jueves, 11 de febrero de 2010

LA CASA


FRAGMENTOS 9 Y 10



9




La aeromoza le orientó en la ciudad. El hombre, de rostro oculto tras la barba renegrida, sonríe y murmura: “¡Por fin la he encontrado!”. Sube al taxi y ordena al conductor:

- Lléveme hacia el este; más allá de la Plaza de San Enrique. Hay una serie de callejuelas aledañas que recorreré. Le diré donde detenernos.

“Mil setecientos cuarenta.... París... Cuatrocientos años antes el mismo París perpetuo, pequeño, luminoso. Los pocos hombres dueños de la sabiduría hermética nos habíamos desparramado por las ciudades del mundo europeo. Más exactamente, la Dama del Lago nos sembró por el planeta para tener la seguridad de cumplir la misión. Construíamos mundos extensos como el firmamento. Narrábamos la historia venidera a los reyes y los llevábamos hacia el futuro. Faltaban treinta años para que se desatara la revolución... ese estúpido e inútil baño de sangre... que me alejó de mis designios... Trescientos sesenta años más dando vueltas por el mundo, nómada sin destino, sin la más mínima pista... Hasta ahora... ¡Esos tres bellacos que asesinaron a golpes al maestro y cerraron todas las puertas! ¡Dejaron a Avalon sin acceso… perdiéndose de la memoria de los pueblos! ¡No saben el error monstruoso que han cometido! Tampoco sabían los infiernos que se ganaron... La puerta cerrada es la única vía posible para reencontrar a Merlín, tapiado por ella... ¡Ah, Fatah Morgana! ¡Maldita ramera demoníaca! ¡Si hubiera sabido que finalmente nos ibas a traicionar…! ¡Cómo caí en tus redes de miradas ardientes y en tu piel de fuego! ¡Cómo mi cerebro no fue capaz de entender que tu cama, Morgana me alejaba de Merlín y retardaba en quinientos años la misión…! Pero ahora ya he vuelto a encontrar el camino. Y sé que no lo volveré a perder.”


La callejuela tiene dos o tres palacetes en la última cuadra, pegados a las laderas del cerro. El hombre baja del taxi y camina hacia el fondo.



Tras de la reja se puede apreciar un extenso parque habitado por queltehues: prados interminables, macetas de rosas, un rincón de castaños florecidos. Dos o tres espejos de aguas. El manchón oscuro de los árboles. Los primeros tienen auras que iluminan los contornos. El hombre suspira, admirado: “Esta es la casa, piensa, No hay nada dejado al azar.”


Adela sintió vibrar las campanas de plata y fue a la puerta. Vio al hombre, alto, joven, de ojos negros penetrantes. Su barba negra, muy tupida la hizo enrojecer levemente.

- ¿Si, señor?
- Je suis Michel de Notre Dame.

Su acento, marcadamente francés, hizo que las venas de Adela latieran con fuerza.

- Necesito conocer esta mansión – agregó el hombre.

Adela, muy intrigada, le permitió el paso.




*


Miguel entró al comedor. Era la hora del desayuno. El viejo nigromante deseaba tomar la taza de leche tibia y suave, acompañada de los bollos que solía cocinar Adela. Su sonrisa quedó helada. Palideció. Adela y las dos mellizas compartían su leche con una dama hermosa y pálida vestida de negro.

- ¡Fatah Morgana! – balbuceó - ¡Qué haces aquí!

Adela le miró. En su rostro había picardía.

- No te pongas gruñón – dijo – Mientras tú hablas y hablas sin hacer nada y dejas pasar los días y las semanas yo ubiqué a la Fah y la invité a pasar unos días con nosotros.
- ¿Cómo estás, viejo amigo? – saludó Morgana –

Miguel se sentó en silencio y empezó a beber su leche. Añoranzas. Tristezas. Dolor. Ira contenida.

¡Cómo puede ser de amargo un tazón de leche tibia!

Las mañanas eran portentosamente brillantes en las orillas del lago. Una cincuentena de jóvenes. Todos vestidos con breves túnicas blancas. Todos hermosos. Miguel y Merlín acompañaban siempre a la más bella, Fatah, la dama Pendragòn. La Dama del Lago no quiso intervenir. Solamente una vez les comentó que su amistad se iba a diluir como las nubes en los cielos primaverales. Ninguno de los tres lo creyó.

El tiempo huía sobre las breves olas del lago. Conocimientos. Habilidades. Visiones en torno al ser del universo… y de la oscura nada.

La magia empezaba a dominar sus cuerpos y sus mentes.

“Podéis hacer cuanto queráis”, decía la Dama del Lago. Y ellos sabían que podían. Los tiempos de la humanidad recién amanecían. Lo real y lo mítico se confundían en abrazos indestructibles. Arturo, su espada mágica, su armadura y su peto dorados, hacía nacer a Europa.

¡Un mundo bueno, humano!, soñaba el rey.


Merlín desapareció por unos días. A su regreso fue recibido con inusitado respeto. Fue al mar de los egea y luchó contra el último titán. La bestia, vencida y humillada, quedó encadenada en el fondo marino. No volvería jamás a destruir y asesinar. Con él se iba el último vestigio del dominio de los ángeles caídos. El mundo renacía virginal, dispuesto a ser modelado por la mano del hombre.

Morgana le ofreció una ofrenda especial aquella noche. Y Merlín creyó que entraba en la madurez y que era amado.

- ¿Me darás todo cuanto sabes? ¿Compartirás tu poder conmigo?
- Todo a su tiempo, mujer… Vendrá la noche en que seré tuyo por entero…

La leche de Miguel sabía a muerte.

- Pudiste ser tú – musitó la mujer –
- Lo que sea, no lo creo posible – dijo Adela y cantó – Miguel, Miguel, ¿Qué tiene Miguel…?
- Miguel está en el ágora y toma café con Platón… y pierde el tiempo, como si no existiera – agregó, cruel, Josephine -
- ¡Der Nibelungen! – Exclamó Nostradamus –

Se levantó y corrió detrás del Sombrerero que, una vez más, logró huir para perderse en el hoyo de Alicia.




10




Se sintió feliz cuando después de varios ascensos fue destinado al Ministerio del Tiempo. Era el espacio ideal para dejar atrás el quehacer burocrático y poder estudiar, por fin, los problemas que le apasionaban. Todos los procesos climáticos. Intuía que hay relaciones no descubiertas entre la continuidad del clima y la personalidad de los hombres, principalmente de los jóvenes. Era una buena hipótesis. Se lo confidenció, con entusiasmo, a su jefe, Melandro Cubillos, que dejaba pasar los días en su oficina del octavo piso.

- Si lo podemos probar estaríamos abriendo ventanas en el tiempo y en el futuro… Imagínelo, Melandro… ¡Cómo cambiaríamos la historia!
- Morales – dijo Cubillo, bostezando – No está contratado para pensar. Olvide sus tonterías… Además usted ya no es un muchacho… Y no me genere problemas…Vuelva a su oficina y agilice el trámite de los expedientes… Estamos muy atrasados.
- Señor – intentó protestar Viterbo – Soy un profesional. Un investigador… No vine al Ministerio a tramitar expedientes.
- Morales… Son los expedientes o la calle… Usted decide.

Tuvo que aceptar. Pero cinco años es demasiado tiempo. Esa mañana, a las diez y treinta, cuando sus compañeros habían bebido el primer café del día, Viterbo Morales decidió que no podía seguir muriendo en cada minuto. “Se acabó”, pensó, “El carajo me va a escuchar, aunque sea lo último que haga en el Ministerio”. “Además nadie le respeta… Es un burócrata espeso, grasiento, maldito…” “Por otra parte no nos permiten actualizarnos… Están ocurriendo cosas… y las ignoramos”. Tenía en sus manos dos portafolios repletos de papeles. Los botó, con furia, y se dirigió a la puerta de la oficina. Dorita, una de sus compañeras, horrorizada, le gritó:

- ¡Viterbo… No lo hagas…! ¡Este es un año de secano… No tendremos rosas!


De su oficina salió directo al inmenso salón cuadrangular. Adosados a los muros se encontraban los mesones de atención de público y las ventanillas de Tesorería. Una gigantesca pantalla mostraba la distribución de todos los pisos del edificio. A su lado, la inmensa esfera del antiguo reloj, un Waltham crujiente y extrañamente exacto. Muy arriba se podían apreciar los extractores del aire acondicionado y numerosas ventanillas grises por las que entraba luz de sol. En el zócalo de la izquierda estaban los tres ascensores. El salón estaba lleno de gente que caminaba de un mesón a otro en busca de información primaria o se dirigía directamente a los ascensores. Observó a una mujer joven vestida con un dos piezas de color rojo que empezaba a separarse del mesón de Partes. La falda, mínima, dejaba al descubierto sus hermosas piernas. ¡Qué linda mujer!, pensó Viterbo mientras daba los primeros pasos hacia el centro del salón.

Entonces, lo inesperado. El minutero del reloj, tomando una velocidad impropia, dio tres vueltas completas y, enseguida, se movió en dirección contraria. “Tres minutos y el regreso”, murmuró Viterbo. “El reloj se descompuso. Costará muy cara su reparación”, pensó. Pero hubo algo más.

Sabía que había dado cinco o seis pasos, pero se encontraba en su oficina y Dorita le gritaba: “¡No lo hagas, Viterbo…!” ¡Maldición, las rosas y el secano! Al salir nuevamente al salón, la mujer de rojo estaba de espaldas, terminaba su consulta y se volvía en dirección a la salida del edificio. A todas las personas les sucedía lo mismo. Acciones iniciadas que abortaban. Repeticiones. Reiteraciones. Los mismos gestos. Las mismas sonrisas. Y la gente repitiendo sus acciones sin darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. La tercera vez que salió de su oficina miró hacia las esquinas del salón. Desde los lados de los ventanucos habían aparecido los escarabajos de caparazón verde. Sucias sabandijas verdes que bajaban por las paredes. En ellas no se repetía el fenómeno. Por tanto, pronto iban a invadir todos los espacios. Tirar al suelo las carpetas llenas de expedientes. Caminar hacia el salón. La voz de Dorita. El reloj y su caminar en una y otra dirección. Cinco pasos hacia los ascensores. Las rosas ausentes. La mujer de rojo. Los escarabajos verdes. Los rostros idiotizados de las gente. Una y otra vez. Incansablemente.


- ¡Maldito seas Melandro Cubillos! ¡Si me hubieras escuchado!


Pero su voz no fue modulada. Se quedó atrapada en el fondo de su garganta mientras regresaba, una vez más, al centro de su oficina.

El cerebro de Viterbo, acostumbrado a la lectura analítica, elaboró una hipótesis. “Es el tiempo. El maldito tiempo que ha perdido su continuidad. Ha dejado de ser un sistema regular. De alguna manera hemos tropezado con un atractor. ¡Carajo! ¡El salón está fractalizado!” Los expedientes. La Dorita. La mujer de rojo. Los escarabajos verdes… “Pero soy capaz de pensar… La gente que como pantomima repite una y otra vez lo mismo… Estoy buscando causas y explicaciones… En alguna parte el fractal está fallando… Hay esperanzas”.

Esa noche el noticiario de la televisión dijo que el edificio del Ministerio del Tiempo estaba en reparaciones. Y que la gente debía hacer sus trámites en las oficinas municipales. Pero todos los días entraban al edificio diez o doce personas que eran atrapadas por el tiempo detenido.

Más allá de los últimos límites, una pequeña estrella roja termina su existencia.

La explosión que la destruye conmueve a todos los cuerpos estelares a mil años luz de distancia. En ese lugar nace un espantoso hoyo negro, voraz, hambriento de sangres estelares.

En el instante en que moría la estrella enana, el edificio fue estremecido por un temblor leve, como una ambigua ondulación del aire.

En el reloj del centro del salón se detuvo el segundero. Viterbo lo percibió. Su mirada fue a la mujer de rojo. Llegaba a la puerta en el instante en que el tiempo se repuso. Un instante después, estaba en la calle. Viterbo, sin comprender lo que ocurría, corrió a la salida, saltando obstáculos. Su cuerpo atravesó los límites del salón en el instante en que el reloj reanudaba su caos satánico. Miró hacia atrás. Toda la geografía interna del salón había variado levemente, pero el reloj estaba otra vez en su juego de avance y retroceso. El espacio volvía a ser letargo irremediable.

¡La calle! Fragante y caliginosa. Unos pasos más allá, la mujer de rojo miraba hacia todos lados, desorientada. Pudo apreciar sus trenzas. Se acercó. Le dijo:





- Me llamo Viterbo. También estaba atrapado en el salón.
- Lo sé – respondió – Soy Amelia... Encuentro que todo... está tan... cambiado.
- Ven conmigo – dijo él – Se acercaron al quiosco de la esquina. Miraron la prensa: El Mercurio, La Tercera, El Mercurio, Siete días.

Viterbo palideció. Miró en silencio a su compañera.

- ¿Te das cuenta? ... Han transcurrido cuarenta y cinco años. Y no hemos envejecido.
- ¡Cuarenta y cinco años! ¡Y no me he dado ni siquiera una ducha! ¿Qué haremos?
- No te puedo dejar sola. Mira la situación. Mi esposa, si es que vive, tiene ahora más de ochenta años. Mis dos hijos, si es que viven, son mayores que su padre. Ya hicieron su vida y su historia. En ti ocurre lo mismo. Estamos solos, irremediablemente solos. Como baúles arrumbados en un rincón del tiempo.
- ¿Como si fuéramos Adán y Eva?
- No lo somos. Creo que en esto no hay dioses ni serpientes malignas. No lo puedo explicar, pero nos han jugado una trastada miserable. ¿Qué decides? ¿Compartimos lo que nos ocurra?

Amelia entrecerró los ojos. Se acercó al hombre. Lo abrazó y musitó:

- Llévame donde quieras.





Pintura:La casa verde de Isabel Gutierrez.
(Quiero ofrecer mi gratitud a la querida amiga Isabel Gutiérrez, pintora madrileña, amante de los gatos, que me ha concedido el honor de utilizar una de sus hermosísimas telas en estos fragmentos.)