorita le gritaba: “¡No lo hagas, Viterbo…!” ¡Maldición, las rosas y el secano! Al salir nuevamente al salón, la mujer de rojo estaba de espaldas, terminaba su consulta y se volvía en dirección a la salida del edificio. A todas las personas les sucedía lo mismo. Acciones iniciadas que abortaban. Repeticiones. Reiteraciones. Los mismos gestos. Las mismas sonrisas. Y la gente repitiendo sus acciones sin darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. La tercera vez que salió de su oficina miró hacia las esquinas del salón. Desde los lados de los ventanucos habían aparecido los escarabajos de caparazón verde. Sucias sabandijas verdes que bajaban por las paredes. En ellas no se repetía el fenómeno. Por tanto, pronto iban a invadir todos los espacios. Tirar al suelo las carpetas llenas de expedientes. Caminar hacia el salón. La voz de Dorita. El reloj y su caminar en una y otra dirección. Cinco pasos hacia los ascensores. Las rosas ausentes. La mujer de rojo. Los escarabajos verdes. Los rostros idiotizados de las gente. Una y otra vez. Incansablemente.


- ¡Maldito seas Melandro Cubillos! ¡Si me hubieras escuchado!


Pero su voz no fue modulada. Se quedó atrapada en el fondo de su garganta mientras regresaba, una vez más, al centro de su oficina.

El cerebro de Viterbo, acostumbrado a la lectura analítica, elaboró una hipótesis. “Es el tiempo. El maldito tiempo que ha perdido su continuidad. Ha dejado de ser un sistema regular. De alguna manera hemos tropezado con un atractor. ¡Carajo! ¡El salón está fractalizado!” Los expedientes. La Dorita. La mujer de rojo. Los escarabajos verdes… “Pero soy capaz de pensar… La gente que como pantomima repite una y otra vez lo mismo… Estoy buscando causas y explicaciones… En alguna parte el fractal está fallando… Hay esperanzas”.

Esa noche el noticiario de la televisión dijo que el edificio del Ministerio del Tiempo estaba en reparaciones. Y que la gente debía hacer sus trámites en las oficinas municipales. Pero todos los días entraban al edificio diez o doce personas que eran atrapadas por el tiempo detenido.

Más allá de los últimos límites, una pequeña estrella roja termina su existencia.

La explosión que la destruye conmueve a todos los cuerpos estelares a mil años luz de distancia. En ese lugar nace un espantoso hoyo negro, voraz, hambriento de sangres estelares.

En el instante en que moría la estrella enana, el edificio fue estremecido por un temblor leve, como una ambigua ondulación del aire.

En el reloj del centro del salón se detuvo el segundero. Viterbo lo percibió. Su mirada fue a la mujer de rojo. Llegaba a la puerta en el instante en que el tiempo se repuso. Un instante después, estaba en la calle. Viterbo, sin comprender lo que ocurría, corrió a la salida, saltando obstáculos. Su cuerpo atravesó los límites del salón en el instante en que el reloj reanudaba su caos satánico. Miró hacia atrás. Toda la geografía interna del salón había variado levemente, pero el reloj estaba otra vez en su juego de avance y retroceso. El espacio volvía a ser letargo irremediable.

¡La calle! Fragante y caliginosa. Unos pasos más allá, la mujer de rojo miraba hacia todos lados, desorientada. Pudo apreciar sus trenzas. Se acercó. Le dijo:





- Me llamo Viterbo. También estaba atrapado en el salón.
- Lo sé – respondió – Soy Amelia... Encuentro que todo... está tan... cambiado.
- Ven conmigo – dijo él – Se acercaron al quiosco de la esquina. Miraron la prensa: El Mercurio, La Tercera, El Mercurio, Siete días.

Viterbo palideció. Miró en silencio a su compañera.

- ¿Te das cuenta? ... Han transcurrido cuarenta y cinco años. Y no hemos envejecido.
- ¡Cuarenta y cinco años! ¡Y no me he dado ni siquiera una ducha! ¿Qué haremos?
- No te puedo dejar sola. Mira la situación. Mi esposa, si es que vive, tiene ahora más de ochenta años. Mis dos hijos, si es que viven, son mayores que su padre. Ya hicieron su vida y su historia. En ti ocurre lo mismo. Estamos solos, irremediablemente solos. Como baúles arrumbados en un rincón del tiempo.
- ¿Como si fuéramos Adán y Eva?
- No lo somos. Creo que en esto no hay dioses ni serpientes malignas. No lo puedo explicar, pero nos han jugado una trastada miserable. ¿Qué decides? ¿Compartimos lo que nos ocurra?

Amelia entrecerró los ojos. Se acercó al hombre. Lo abrazó y musitó:

- Llévame donde quieras.





Pintura:La casa verde de Isabel Gutierrez.
(Quiero ofrecer mi gratitud a la querida amiga Isabel Gutiérrez, pintora madrileña, amante de los gatos, que me ha concedido el honor de utilizar una de sus hermosísimas telas en estos fragmentos.)

martes, 24 de noviembre de 2009

LA CASA

FRAGMENTOS 7,8


7

Adela conduce a Carlos por uno de los pasillos del segundo piso.

- Cuando estemos dentro – dice – guardarás silencio. Sólo observa. Después comentaremos.

- ¿Dónde me llevas?

- Es una puerta complicada... No sé el nombre. Nunca he comprendido lo que sucede allí dentro, pero estar allí, me entretiene. Son las cosas que son. Las cosas que no son… posibilidades… Tal vez sólo imaginerías… Renuncié a buscar explicaciones. Entro a este cuarto y me dejo llevar… Allí dentro tengo la sensación del tiempo detenido, inexistente…

La puerta cede a un leve empujón de Adela. El espacio está oscurecido, apenas se distinguen incontables formas y figuras pululantes. Se detienen en una de las esquinas.


Carlos empieza a develar los contenidos de la oscuridad. El espacio, verdadero caleidoscopio, no tiene límites. El horizonte se pierde detrás de unas breves colinas, llenas de abrojos, que enmarcan al riachuelo. El ambiente está dividido, como cortado y pegoteado para que todo quede dentro de un sistema agobiante y móvil.

Hay muchos personajes y situaciones. Lo primero que observa es a sí mismo subiendo y bajando escalas, va cubierto con la amplia capa roja de centurión romano. Lleva una espada en su mano; es un espacio sin fin, peldaños enloquecidos en busca de forma. En cada descanso hay escalas orientadas a tres o cuatro direcciones distintas. Casi todas terminan en paredes. Las otras, en nuevas escalas; o en pasillos cegados. Subir y bajar sin que sea posible entender por qué, ni para qué. Un poco más allá el paisaje es rural. Nueve jinetes galopan en dirección al norte. Visten las túnicas blancas de los Templarios. El líder es, claramente, el señor de Chartresse que es, sin lugar a dudas, él mismo. Llevan sus espadas en las manos agarrotadas. El rostro fiero. Los ojos enfebrecidos. En el extremo opuesto reconoce a su abuelo, el coronel Saint James. Están en la mitad del puente sobre el Hualén. El coronel mira hacia las chozas humeantes de la otra ribera; todavía se escuchan las detonaciones de los fusiles.



Es el instante en que recibió la propuesta, ¿O la orden? del coronel al pedirle que dejara la provincia. “Te harás cargo de mi propiedad en las serranías de San Enrique” – le dijo -. Hacia el centro del espacio un numeroso grupo de personas rodea una especie de altar de piedra negra. En sus manos llevan ofrendas. De sus bocas surge un rumor que va amplificándose a medida que se aleja. Repiten con unción: “¡La diosa! ¡La diosa!”. En un extremo un pequeño grupo con vestimentas de gala; entre ellos él, Carlos, presencia la ceremonia.

En cada rincón hay paisajes, personajes nobles y bribones realizando acciones que Carlos no comprende. Se pueden distinguir las voces, las palabras, los idiomas utilizados. Pero todo se hace con movimientos lentos, como si la escena, en su totalidad, perteneciera a una pesadilla ominosa y Carlos quiere despertar. “¡Carajo! ¡Pero no estoy durmiendo!” “Entonces todo esto es real”... ¡Pero es imposible!... ¡No puedo estar en cinco lugares y en siete épocas simultáneamente! La curiosidad empieza a transformarse en angustia. Ya está instalado el hormigueo en su estómago y la amargura en su boca. ¡No entiendo nada! – Musita – Entonces siente la mano de Adela que le presiona el brazo, lo sosiega, y lo conduce a la salida.


8



Josephine y Marie, las hijas gemelas del coronel Saint Jean, decidieron vivir en la casa.

- Debieran quedarse en el departamento de Vitacura – reclamó Carlos – Este lugar no es apropiado para ustedes.

- Queremos vivir contigo – dijo Marie –

- ¿O prefieres que nos vamos a la casa del Hualén? – preguntó Josephine –

- No… No… Ciertamente, no.



- Déjalas – murmuró Adela – Es bueno que las niñas conozcan la casa… Sus habitaciones están preparadas…

En la tarde, las jovencitas pasearon por el parque. Comentaban la hermosura de los prados y de la arboleda. Al llegar a la pérgola de verano un pequeño ruido las sobresaltó. Desde uno de los castaños surgió un conejo blanco de gran tamaño. Vestía de etiqueta y llevaba sobre su cabeza un inmenso sombrero de copa de negro fieltro. Corría desalado mirando un reloj de bolsillo que refulgía al ser besado por el sol. Repentinamente se detuvo.

- ¿Quiénes son ustedes? - preguntó - ¿Qué hacen aquí?

- Soy Marie

- Y yo, Josephine

- ¡Marie, Josephine…! ¡Caramba! ¿En que instante caminé hasta París?

Las adolescentes rieron con ganas.

- No estás en Paris… Somos las hijas del coronel…

- ¡Qué barbaridad…! ¡Miren la hora que es…! ¡Estoy más atrasado que nunca! ¡Y más encima en París…! ¡Ahora si que la Reina me corta la cabeza…!

Sin esperar respuesta corrió hacia el prado y se perdió tras de unos matorrales.

Lo comentaron con Adela. Ella sonrió y explicó:

- Es el Sombrerero Loco. Casi todos los días cruza por nuestros prados. Piensa que estos son otros escenarios del mundo de Alicia.

- Me hace mucha gracia – dijo Josephine –

- Menos mal – suspiró Adela – Pensé que les provocaría temor.

- No tenemos miedo – digo Marie – Es decir… casi nunca…

Adela las miró en silencio. Meditando.



Tal vez cambiarán de opinión en la noche, cuando las criaturas desborden los muros y salgan a los pasillos del segundo piso. Y demuestren su ira perversa, despiadada. Son tan jóvenes, pensó, tan hermosas y virginales...

Caía el crepúsculo. Adela indicó que era hora de regresar. Se encaminaron hacia el salón.

En el segundo piso tres criaturas grotescas, sin formas definidas gritaban con voces estridentes y distorsionadas: “No tenemos miedo” Sus risas estremecían las paredes. Volvían a repetir con voces burlescas “¡No tenemos miedo!”. Sus risas y sus gruñidos eran incesantes, como las olas del mar cuando tocan los rompientes.

Las gemelas dejaron morir su mundo adolescente después de la tragedia del río Hualén. Esa mañana observaron los hechos detrás de los ventanales. Siempre pensaron que sólo sería amedrentamiento. Los pobladores del otro lado del río entregarían sus armas y rogarían por sus vidas. Miraban orgullosas la estampa militar de su padre. Creían en él. No había razón alguna para que sucediera nada bochornoso.

Los pobladores, campesinos y lugareños avanzaron sobre el puente. Una voz ordenó que se detuvieran. Siguieron avanzando. Entonces, la primera descarga y los primeros muertos cayendo como marionetas sobre las aguas. Es horrible el recuerdo de las voces entrecortadas de las ametralladoras. Y de los gritos de agonía. Entonces el Queno avanzó a primera línea y disparó al aire los perdigones de una vieja escopeta. Hubo un segundo de estupor antes que la ametralladora rompiera su cuerpo en mil ríos de sangre. El Queno era hijo de uno de los hacendados. Había estado en sus fiestas. Bailaba con maestría y poseía un encanto que hacía olvidar su ceguera. Siempre le decía a Josephine, “Espérame, vida mía… Nos casaremos y tendremos hijos hermosos, como la aurora…” Y Josephine, coqueta, reía… Ahora, su cuerpo hacía volteretas estrambóticas y moría gritando maldiciones.


*

El río cantaba letanías de muerte.


*


En los días siguientes el coronel Saint Jean organizó el gobierno de la provincia. Rechazó las preseas de general. Vagaba con los ojos en tierra por las calles del pueblo. Galopaba por la pradera golpeando con el rebenque hasta extenuar a su cabalgadura. Una tarde les dijo:


- Nos vamos. Ustedes ocuparán el departamento de Vitacura y seguirán en la universidad. Yo, ocuparé la casa del abuelo… Tal vez… alguna vez lograré olvidar…

Todo se confunde. Esa tarde, un señor vestido con una antigua toga blanca visitó a Adela. Tomaron café en la glorieta y hablaban en griego. Adela le llamaba “maestro” y le escuchaba con profunda atención. El anciano preguntó por don Cefes. Le traje flores de ruibarbo, dijo. Adela respondió que no había venido a la casa.

Por las noches Adela se recuesta junto a ellas y conversan, mientras en el segundo piso se desatan las pesadillas. Saben que el Sombrerero Loco corretea en algún rincón del parque. De las paredes brotan los ojos desorbitados de los muertos sobre el puente del Hualén. Y Carlos no puede alejar la tristeza infinita de sus ojos. No saben si hay alguna clase de futuro. Y, casi se diría, no le importa.

“Debo hacerlo”, piensa Carlos. “Esta vez llevaré un plan. Sin involucrarme, como la vez anterior. Los sentimientos, a un lado. Así, ganaré libertad para la observación rigurosa de los hechos. Si encuentro un solo elemento común, compartido por todas las escenas, el caos empezará a ordenarse. Entonces podré elaborar alguna hipótesis que, finalmente, explique el horror que hay ahí dentro. El horror de trozos de vida robados a sus actores. Esos escenarios que engañan, que copian a los espacios verdaderos. Sin embargo, surge la pregunta inquisidora, como un estilete. ¿Dónde está la realidad? ¿Dónde la verdad verdadera? La ilusión de los movimientos. La distorsión del tiempo. La espantosa lentitud de las acciones y de la vida, transformada en porciúnculas de nada, de una nada que amenaza con sumirme en una negación absoluta. Entonces podré sosegarme”

En los pasillos siente las paredes: palpitan y gimen. Y voces que, en gritos apagados, como lejanos fogonazos, vociferan que no abra la puerta. Pero ya está dentro del caleidoscopio. Se sitúa en un rincón y observa. Su imagen está en seis lugares y circunstancias: En medio del puente, escuchando la propuesta del coronel. En el entrepiso de la casa, acariciando a la prima Adela, la primera vez que se amaron. Observando, entre los abrojos, la cabalgata del Templario y sus bribones. En la habitación del laberinto de escaleras que no llevan a parte alguna. En el templo, en medio de los que oran a gritos, convocando a la diosa.



Hay dos situaciones que no ha vivido, la cabalgata de los Templarios y la ceremonia del templo. Por tanto, lo común no es haber vivido las escenas en que aparece. Tampoco es, como lo cree Adela, el pertenecer a la familia, pues hay muchos personajes que no son parientes y por completo desconocidos. La luz mortecina de los espacios pone brumas frente a sus ojos. Pero la forma de los gestos y de las actitudes, le dicen que los personajes se ríen al mirarlo. Insiste en revisar una a una las escenas deteniéndose en una forma, en una actitud, en un movimiento, en las miradas, en la velocidad de los movimientos. Pero ninguno de estos componentes se encuentra en todas las escenas. Nada compartido. Cada escena es una isla, desarticulada del resto. Los personajes son ajenos entre si; nada los une. Sin embargo presiente que todo está articulado aunque prime la singularidad, lo no plural. Comprende que en esta habitación lo único participado es el aislamiento completo. Es lo único común y compartido. El estar solo, sin esperanzas.

“Tengo miedo”, musitó Carlos.



sábado, 17 de octubre de 2009

LA CASA


(Fragmentos 4, 5, 6)

4.


La calle es corta, sin arboledas, sin prados. Sólo cemento gris y dos puertas en cada lado. Son propiedades de grandes dimensiones.

En las mañanas, cuando el sol nace y en las tardes, cuando agoniza, la calle atemoriza. Carlos siente ojos desencajados, de espectros, dibujando su caminar. De pronto algo, o alguien, tomará su hombro y al darse vuelta se encontrará cara a cara con el horror. El silencio le envuelve y le abruma. Y el color del cemento. Y el olor de las rosas, en el jardín de al lado. Y los muros innecesariamente altos e inhóspitos.

De la familia conoce sólo a la prima Adela. ¿Prima…? Así lo dijo al presentarse. Había llegado un par de semanas antes, pero Carlos no recuerda esa rama familiar.

Los Saint Jean somos pocos y Adela como que no calza, pero lleva bien los problemas domésticos.

Tal vez… más tarde… Aunque sabe perfectamente que detrás de las puertas, en el segundo piso, está la manada esperando que cometa un error baladí. Uno solo.

La pequeña calle y sus portones siempre cerrados. Carlos medita y sonríe. “¿Y si lo hago?” El recuerdo de la infancia cruza rápido. Toda la pandilla participaba de la broma en la casa grande de la calle Carmen, al llegar a la Alameda. Era una rutina. Pisando apenas, se arremolinaban en la puerta de calle y uno de ellos se alzaba y ponía su mano sobre el timbre haciendo un toque chillón y prolongado. Esperaban hasta que la dueña de casa ponía sus pies en el pasillo de entrada y entonces, la huída era una estampida. La mujer nos amenazaba, incapaz de reconocernos. Nos gritaba que éramos unos mal nacidos. Nos amenazaba con la policía. Nosotros corríamos, dando vuelta a la manzana y ya seguros, nos tirábamos en el suelo y reíamos, reíamos sin parar. Aquí tendría que ser algo dramático. Tocar los cuatro timbres con un intervalo de segundos. Escapar a la esquina y solazarse con la ruptura del silencio. ¿Tendría su carrera la velocidad necesaria?

La calle es una caricatura de cuadra. Demasiada pequeña para albergar la inmensa dimensión de las casas. Es una ilusión óptica. Lo que se alcanza a ver no tiene correspondencia con lo que es. A la salida, un brazo del camino conduce a la ciudad; el otro continúa trepando el cerro para abrirse doscientos metros más allá a otro simulacro de avenida.

Esta casa pertenece a la familia desde tiempo inmemorial. La Adela le decía que hubo un Saint James en la Colonia que recibió el cerro y los planos adyacentes como premio a alguna proeza. Entonces se inició la construcción que jamás ha terminado. Pero la historia es débil. El sabe que el abuelo Saint Jean llegó de Europa. Y que se hizo militar. Nunca tuvo riquezas… hasta después del incendio… pero también esos hechos son nebulosos… como si hubieran nacido del corazón del mito. Desde la calle pareciera una mala copia de un palacete parisino. Un hombre con mucho dinero exigiendo a los arquitectos la concatenación de espacios hasta llegar al engendro imposible de comprender. Pero Carlos sabe que cada línea, cada muro, cada rincón fueron expresamente pensados. Desde afuera parece normal: una planta rectangular que acapara cuatro pisos y un subterráneo. Pero, desde dentro, todo es desafío.





En el segundo piso las dimensiones se embrollan. La escala culmina en un rincón. Desde allí, un vestíbulo de forma octogonal, casi un círculo. Carlos recuerda que la planta de las iglesias templarias era redonda. Pero esto no es un templo. Cada lado del octágono es un pasillo. En ellos se distribuyen las habitaciones. Cada tanto hay un zócalo oscuro, con brumas, que conduce a puertas canceladas. En el tercer zócalo Carlos encontró una puerta entreabierta; la escala, muy estrecha, bajaba sin término. En el quinto zócalo del tercer pasillo, otra puerta semiabierta. Para su sorpresa se encontró en un jardín interior. El techo, de vidrio, permitía el paso de débiles rayos solares que se reflectaban en el pequeño espejo de agua movida permanentemente por peces de colores. “Esto es demencia pura… ¡Tendrá algún sentido? ¿Hay claves que expliquen lo inexplicable? ¿Qué hay detrás de las puertas cerradas? ¿Sólo desencantos? ¿Existe alguna relación entre el origen de mi familia y esta casa?”

El frío de la noche le llevó de regreso a su cama. Intentó dormir. El segundo piso parecía estar vivo. Sus paredes palpitaban como si encerraran corazones múltiples y aberrantes. No eran crujidos los que llegaban a sus oídos; era una especie de rechinar modulando palabras en un idioma extraño. “Parece arameo”, pensó Carlos. Del zócalo superior le llegaban jadeos y borrosas modulaciones, expectoraciones, vientos. Y algo así como un llanto soterrado. Terrorífico.

Entonces se abrió la puerta. Adela, vestida con un leve camisón transparente, se acercó.

- ¿Tampoco puedes dormir? – Preguntó - ¿Sabías que estoy de aniversario? ¿Quieres probar mi torta? - Y luego - Hace mucho frío.

Sin esperar respuesta abrió los cobertores y se tendió al lado de Carlos. El camisón se desplazó y Carlos sintió la piel desnuda de la mujer. Puso una mano en su vientre. La joven rió muy turbada.

- ¿Estás segura, primita?

- Solo quiero tu calor y que conversemos – Dijo Adela –

Pero tomó la mano del hombre y la llevó a uno de sus pechos. El pezón parecía una cereza, dura, erecta. Carlos deslizó sus manos. La piel de Adela ardía y temblaba. Poco a poco la caricia lo llevó sobre el cuerpo de la mujer. Sus manos tomaron los senos duros, de dibujo perfecto. Olió sus cabellos. Su perfume aumentó la urgencia de su sexo. Sólo entonces la besó en los labios.


5



- Esta será tu habitación – dice Adela. Y luego de un instante – Mi dormitorio está al lado.

Carlos siente que le arde la cara. No encuentra respuesta. Mira el pasillo. Las dos habitaciones vecinas parecen un solo recinto. ¿Qué espera Adela? Si conociera el origen de mi tristeza, piensa. Si supiera que mi espíritu se ha quedado desierto, helado, sin vida.

El segundo piso es extraño, intrincado. No hay esquinas, sino formas redondeadas que conducen a otros pasillos, como concatenados, anunciando un sinfín de habitaciones. Adela le toma de la mano; le recuerda el aniversario y que a las siete comerán la torta.

El coronel Saint Jean tiene la preocupación permanente de su descendencia. El matrimonio produjo las gemelas, pero no llegó nunca el varón que continuara su nombre. La esposa, aturdida en el embrollo de sus muchas infidelidades, le abandonó. Se sintió inundado de desesperanzas. Recuerda que un lejano antepasado suyo tuvo idéntico problema y lo resolvió con una ramera venida


del oriente. Pero esta no es solución para su formación puritana. Tal vez en la nueva vida que inicia puede ocurrir el milagro... tal vez...

- ¿Tú, de veras crees que debía esperar once meses tu regreso?... ¡Estás loco!
- Rebeca, te he soñado tanto. Cásate conmigo. Hazte dueña de todas mis posesiones.
- No, Carlos. Esto ha terminado. Tu hijo ha sido criado por una nodriza. Te lo dejo. ¿Para qué querría yo un hijo? Esta tarde, en medio de la bruma, me iré. No te hagas ilusiones. No volveré.
- Rebeca... ¿Quieres que te ruegue…? ¿Quieres mi humillación…? De rodillas...
- No, Carlos, mi príncipe feudal. Tengo urgencia de terminar cosas que he iniciado en el pasado. Me esperan.
- No entiendo. Qué puede ser tan urgente.
- Debo conversar con Platón y con Jenofonte. Me esperan el César y Marco Aurelio... Atenas, Esparta, Alejandría, Roma, aguardan mi presencia para continuar la historia. Son dimensiones incomprensibles. No sé qué locura me trajo hasta ti. No me creerás, pero una vez que baje del barco no hay ciudad ni pueblo en donde no haya un hombre importante esperándome.
- ¿Ni siquiera me regalarás una última noche?

La joven lanzó una carcajada.

- Para ti sería como una noche en la Siberia: seis meses de oscuridad, acaparándome; seis meses sobre mí respirando angustiado hasta desfallecer... No, Carlos. Lo que teníamos que hacer, está hecho. Sólo un beso y un adiós.





Dos horas después, la diligencia salió de la mansión rumbo al puerto. El señor Saint Jean de Chartresse cayó en la tristeza. Pidió que le trajeran a su hijo. Era hora de conocerlo.

Carlos sonríe… Ese Saint Jean estuvo en los primeros orígenes y amó a Rebeca… ¿Quién será? ¿Será la misma Rebeca que enloqueció mi juventud? ¿Qué belleza demoníaca atrapó al Templario…? Pero era la Europa que recién salía del medioevo. No ahora. Ya habrá como resolver el traspaso de las heredades y de las obligaciones rituales… ¡Ese segundo piso! ¡Lo dominaré, por Cristo!


6

No pudo evitarlo. Ceferino Machuca escribía en forma prodigiosa. Bastó la lectura de tres párrafos y Carlos se trastornó. Montó una tela de seis metros cuadrados y sus manos empezaron a traspasar a la forma y al color la figura sensual de Rebeca, la mujer que con sus piernas “suavidad de piel de duraznos” había creado la ruta del amor: Terrible, caótico, como el torbellino de un tifón.

Con razón el de Chartresse había enloquecido.

Carlos repasaba las crónicas del Cefes y disfrutaba la ausencia de límites de la heroína. “Aspirar a su amistad”, pensaba. Reyes, emperadores, pastores, héroes, obispos, otras mujeres. Todos prisioneros en la pasión provocada con un mohín de sus labios: Caín, Efraín, Efim, Carlo el Magno, Alejandro, Herodías y Varinia, Marco Aurelio y el propio emperador, derretidos en la presencia de la mujer báquica. Dispuestos a toda entrega, a todo sacrificio, a todo viaje entre las luciérnagas del espacio y la distorsión del tiempo.



Ceferino Machuca, conocido como el último de los herejes, también había caído en la hipnosis mágica del deseo. Y ahora él, Carlos, adolescente y puro, casto como los mejores bocadillos que habían sudado entre las piernas de Rebeca. Ahí estaba, sin sanación posible. Deseándola, procurando descubrir sus formas, sin distorsiones, con el afán de encontrarla en los primeros principios de todas las cosas...

Dos semanas encerrado. Su mirada iba desde el inconcluso héroe mapuche hacia la forma femenina que progresaba minuto a minuto. Una mujer, hecha de pasión cuya presencia la hacía dueña absoluta del espacio, de la luz, de las horas y de los segundos, de los latidos de su corazón y del torrente salvaje que transitaba por sus venas. Piernas, vientres, cabellos, brazos y manos se iban configurando, puliendo, asumiendo forma y color definitivos. Expresiones corporales que llamaban: “Ven aquí... a mi lado... Deja que te enseñe a beber las ambrosías de todas las hembras del desierto, de la montaña, de los valles infinitos... ... ¡Tómame sin temores y tendrás mi sabiduría...!” Entonces, el rostro, la boca de labios sensuales, los ojos almendrados y profundos, la mueca de niña enamorada. “¡Rebeca....Rebeca!”, gemía Carlos en tanto el pincel enloquecido da los últimos toques. En su cerebro bulle la frase de Miguel Angel: “¡E per che non parla!”. Pero no. ¿Para qué quiero su voz? Lo que grita, angustiado, es....

- ¡Y por qué no me amas!

El crepúsculo teñido de rojo, sangre en los confines, mostró el movimiento: Rebeca empezó a salir del cuadro... Sus brazos se movieron, lascivos, en dirección a Carlos.