martes, 9 de septiembre de 2008

UN ESCRITOR EN EL PUEBLO

- ¿Cómo te llamas? - preguntó la dueña del almacén.
- Me dicen el Peiro.
- Bueno, Peiro: Primero barre todo el local y luego limpia la calle. Y riega el pavimento, a ver si baja un poco el calor.
Así se incorporó al pueblo. Su figura de hombre maduro, fuerte y acostumbrado al rigor se hizo familiar en las calles, en las casas, en el campo.
En ocasiones ayudaba en la cosecha; otras, descargaba un camión con mercaderías, o era llamado a encerar un antiguo caserón. En la mañana, temprano, limpiaba las veredas de los negocios y casas aledañas. De alguna de ellas venía el café y un gran trozo de pan amasado, humoso, suculento y, más tarde, el almuerzo. Al atardecer, llegaba a sus manos ávidas un plato caliente colmado de guiso que comía lentamente, mientras en sus ojos nacían breves destellos líquidos. Es que en cada bocado brotaban recuerdos y ellos encadenaban la tristeza. Nunca aceptó dinero a cambio de su trabajo. Le decía a sus ocasionales patrones que bastaba con la alimentación y con el cariño del pueblo. Por las tardes, se instalaba en la plazuela, frente al almacén. Abría su viejo y roído maletín de cuero. Sacaba las hojas de papel y los lápices. Entonces, escribía. En las noches, aún cálidas, a pesar de los vientos descendidos de la montaña, se acurrucaba en cualquier rincón y se dormía abrazado a su maletín.
Dos veces en cada semana tomaba rumbo de río. En uno de los recodos del Hualén, más arriba del Puente del Alto, oculto a las miradas del pueblo, detrás de los zarzales, o entre las ramas bajas de los sauces, se desnudaba y tomaba un baño. Una vez cada quince días, en el mismo recodo, lavaba su camisa y sus únicos pantalones.
Una tarde de otoño, una dama del barrio de los ricos, del sector de los palacetes construidos cerca de las Viñas de Lucas Tago, bajó en su camioneta y le regaló un inmenso colchón y cinco frazadas.
- Ubica estas cosas en algún lugar ... le dijo ... Así podrás capear el tiempo frío.
La calle, frente a la plazuela, terminaba en un rincón, justo al finalizar la cuadra. La dueña del almacén le autorizó a utilizarlo. Desde entonces, el Peiro se recogía temprano y rebozado entre las frazadas, leía el trabajo del día o continuaba escribiendo.
- ¿Qué escribes, hombre? ... le preguntó el dueño de la carnicería.
El Peiro sonrió.
- Es que soy escritor, le dijo. Estoy escribiendo la historia de un hombre llamado Peiro... igualito que yo...
- Y... muéstrame tu historia. Me gustaría leerla.
- No, patrón... Es que todavía no he terminado.
El carnicero lo comentó con el peluquero. Este dijo:
- Entonces, tenemos un escritor en el pueblo.
- Lo increíble - apuntó el herrero - es que se trata de un hombre tan humilde.
- Con razón lo he visto quedarse con la mirada perdida en el horizonte, tal vez en el tiempo pasado, pensando - acotó el carnicero.
- Tendremos que cuidarlo - concluyó el peluquero.
Ese año el otoño fue breve y frío. El invierno se dejó caer brutalmente. Tres y cuatro días de lluvia y granizo todas las semana. El viento del norte golpeaba sin misericordia los campos y los bosques y los techos del pueblo. El Peiro tuvo días de arduo trabajo acumulando y cortando leña para casi todos los vecinos. En los días de lluvia protegía su cama debajo de los aleros. Se forraba en una de las frazadas y cubría sus andrajos con el resto.
- No, patrona, - le decía a la dueña de la tienda de artefactos -. El Peiro no siente frío. Lo único malo es que se hielan las manos cuando escribe.
La mujer entró a la tienda, regresó con un par de guantes y se los entregó:- Espero que cuando termines tu libro me permitirás leerlo.
- Así será patroncita.
En los primeros días de julio el clima empeoró. Las calles y los pastizales amanecieron escarchados. Un día miércoles empezó a nevar. La nevazón caía desde los altos del Hualén poniendo muros blancos en todos los horizontes. La gente se refugió en el interior de las casas durante los nueve días de nieve y temporal. Cuando terminó, el pueblo tenía casi dos metros de nieve en las calles. En el rincón frente a la plazuela, allí donde el Peiro tenía su cama, sólo había un gran bulto tapado por un cobertor blanco, de hielo..
Los vecinos trajeron palas e intentaron limpiar el lugar para rescatar al hombre, pero era tarde. Había muerto abrazado a su viejo maletín de cuero. El sargento de la policía tomó el maletín y lo abrió. Allí dentro estaban las ciento cincuenta hojas escritas trabajosamente con los lápices de grafito. Le alcanzó los papeles al señor cura. Este leyó:
- "Abia una ves un omvre ke se llamaba el Peiro"...
La frase se repetía idéntica hasta el final de la hoja. La segunda y la tercera y la cuarta y todas las páginas del extenso escrito sólo contenían la frase "Abia una ves un omvre ke se llamaba el Peiro" escrita una y otra vez con caligrafía tortuosa, temblorosa, de principiante.Los vecinos se miraron en silencio. El señor cura hizo los rezos propios de la ocasión y concluyó con un ruego:
- Buen Dios, todo este pueblo te pide que lo recibas en el Paraíso... ... Fue un hombre bueno... ... Y permítele que allí, mirándote, pueda escribir su historia.
Le enterraron abrazado a su viejo maletín de cuero.

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