domingo, 21 de septiembre de 2008

Blues en tonalidad menor (3)

El celista.

(Wagner Ruiz, ese querido maestro que jamás pudo dejar de ser niño)

La rutina de la mañana se quebró cuando supimos que Wagner, el profesor de cello, estaba perdido. Dos noches sin llegar a casa y dos días de ausencia en la escuela eran un problema complejo. Al mediodía, profesores y alumnos habíamos formado grupos para recorrer los lugares que Wagner frecuentaba.

Era profesor de artes manuales. Sus manos pequeñas y regordetas poseían habilidad angélica. De migajas, hacia paraísos. Un trozo de rama del nogal terminaba en gnomo barbado. Y la trapería traída por las niñas, en una muñeca con vestidos del mundo de los glaciares. Su rostro rubicundo, sus bigotes hirsutos y su humor vivo le hacían distinto y querido. Una noche, en uno de los bares que frecuentaba, ganó una partida de brisca. El más duro de los contendores explicó no tener dinero. “Sólo me queda este cello”. Wagner aceptó el instrumento. Y después - explicaba - No me quedó más remedio que aprender a tocarlo”. Lo hizo con dedicación y pericia. “En una centuria lo dominaré”, decía, pero dos años después tocaba en la Sinfónica.

Los grupos se dispersaron por Santiago. Unos, a la Catedral; otros a la casa del obispo Huerta; cinco grupos se repartieron los bares y restaurantes de los que era cliente. Dos grupos fuimos al barrio de las putas. Golpeamos una puerta. Por una ventanilla enrejada un marica nos informó que la casa estaba cerrada. Nos retirábamos cuando lo oímos: Era la “Barcarola” de Offenbach. Era vívido el terror y el dolor del joven poeta mirando como la amada se aleja en la barca burlándose de su ingenuidad… Los vibratos en la mano de Wagner eran canto y eran llanto. Le dimos al malandrín unos billetes y entramos. Todos estaban en el salón oscuro y raído. Las mujeres a medio vestir, cabizbajas, recostadas en los sillones y sofás. El resto del personal arrinconado entre las sucias cortinas. Wagner, vestido con el frac del último concierto, al centro del salón, sobre un escenario improvisado, con el rostro hundido en su pensar, hacía correr su mano regordeta sobre el mango del instrumento que cantaba en armonizaciones perfectas, limpias, impecables. Las lágrimas corrían por los rostros pintarrajeados de las mujeres. Le escuchaban con devoción, sus sonrisas, heridas abiertas en noches desesperadas, en un silencio sagrado. Por primera vez en su vida, un ángel bueno, aparecido hacía dos noches, había llegado para mostrarles que la música es belleza categórica y plena de emociones y recuerdos. Levantó los ojos y nos vio:

- Hola, cabros, nos dijo. Termino aquí y nos vamos… Estoy muerto de hambre.

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