sábado, 17 de octubre de 2009

LA CASA


(Fragmentos 4, 5, 6)

4.


La calle es corta, sin arboledas, sin prados. Sólo cemento gris y dos puertas en cada lado. Son propiedades de grandes dimensiones.

En las mañanas, cuando el sol nace y en las tardes, cuando agoniza, la calle atemoriza. Carlos siente ojos desencajados, de espectros, dibujando su caminar. De pronto algo, o alguien, tomará su hombro y al darse vuelta se encontrará cara a cara con el horror. El silencio le envuelve y le abruma. Y el color del cemento. Y el olor de las rosas, en el jardín de al lado. Y los muros innecesariamente altos e inhóspitos.

De la familia conoce sólo a la prima Adela. ¿Prima…? Así lo dijo al presentarse. Había llegado un par de semanas antes, pero Carlos no recuerda esa rama familiar.

Los Saint Jean somos pocos y Adela como que no calza, pero lleva bien los problemas domésticos.

Tal vez… más tarde… Aunque sabe perfectamente que detrás de las puertas, en el segundo piso, está la manada esperando que cometa un error baladí. Uno solo.

La pequeña calle y sus portones siempre cerrados. Carlos medita y sonríe. “¿Y si lo hago?” El recuerdo de la infancia cruza rápido. Toda la pandilla participaba de la broma en la casa grande de la calle Carmen, al llegar a la Alameda. Era una rutina. Pisando apenas, se arremolinaban en la puerta de calle y uno de ellos se alzaba y ponía su mano sobre el timbre haciendo un toque chillón y prolongado. Esperaban hasta que la dueña de casa ponía sus pies en el pasillo de entrada y entonces, la huída era una estampida. La mujer nos amenazaba, incapaz de reconocernos. Nos gritaba que éramos unos mal nacidos. Nos amenazaba con la policía. Nosotros corríamos, dando vuelta a la manzana y ya seguros, nos tirábamos en el suelo y reíamos, reíamos sin parar. Aquí tendría que ser algo dramático. Tocar los cuatro timbres con un intervalo de segundos. Escapar a la esquina y solazarse con la ruptura del silencio. ¿Tendría su carrera la velocidad necesaria?

La calle es una caricatura de cuadra. Demasiada pequeña para albergar la inmensa dimensión de las casas. Es una ilusión óptica. Lo que se alcanza a ver no tiene correspondencia con lo que es. A la salida, un brazo del camino conduce a la ciudad; el otro continúa trepando el cerro para abrirse doscientos metros más allá a otro simulacro de avenida.

Esta casa pertenece a la familia desde tiempo inmemorial. La Adela le decía que hubo un Saint James en la Colonia que recibió el cerro y los planos adyacentes como premio a alguna proeza. Entonces se inició la construcción que jamás ha terminado. Pero la historia es débil. El sabe que el abuelo Saint Jean llegó de Europa. Y que se hizo militar. Nunca tuvo riquezas… hasta después del incendio… pero también esos hechos son nebulosos… como si hubieran nacido del corazón del mito. Desde la calle pareciera una mala copia de un palacete parisino. Un hombre con mucho dinero exigiendo a los arquitectos la concatenación de espacios hasta llegar al engendro imposible de comprender. Pero Carlos sabe que cada línea, cada muro, cada rincón fueron expresamente pensados. Desde afuera parece normal: una planta rectangular que acapara cuatro pisos y un subterráneo. Pero, desde dentro, todo es desafío.





En el segundo piso las dimensiones se embrollan. La escala culmina en un rincón. Desde allí, un vestíbulo de forma octogonal, casi un círculo. Carlos recuerda que la planta de las iglesias templarias era redonda. Pero esto no es un templo. Cada lado del octágono es un pasillo. En ellos se distribuyen las habitaciones. Cada tanto hay un zócalo oscuro, con brumas, que conduce a puertas canceladas. En el tercer zócalo Carlos encontró una puerta entreabierta; la escala, muy estrecha, bajaba sin término. En el quinto zócalo del tercer pasillo, otra puerta semiabierta. Para su sorpresa se encontró en un jardín interior. El techo, de vidrio, permitía el paso de débiles rayos solares que se reflectaban en el pequeño espejo de agua movida permanentemente por peces de colores. “Esto es demencia pura… ¡Tendrá algún sentido? ¿Hay claves que expliquen lo inexplicable? ¿Qué hay detrás de las puertas cerradas? ¿Sólo desencantos? ¿Existe alguna relación entre el origen de mi familia y esta casa?”

El frío de la noche le llevó de regreso a su cama. Intentó dormir. El segundo piso parecía estar vivo. Sus paredes palpitaban como si encerraran corazones múltiples y aberrantes. No eran crujidos los que llegaban a sus oídos; era una especie de rechinar modulando palabras en un idioma extraño. “Parece arameo”, pensó Carlos. Del zócalo superior le llegaban jadeos y borrosas modulaciones, expectoraciones, vientos. Y algo así como un llanto soterrado. Terrorífico.

Entonces se abrió la puerta. Adela, vestida con un leve camisón transparente, se acercó.

- ¿Tampoco puedes dormir? – Preguntó - ¿Sabías que estoy de aniversario? ¿Quieres probar mi torta? - Y luego - Hace mucho frío.

Sin esperar respuesta abrió los cobertores y se tendió al lado de Carlos. El camisón se desplazó y Carlos sintió la piel desnuda de la mujer. Puso una mano en su vientre. La joven rió muy turbada.

- ¿Estás segura, primita?

- Solo quiero tu calor y que conversemos – Dijo Adela –

Pero tomó la mano del hombre y la llevó a uno de sus pechos. El pezón parecía una cereza, dura, erecta. Carlos deslizó sus manos. La piel de Adela ardía y temblaba. Poco a poco la caricia lo llevó sobre el cuerpo de la mujer. Sus manos tomaron los senos duros, de dibujo perfecto. Olió sus cabellos. Su perfume aumentó la urgencia de su sexo. Sólo entonces la besó en los labios.


5



- Esta será tu habitación – dice Adela. Y luego de un instante – Mi dormitorio está al lado.

Carlos siente que le arde la cara. No encuentra respuesta. Mira el pasillo. Las dos habitaciones vecinas parecen un solo recinto. ¿Qué espera Adela? Si conociera el origen de mi tristeza, piensa. Si supiera que mi espíritu se ha quedado desierto, helado, sin vida.

El segundo piso es extraño, intrincado. No hay esquinas, sino formas redondeadas que conducen a otros pasillos, como concatenados, anunciando un sinfín de habitaciones. Adela le toma de la mano; le recuerda el aniversario y que a las siete comerán la torta.

El coronel Saint Jean tiene la preocupación permanente de su descendencia. El matrimonio produjo las gemelas, pero no llegó nunca el varón que continuara su nombre. La esposa, aturdida en el embrollo de sus muchas infidelidades, le abandonó. Se sintió inundado de desesperanzas. Recuerda que un lejano antepasado suyo tuvo idéntico problema y lo resolvió con una ramera venida


del oriente. Pero esta no es solución para su formación puritana. Tal vez en la nueva vida que inicia puede ocurrir el milagro... tal vez...

- ¿Tú, de veras crees que debía esperar once meses tu regreso?... ¡Estás loco!
- Rebeca, te he soñado tanto. Cásate conmigo. Hazte dueña de todas mis posesiones.
- No, Carlos. Esto ha terminado. Tu hijo ha sido criado por una nodriza. Te lo dejo. ¿Para qué querría yo un hijo? Esta tarde, en medio de la bruma, me iré. No te hagas ilusiones. No volveré.
- Rebeca... ¿Quieres que te ruegue…? ¿Quieres mi humillación…? De rodillas...
- No, Carlos, mi príncipe feudal. Tengo urgencia de terminar cosas que he iniciado en el pasado. Me esperan.
- No entiendo. Qué puede ser tan urgente.
- Debo conversar con Platón y con Jenofonte. Me esperan el César y Marco Aurelio... Atenas, Esparta, Alejandría, Roma, aguardan mi presencia para continuar la historia. Son dimensiones incomprensibles. No sé qué locura me trajo hasta ti. No me creerás, pero una vez que baje del barco no hay ciudad ni pueblo en donde no haya un hombre importante esperándome.
- ¿Ni siquiera me regalarás una última noche?

La joven lanzó una carcajada.

- Para ti sería como una noche en la Siberia: seis meses de oscuridad, acaparándome; seis meses sobre mí respirando angustiado hasta desfallecer... No, Carlos. Lo que teníamos que hacer, está hecho. Sólo un beso y un adiós.





Dos horas después, la diligencia salió de la mansión rumbo al puerto. El señor Saint Jean de Chartresse cayó en la tristeza. Pidió que le trajeran a su hijo. Era hora de conocerlo.

Carlos sonríe… Ese Saint Jean estuvo en los primeros orígenes y amó a Rebeca… ¿Quién será? ¿Será la misma Rebeca que enloqueció mi juventud? ¿Qué belleza demoníaca atrapó al Templario…? Pero era la Europa que recién salía del medioevo. No ahora. Ya habrá como resolver el traspaso de las heredades y de las obligaciones rituales… ¡Ese segundo piso! ¡Lo dominaré, por Cristo!


6

No pudo evitarlo. Ceferino Machuca escribía en forma prodigiosa. Bastó la lectura de tres párrafos y Carlos se trastornó. Montó una tela de seis metros cuadrados y sus manos empezaron a traspasar a la forma y al color la figura sensual de Rebeca, la mujer que con sus piernas “suavidad de piel de duraznos” había creado la ruta del amor: Terrible, caótico, como el torbellino de un tifón.

Con razón el de Chartresse había enloquecido.

Carlos repasaba las crónicas del Cefes y disfrutaba la ausencia de límites de la heroína. “Aspirar a su amistad”, pensaba. Reyes, emperadores, pastores, héroes, obispos, otras mujeres. Todos prisioneros en la pasión provocada con un mohín de sus labios: Caín, Efraín, Efim, Carlo el Magno, Alejandro, Herodías y Varinia, Marco Aurelio y el propio emperador, derretidos en la presencia de la mujer báquica. Dispuestos a toda entrega, a todo sacrificio, a todo viaje entre las luciérnagas del espacio y la distorsión del tiempo.



Ceferino Machuca, conocido como el último de los herejes, también había caído en la hipnosis mágica del deseo. Y ahora él, Carlos, adolescente y puro, casto como los mejores bocadillos que habían sudado entre las piernas de Rebeca. Ahí estaba, sin sanación posible. Deseándola, procurando descubrir sus formas, sin distorsiones, con el afán de encontrarla en los primeros principios de todas las cosas...

Dos semanas encerrado. Su mirada iba desde el inconcluso héroe mapuche hacia la forma femenina que progresaba minuto a minuto. Una mujer, hecha de pasión cuya presencia la hacía dueña absoluta del espacio, de la luz, de las horas y de los segundos, de los latidos de su corazón y del torrente salvaje que transitaba por sus venas. Piernas, vientres, cabellos, brazos y manos se iban configurando, puliendo, asumiendo forma y color definitivos. Expresiones corporales que llamaban: “Ven aquí... a mi lado... Deja que te enseñe a beber las ambrosías de todas las hembras del desierto, de la montaña, de los valles infinitos... ... ¡Tómame sin temores y tendrás mi sabiduría...!” Entonces, el rostro, la boca de labios sensuales, los ojos almendrados y profundos, la mueca de niña enamorada. “¡Rebeca....Rebeca!”, gemía Carlos en tanto el pincel enloquecido da los últimos toques. En su cerebro bulle la frase de Miguel Angel: “¡E per che non parla!”. Pero no. ¿Para qué quiero su voz? Lo que grita, angustiado, es....

- ¡Y por qué no me amas!

El crepúsculo teñido de rojo, sangre en los confines, mostró el movimiento: Rebeca empezó a salir del cuadro... Sus brazos se movieron, lascivos, en dirección a Carlos.

1 comentario:

Manel Aljama dijo...

La ilustración
Un texto digno de ser leído con una música suave y en la paz del sillón. Lejos del ruído bárbaro y molesto de los que no disfrutan con la lectura.
Maestro: "La calle es una caricatura de cuadra. Demasiada pequeña para albergar la inmensa dimensión de las casas. "
Manel