domingo, 21 de septiembre de 2008

Blues en tonalidad menor (4)

La Luna perdida

Es definitivo, se me perdió la luna.

Si fuera la luna que vigila las noches aburridas del resto de los hombres no importaría. Empezaría la ronda infinita, tediosa e inútil de las comisiones de expertos para averiguar qué fue lo ocurrido y qué hacer para recuperarla. Entretanto, los hombres, acostumbrados a todo tipo de desgracias, después de enterarse del respectivo decreto municipal, cantarían boleros y rancheras y aceptarían reemplazarla por las burbujas vacías de la televisión.

Pero no es nada de eso. Se trata de mi luna. Me ha acompañado desde la niñez, cuando me convencía, cada tarde, que esta vez si vería a la Virgen con el asno y el niño. De esta volátil luz reflejada cada vez que yo miraba hacia lo profundo del pozo o se quebraba en mil luciérnagas bailarinas cuando tiraba una piedra en el corazón de la luz mágica, en las aguas del río.
No es un asunto de amor (¡Claro que amo a mi luna!... Pero más amo tus cabellos negros, perfumados de azahares, suaves como el agua cuando escurre mi cuerpo desnudo). Es que me he quedado vacío de razones. Nadie tiene derecho a llevarse mi luna para otro lugar que no sea el fondo de mis pupilas oscuras. Nadie debiera solazarse cuando ella besa mi cuerpo y tu cuerpo desnudos y nos enseña la belleza de la luz y de la noche. Sólo ella fue creada para presenciar el pequeño jardín, cuando me llevas a él, y me besas, buscando mis besos, para que mis labios hambrientos inicien la búsqueda de tu piel vegetal.

¿Es que nadie quiere comprender que mi luna es solo mía? ¿Cómo podría enfrentar el tiempo, las horas del día, mañana, cuando el sol me pregunte donde la he dejado? ¿Cómo soportar su severidad? ¿Y su inevitable castigo?

La ausencia de mi luna también te afecta. En realidad, mi luna es de ambos. Y mi pena es también tuya. Por eso, te propongo lo único que se me ocurre razonable: Ven y toma mi mano. Déjame sentir la tibieza de tu piel, cuando nuestros dedos se entrelacen y formen una mano única entre dos cuerpos que se ansían. Y caminemos. Hacia el este, por donde siempre amanece mi luna; o, si quieres, hacia el oeste. Caminemos hasta que las hadas y los ángeles inventen ruiseñores y abran para nosotros los caminos del encuentro sagrado. Sé que la encontraremos, remoloneando, mientras nos espera.

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