domingo, 3 de octubre de 2010

FRUTAS PROHIBIDAS

A los dieciocho años fui, convaleciente, al campo de la tía Eduvigis.
La tía era, todavía, joven, guardaba restos de una juventud hermosa. Manejaba con mano dura los trabajos, pero era justa con los salarios y, en la casa, extrañamente tierna. Su marido murió en una riña en el bar del pueblo. Era una pelea justa, a puñetazos, pero el afuerino sacó un cuchillo y lo enterró en su garganta. Eduvigis enterró al esposo. Sin lágrimas. Sin escándalos. A su mejor amiga, le dijo: "Algún día volverá ese desgraciado... Lo esperaré...Lo mataré."

Me escudriñó por unos instantes. Luego dijo:

- Pareces un tipo bueno. ¿Mi hermana me dice que estudias?

- Bioingeniería - respondí – No lo entendió. Gasté parte de la mañana en explicar mi carrera y su uso social. Cuando quedó satisfecha, me dijo, con voz de falsete:

- Todo lo que ves, de cordillera a mar, me pertenece. Puedes tomar lo que quieras. La huerta está llena de delicias. Y los frutales están madurando... Te asignaré un buen caballo de montura suave para cuando quieras ir al campo. Puedes llegar a los confines. En fin, haz lo que quieras como si fueras uno de los patrones. Pero hay tres prohibiciones. La primera, ese naranjo de tronco pintado de blanco, ¿Lo ves...? Sus frutas son mías. Las tengo contadas Hoy tiene treinta y cuatro naranjas... Solamente yo las como… ¡Y no preguntes por qué! Lo segundo, no te acerques a la jaula del colocolo...


Es una broma de la naturaleza. Tiene cuerpo de lagarto, patas de gallo y cabeza de perro. Cuando está de mal humor se escapa y mata cabras y ovejas. Les bebe la sangre... las deja secas y vacías – Hizo un largo silencio. Luego agregó - Es un buen compañero… en las noches de tristeza y soledad…

- ¿Y la tercera?

- Mi hijita, la Galita, puedes conversar con ella. Pueden pasear por el parque... ¡Pero no te atrevas a tocarla!


Acepté las condiciones de la tía. Pero las naranjas eran francamente embriagadoras y me despertaban una gula irresistible. Empecé a imaginar qué hacer para comerlas. En la tarde conocí a mi prima Gala. Tenía mi edad. Y era hermosa más allá de cualquier sueño. ¡Rediablos! Me costaría cumplir con esta prohibición. Observé sus labios sensuales, intocados. Intuí que anhelaban caricias. Me convencí que tenían que ser mis besos punzantes los que rompieran su hambre de sensualidad. En cuanto al colocolo... No me importaba... ¡Que el diablo se lo lleve!

Gala me llevó a conocer al monstruo. Más que miedo me produjo risa. Desproporcionado. Su estatura era considerable, tenía un tremendo hocico babeante. Y unos colmillos inmensos, pero apenas caminaba sobre sus cuatro patas de gallo. En ellas había espolones inmensos y fuertes. Al verme gruñó. Se me heló la piel.

- Está en un mal día - me dijo Gala - No te acerques. Te puede morder... La gente lo llama chupacabras.

El monstruo me miró con sus ojos enrojecidos. Erizó su pelambrera y gruñó, rabioso. Gala le habló, suavemente, y el colocolo se tranquilizó. Quedaba claro que entre la bestia y yo no habría paz.



Tuvimos varios días de feroz ventolera. La tierra era como granos de cenizas locas. Los soberbios cipreses crujían y doblaban sus ramas. El viento ululaba. En las noches cantaba cantos de muerte.

Bajé a la huerta después del almuerzo, en el segundo día. La tía Eduvigis dormía su siesta. Tomé el tronco blanco con mis dos manos y lo zamarreé, apoyando al viento. Cayeron seis naranjas apetitosas, seductoras. Hice lo mismo con los manzanos y con los perales, para que no se notara. Guardé dos de las frutas, rojas como el fuego. Cuando la tía despertó le comuniqué el desastre. Fue a la huerta y rompió en maldiciones en contra de la naturaleza, del viento, de las naranjas incapaces de sostenerse. Tomó con delicadeza las cuatro frutas y las llevó a su cuarto.

En la tarde estuve con Gala, a las orillas del estero y, sonriendo, le dije “Tengo un regalo”. Le alcancé una de las naranjas. Enrojeció de placer. Ni siquiera preguntó cómo lo hice. Las comimos lentamente, gozando cada trozo de esas delicias del paraíso. “Eres el único que lo ha logrado”, dijo mimosa. Los últimos rayos del sol, chorros de luz, hacían de su rostro, de sus ojos, un festival de incitaciones. Le dije que estaba bellísima. “Recuerda que soy tabú”, musitó coqueta. Le respondí que la primera prohibición estaba vencida. Que la segunda puede deshacerse como pompa de jabón. Susurré una vieja canción de amor. Le dije “Tu soledad es triste. No entiendo que puedas vivir rechazando el amor.” Rió con ganas. Pero se puso seria.

- Estoy muy triste. Anoche huyó el colocolo. Seguramente anda por los cerros, matando cabras. Siempre regresa a la casa, por la noche y transita por las habitaciones… A veces se acurruca a los pies de la tía; duerme hasta la madrugada. Cuando ya no quiere más sangre entra a su jaula y espera que la tía ponga candado a la reja. Si lo ves, escapa… Que no te vea. Tratará de morder tu cuello para beber tu sangre… Mi pobrecito… te quedarías como un zombi.


Bajé los ojos. Las aguas del estero bañaban nuestros pies. ¡Qué ganas de desnudarla, de entrar al agua con ella, de unir nuestras pieles, mientras el estero, goloso, nos lame. ¡Buen Dios! La estaba deseando. El deseo dolía… dolía.

- Por estar a tu lado dejaría que el colocolo me mordiera”, susurré.


Entonces puso el último gajo de naranja entre sus dientes y murmuró


- Olvídalo… Hay cosas que no entiendes, querido… Que no entenderás jamás…


En la cena la tía nos miró fijamente.

- Me tinca que me hicieron lesa – dijo - En ninguna huerta se cayeron las frutas. No quiero juzgar, pero…

- Tendrías que ser jueza, mamá - dijo dulcemente Gala –


- No soy juez, pero soy dueña de la vida - afirmó la tía Eduvigis - Si llego a pillar… a los ladrones…

- Pudo ser el colocolo - señaló Gala - Anda alzado.

La tía se quedó pensando.





*


Doña Eduvigis se peleó con medio mundo. A su viejo no lo iban a tirar como carroña inútil en el cementerio. ¡Que no, señor! El alcalde y el cura, después de los argumentos legales y de los otros, a regañadientes, se rindieron. El amaba su campo. Lo depositó en la colina de los nogales. (Es que el cementerio es frío y es anónimo. Solo brinda escalofriantes soledades y olvidos. Aquí, debajo de los nogales, mi viejo descansa. Y ríe contento. Es que conoce a las pandillas de azulados mirlos y a los zorzales que saludan a la madrugada. Parecen cantores populares, viejos troveros. Siempre conversaba con ellos y compartían misterios. Sé que les confiaba sus secretos. A su caballo cenizo le gusta pastar precisamente ahí, entre los malezales de la colina. Además, le puedo hablar y contar las cosas que van pasando… Por ejemplo, este joven sobrino de una familia tan lejana... Es interesante y buen mozo y es inteligente y universitario ¡Vaya... en estos andurriales! y lo veo como contempla a nuestra Gala... Hasta creo que miraría hacia otro lado si rompen mi pérfida prohibición... igual que hice como que no sabía cuando me robó las dos naranjas... ¡Qué diablos... fue ingenioso! Y mi Gala lo defendió... ¡Qué divertido...! ¡Culpar al pobre colocolo! ¡Qué bribones...! Si mi animalillo jamás en su vida ha probado una fruta... ¡Cómo me divierten! En los campos todo anda bien, querido. Seguimos con problemas en el estero cuando viene la crecida de invierno... pero vamos saliendo adelante... La única contrariedad es el vacío helado de nuestra cama... ¡Como me hacen falta tus manos sobre mi piel...! A veces sueño que estás a mi lado... que me acaricias… que me llevas a la explosión de los orgasmos… ¿Recuerdas? Y puedo dormir... Y siento algo parecido a la felicidad... ¡Cómo te extraño!)




*

Obviamente no me iba a quedar enjaulado. ¿Quién será el fulano este que duerme en la casa y anda el día entero detrás de la Gala? Me lo quisiera encontrar solo. Ya sabría quién soy cuando me enojo. Y ahora, si, estoy muy enojado... Y me hacen falta chorros de sangre... Unas cuantas cabras y ovejas van a pagar el pato... ¡Qué diablos! Es lo que hago siempre... Lo único molesto es que después, la doña tiene que pagar los animales muertos... Si pudiera le diría: "Doña Eduvigis, olvídelos, mándelos al carajo... Dígales que están mintiendo... ¿Acaso están seguros que fui yo? ¿No hay otro chupacabras en la región...? ¿Están seguros? ¿Lo pueden probar? ¿Ah?”
Hay una cuestión que me atormenta ¿Cómo será la sangre de un humano? La tía dice, medio en broma, que soy un accidente de la naturaleza... Y, ¡Qué diablos! ¡La quiero tanto a la vieja! Pero ese afuerino de ciudad dice que soy una aberración biológica... Y un imposible... Cómo voy a ser un imposible. Si soy real. Muy leído será el futre. Y las palabras le brotan a chorros de la boca. Pero no entiende nada de nada. La naturaleza me hizo como soy y no hay más discusión. Soy un colocolo. Ni un antropitecus, ni otra cosa extraña. Simplemente colocolo. Somos muy pocos en la historia. De mi primer antepasado el carabinero, de pelo ceniciento, dijo, y lo aprobó el juez, que era "Inamible"... inamible... que no tengo alma... Será pues... No tengo alma... pero tengo el canto diario de los pastos y de las flores y del estero que me estremecen por dentro y... tengo la belleza de la Gala... que me enloquece... Y el sinvergüenza le robó dos naranjas a la doña... y se las comieron a la orilla del estero y la Gala estaba alegre y complacida... Y se creen que la doña no lo sabe... ¿Serán? Si ella lo sabe todo... Hasta sabe lo que yo pienso... y lo que yo siento... Y me cuida... Y me dice "Colocolito... no hagai lesuras..." Y es que no hago tonteras... apenas una o dos cabras... de vez en cuando... Aunque yo quisiera... pero no importa lo que yo quisiera... Lo importante es que la doña no pase penurias... Y me dan ganas que ella supiera hablar como hablo yo... y que me entendiera... Es el tiempo en que llegan los choroyes, pájaros de mierda, ¡Pura malura! Se lo comen todo... Pero la doña no los quiere echar a balazos... Si me pudiera entender... O si... me... quisiera... comprender...


*


Tenía que llegar el día. ¿Bendición del cielo? ¿Maldición depravada, infernal?

Al almuerzo, mientras masticaba la chuleta y observaba la ruta de la última cuncuna, les comenté que tenía que regresar a casa. Estaba por comenzar el semestre. Debo preparar mi tesis de grado. Mi madre me añora... Y estoy un poco aburrido del campo... Si no fuera por Gala... Estas dos últimas ideas solo las pensé, Pero los ojos escrutadores de la tía adivinaron. Gala palideció y bajó sus ojos.

- ¿Volverás para el verano? - preguntó la doña –

- ¿Me invitarán? - retruqué –

- No necesitas invitación.


En la tarde nos fuimos al estero. Había soledad. Y un sol leve, aséptico. El agua dejaba oír su canción triste. A tres cuadras de distancia, los gansos revoloteaban y enamoraban a sus hembras. Me mostró el centro de las aguas. Un cardumen de carpas danzaba sus húmedos ritos.




- ¿Te das cuenta? - susurró - Si te amara me dejarías en soledad y olvido.

- Gala... ¿Y por qué no nos casamos...?

Su risa, otro canto desolado, unido al de las aguas.

- ¿Y para qué, loco mío?

- Para estar contigo Para llevarte donde yo vaya. Para amarte a todas las horas del día. Para darte todo lo que quieras. Para acariciarte. Para besar tus labios…

Entonces, el milagro. Se acercó a mí. Casi rozándome con su cuerpo virginal. Sus labios entreabiertos aproximándose a los míos. Sus manos, a punto de coger mis cabellos. Entrecerré mis ojos. Los pidenes entonaban un interminable concierto. El más estrafalario de los cantores llamaba a su tío Agustín. Pero, en el último instante, Gala separó su cuerpo. Maldije la prohibición de la doña. La miré anhelante. El rubor cubría su tez. Su respiración era tan rápida como los latidos de su corazón. Sus hombros temblaban suavemente. Entrecerró sus ojos cuando la abracé. La besé, mientras sentía que las puertas de la maravilla se abrían para mí. Por primera vez. Respondió a mi beso. Y gimió, en susurros apenas audibles, cuando mis manos aprisionaron sus pechos. Levanté su blusa buscando la desnudez de la piel. Pero ella se levantó y retrocedió unos pocos pasos.

- Te amo – murmuró - ¡Oh, Dios…! ¡Qué locura estamos haciendo! Corrió velozmente en dirección a la casa.




La noche. Vértigo de luna tardía. Las espirales del miedo. Aullidos lejanos. El colocolo ahíto de sangre. Ahora, repulsivamente, buscándome. Mil navajas puestas en el centro del pecho lacerado. Me levanté. Fui a su dormitorio. "Solo conversemos, le diría, del verano, cuando regrese a buscarte". Su puerta estaba entreabierta. Su cuerpo, desnudo, sobre la cama. Encima de ella, penetrándola, enfebrecido, el colocolo... Sus brazos de diosa abrazaban a la bestia… Sus caderas se movían siguiendo el ritmo bestial del engendro demoníaco… Gemidos y gruñidos de placer, confundidos, llenaban el espacio del dormitorio…

Sentí que me hundía en un odio sin límites. Una horrible sensación de asco. Sólo un pensamiento: ¡Matar! ¡Matar!

Pero no lo hice. Al día siguiente, muy temprano, me fui al pueblo y tomé el bus de vuelta a mi hogar.

Jamás regresé al campo.


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