martes, 24 de noviembre de 2009

LA CASA

FRAGMENTOS 7,8


7

Adela conduce a Carlos por uno de los pasillos del segundo piso.

- Cuando estemos dentro – dice – guardarás silencio. Sólo observa. Después comentaremos.

- ¿Dónde me llevas?

- Es una puerta complicada... No sé el nombre. Nunca he comprendido lo que sucede allí dentro, pero estar allí, me entretiene. Son las cosas que son. Las cosas que no son… posibilidades… Tal vez sólo imaginerías… Renuncié a buscar explicaciones. Entro a este cuarto y me dejo llevar… Allí dentro tengo la sensación del tiempo detenido, inexistente…

La puerta cede a un leve empujón de Adela. El espacio está oscurecido, apenas se distinguen incontables formas y figuras pululantes. Se detienen en una de las esquinas.


Carlos empieza a develar los contenidos de la oscuridad. El espacio, verdadero caleidoscopio, no tiene límites. El horizonte se pierde detrás de unas breves colinas, llenas de abrojos, que enmarcan al riachuelo. El ambiente está dividido, como cortado y pegoteado para que todo quede dentro de un sistema agobiante y móvil.

Hay muchos personajes y situaciones. Lo primero que observa es a sí mismo subiendo y bajando escalas, va cubierto con la amplia capa roja de centurión romano. Lleva una espada en su mano; es un espacio sin fin, peldaños enloquecidos en busca de forma. En cada descanso hay escalas orientadas a tres o cuatro direcciones distintas. Casi todas terminan en paredes. Las otras, en nuevas escalas; o en pasillos cegados. Subir y bajar sin que sea posible entender por qué, ni para qué. Un poco más allá el paisaje es rural. Nueve jinetes galopan en dirección al norte. Visten las túnicas blancas de los Templarios. El líder es, claramente, el señor de Chartresse que es, sin lugar a dudas, él mismo. Llevan sus espadas en las manos agarrotadas. El rostro fiero. Los ojos enfebrecidos. En el extremo opuesto reconoce a su abuelo, el coronel Saint James. Están en la mitad del puente sobre el Hualén. El coronel mira hacia las chozas humeantes de la otra ribera; todavía se escuchan las detonaciones de los fusiles.



Es el instante en que recibió la propuesta, ¿O la orden? del coronel al pedirle que dejara la provincia. “Te harás cargo de mi propiedad en las serranías de San Enrique” – le dijo -. Hacia el centro del espacio un numeroso grupo de personas rodea una especie de altar de piedra negra. En sus manos llevan ofrendas. De sus bocas surge un rumor que va amplificándose a medida que se aleja. Repiten con unción: “¡La diosa! ¡La diosa!”. En un extremo un pequeño grupo con vestimentas de gala; entre ellos él, Carlos, presencia la ceremonia.

En cada rincón hay paisajes, personajes nobles y bribones realizando acciones que Carlos no comprende. Se pueden distinguir las voces, las palabras, los idiomas utilizados. Pero todo se hace con movimientos lentos, como si la escena, en su totalidad, perteneciera a una pesadilla ominosa y Carlos quiere despertar. “¡Carajo! ¡Pero no estoy durmiendo!” “Entonces todo esto es real”... ¡Pero es imposible!... ¡No puedo estar en cinco lugares y en siete épocas simultáneamente! La curiosidad empieza a transformarse en angustia. Ya está instalado el hormigueo en su estómago y la amargura en su boca. ¡No entiendo nada! – Musita – Entonces siente la mano de Adela que le presiona el brazo, lo sosiega, y lo conduce a la salida.


8



Josephine y Marie, las hijas gemelas del coronel Saint Jean, decidieron vivir en la casa.

- Debieran quedarse en el departamento de Vitacura – reclamó Carlos – Este lugar no es apropiado para ustedes.

- Queremos vivir contigo – dijo Marie –

- ¿O prefieres que nos vamos a la casa del Hualén? – preguntó Josephine –

- No… No… Ciertamente, no.



- Déjalas – murmuró Adela – Es bueno que las niñas conozcan la casa… Sus habitaciones están preparadas…

En la tarde, las jovencitas pasearon por el parque. Comentaban la hermosura de los prados y de la arboleda. Al llegar a la pérgola de verano un pequeño ruido las sobresaltó. Desde uno de los castaños surgió un conejo blanco de gran tamaño. Vestía de etiqueta y llevaba sobre su cabeza un inmenso sombrero de copa de negro fieltro. Corría desalado mirando un reloj de bolsillo que refulgía al ser besado por el sol. Repentinamente se detuvo.

- ¿Quiénes son ustedes? - preguntó - ¿Qué hacen aquí?

- Soy Marie

- Y yo, Josephine

- ¡Marie, Josephine…! ¡Caramba! ¿En que instante caminé hasta París?

Las adolescentes rieron con ganas.

- No estás en Paris… Somos las hijas del coronel…

- ¡Qué barbaridad…! ¡Miren la hora que es…! ¡Estoy más atrasado que nunca! ¡Y más encima en París…! ¡Ahora si que la Reina me corta la cabeza…!

Sin esperar respuesta corrió hacia el prado y se perdió tras de unos matorrales.

Lo comentaron con Adela. Ella sonrió y explicó:

- Es el Sombrerero Loco. Casi todos los días cruza por nuestros prados. Piensa que estos son otros escenarios del mundo de Alicia.

- Me hace mucha gracia – dijo Josephine –

- Menos mal – suspiró Adela – Pensé que les provocaría temor.

- No tenemos miedo – digo Marie – Es decir… casi nunca…

Adela las miró en silencio. Meditando.



Tal vez cambiarán de opinión en la noche, cuando las criaturas desborden los muros y salgan a los pasillos del segundo piso. Y demuestren su ira perversa, despiadada. Son tan jóvenes, pensó, tan hermosas y virginales...

Caía el crepúsculo. Adela indicó que era hora de regresar. Se encaminaron hacia el salón.

En el segundo piso tres criaturas grotescas, sin formas definidas gritaban con voces estridentes y distorsionadas: “No tenemos miedo” Sus risas estremecían las paredes. Volvían a repetir con voces burlescas “¡No tenemos miedo!”. Sus risas y sus gruñidos eran incesantes, como las olas del mar cuando tocan los rompientes.

Las gemelas dejaron morir su mundo adolescente después de la tragedia del río Hualén. Esa mañana observaron los hechos detrás de los ventanales. Siempre pensaron que sólo sería amedrentamiento. Los pobladores del otro lado del río entregarían sus armas y rogarían por sus vidas. Miraban orgullosas la estampa militar de su padre. Creían en él. No había razón alguna para que sucediera nada bochornoso.

Los pobladores, campesinos y lugareños avanzaron sobre el puente. Una voz ordenó que se detuvieran. Siguieron avanzando. Entonces, la primera descarga y los primeros muertos cayendo como marionetas sobre las aguas. Es horrible el recuerdo de las voces entrecortadas de las ametralladoras. Y de los gritos de agonía. Entonces el Queno avanzó a primera línea y disparó al aire los perdigones de una vieja escopeta. Hubo un segundo de estupor antes que la ametralladora rompiera su cuerpo en mil ríos de sangre. El Queno era hijo de uno de los hacendados. Había estado en sus fiestas. Bailaba con maestría y poseía un encanto que hacía olvidar su ceguera. Siempre le decía a Josephine, “Espérame, vida mía… Nos casaremos y tendremos hijos hermosos, como la aurora…” Y Josephine, coqueta, reía… Ahora, su cuerpo hacía volteretas estrambóticas y moría gritando maldiciones.


*

El río cantaba letanías de muerte.


*


En los días siguientes el coronel Saint Jean organizó el gobierno de la provincia. Rechazó las preseas de general. Vagaba con los ojos en tierra por las calles del pueblo. Galopaba por la pradera golpeando con el rebenque hasta extenuar a su cabalgadura. Una tarde les dijo:


- Nos vamos. Ustedes ocuparán el departamento de Vitacura y seguirán en la universidad. Yo, ocuparé la casa del abuelo… Tal vez… alguna vez lograré olvidar…

Todo se confunde. Esa tarde, un señor vestido con una antigua toga blanca visitó a Adela. Tomaron café en la glorieta y hablaban en griego. Adela le llamaba “maestro” y le escuchaba con profunda atención. El anciano preguntó por don Cefes. Le traje flores de ruibarbo, dijo. Adela respondió que no había venido a la casa.

Por las noches Adela se recuesta junto a ellas y conversan, mientras en el segundo piso se desatan las pesadillas. Saben que el Sombrerero Loco corretea en algún rincón del parque. De las paredes brotan los ojos desorbitados de los muertos sobre el puente del Hualén. Y Carlos no puede alejar la tristeza infinita de sus ojos. No saben si hay alguna clase de futuro. Y, casi se diría, no le importa.

“Debo hacerlo”, piensa Carlos. “Esta vez llevaré un plan. Sin involucrarme, como la vez anterior. Los sentimientos, a un lado. Así, ganaré libertad para la observación rigurosa de los hechos. Si encuentro un solo elemento común, compartido por todas las escenas, el caos empezará a ordenarse. Entonces podré elaborar alguna hipótesis que, finalmente, explique el horror que hay ahí dentro. El horror de trozos de vida robados a sus actores. Esos escenarios que engañan, que copian a los espacios verdaderos. Sin embargo, surge la pregunta inquisidora, como un estilete. ¿Dónde está la realidad? ¿Dónde la verdad verdadera? La ilusión de los movimientos. La distorsión del tiempo. La espantosa lentitud de las acciones y de la vida, transformada en porciúnculas de nada, de una nada que amenaza con sumirme en una negación absoluta. Entonces podré sosegarme”

En los pasillos siente las paredes: palpitan y gimen. Y voces que, en gritos apagados, como lejanos fogonazos, vociferan que no abra la puerta. Pero ya está dentro del caleidoscopio. Se sitúa en un rincón y observa. Su imagen está en seis lugares y circunstancias: En medio del puente, escuchando la propuesta del coronel. En el entrepiso de la casa, acariciando a la prima Adela, la primera vez que se amaron. Observando, entre los abrojos, la cabalgata del Templario y sus bribones. En la habitación del laberinto de escaleras que no llevan a parte alguna. En el templo, en medio de los que oran a gritos, convocando a la diosa.



Hay dos situaciones que no ha vivido, la cabalgata de los Templarios y la ceremonia del templo. Por tanto, lo común no es haber vivido las escenas en que aparece. Tampoco es, como lo cree Adela, el pertenecer a la familia, pues hay muchos personajes que no son parientes y por completo desconocidos. La luz mortecina de los espacios pone brumas frente a sus ojos. Pero la forma de los gestos y de las actitudes, le dicen que los personajes se ríen al mirarlo. Insiste en revisar una a una las escenas deteniéndose en una forma, en una actitud, en un movimiento, en las miradas, en la velocidad de los movimientos. Pero ninguno de estos componentes se encuentra en todas las escenas. Nada compartido. Cada escena es una isla, desarticulada del resto. Los personajes son ajenos entre si; nada los une. Sin embargo presiente que todo está articulado aunque prime la singularidad, lo no plural. Comprende que en esta habitación lo único participado es el aislamiento completo. Es lo único común y compartido. El estar solo, sin esperanzas.

“Tengo miedo”, musitó Carlos.



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