miércoles, 9 de julio de 2008

MOLINOS DE VIENTO

El hombre, alto, delgado y anciano, transita lentamente, montado en un flaco jamelgo, apenas un suspiro de largas patas que parecen no tocar la tierra olorosa del valle del Maule, cerca de Talca. Viste chaquetilla de huaso, pantalones listados y perneras que alcanzan a cubrir los botines de taco alto. Lleva una manta bordada al hombro. En la mano, una herrumbrada adarga y una alabarda estirada como un álamo. Le rodean parcelas umbrosas, de sombra vegetal. Árboles, arbustos, flores multicolores.
Silenciosos aullidos telúricos que resuenan en su corazón. El anciano piensa: "Cómo te extraño, mi regordete amigo. Sé que ahora tu voz atufada me estaría diciendo... "Déjelos, mi señor, ¿no ve que caminamos?"... Caminamos... pero estas no son las serranías consteladas de Andalucía... Ni encuentro los pagos en donde nací, hace tanto tiempo. Son tierras nuevas. De huasos y chinas hermosas como el amanecer. Jamás oyeron hablar de Roncesvalle. Nunca se enfrentaron a un ogro hambriento. Ni escucharon, por las noches, el galope de los caballeros, capas al viento, viajando hacia la nada de las cruzadas, en tierra mora... ¿Dónde estarás brindando tu cerveza y tu aguardiente, con la bocaza llena de ajos untados en el pan?... Me dirías que no son gigantes... que sólo son molinos de viento... ¡Qué disparate antojadizo! ¡Cómo si no lo hubiese sabido siempre! ¡Cómo confundir los molinos de viento si los he visto en la campiña desde mi niñez! No importa que después digan que era locura del anciano decrépito... Igual galoparé hacia ellos y hundiré mi alabarda en el corazón de las aspas que quiebran la quietud del viento estremecido. Una vez más, defenderé al viento humillado por estos ingenios diabólicos creados para transformar la naturaleza en harinas y basuras. Es mi aporte y mi venganza. Hundo las espuelas en los ijares de mi viejo compañero y volamos. La adarga firme en la mano, cubriendo el corazón. La alabarda, recta, en dirección a las entrañas del molino. ¡Vamos! ¡A la historia!..."

Néferis, el gigante, vio asombrado al jinete que corría hacia él. Apenas tuvo tiempo de hacer vibrar el aire con sus brazos. Tocó suavemente al corcel y a su jinete que salieron despedidos. Se agachó para mirarlos. Constató que ambos vivían. Una sonrisa placentera se instaló en su rostro. Tenía una historia que contar a sus hijos y nietos, allá en casa, en las alturas del volcán Tupungato.

Pintura EMILIO MOGILNER-Contra los Molinos

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