domingo, 21 de septiembre de 2008

Blues en tonalidad menor (2)

El Mensajero

No se trata de andar pateando las tristezas, rumiándolas, con la cabeza gacha, como si fueran piedras. Esta vez, la rabia tiene objeto conocido. Es la calle Santa Victoria, la misma de la infancia, cuando jugábamos la pichanga pateando una pelota de trapo. “¡Este juego es ilegal!” chillaba el anciano jubilado de carabineros. Pero no le hacíamos caso; entonces el anciano entraba a su casa y regresaba con un palo en su mano… Volábamos, entre risas a escondernos en los zaguanes… Diez minutos más tarde continuábamos jugando. Hoy, está todo cambiado. Donde había casas, hay departamentos. Donde había niños y alegría, hoy sólo se pueden ver rostros torvos, próximos a la vejez, cercanos a la muerte, muecas de desagrado, de vacío, de palabras que no se alcanzaron a decir, de canciones que jamás se cantaron. Lo único que aún permanece son los grandes tilos que nos cobijaban en el verano. Pero no sé si este año florecerán. Y los adoquines lustrosos. Pareciera que jamás se gastan, Que tienen más eternidad que nosotros. Y no conocen el miedo. Ese que atenaza mi corazón y mi garganta, porque ya estoy a dos pasos de la casa del Pedrito, ese querido amigo de toda la vida, y no sé si tendré las palabras que se necesitan y la mirada que se requiere y las manos tendidas para tomar sus hombros y recibir las primeras lágrimas, o las primeras maldiciones. (“Pedro, vengo en representación de los amigos...”) ¡No! ¡Qué idiotez! No vengo en nombre de nadie. Vengo porque estaba escrito que fuera yo quien tuviera que venir. Porque todos los demás bajaron los ojos y restregaron los pies contra la tierra. Porque murmuraron en forma casi inaudible mi nombre. Porque “Siempre fuiste su mejor amigo”. Porque no sé que mierda me llevó a esa esquina justo en el momento en que había que tomar la decisión. Y ahí estaban todos: el Pancho, Igor el alcahuete, el Manuel, la loca de la Carmen y el “Lolo Fuentes”. Igual que aquella noche de la lejana infancia, cuando dos guapos se pelearon a puñetazos el amor de la Perla que miraba indiferente, pavoneándose, acodada en el balcón de su casa.


Salió a la calle al primer timbrazo. No esperó mis palabras. Me abrazó, pegado a mí como si estuviera a punto de desmayarse. ¡Qué mierda de puta es la vida!, dijo. Y, enseguida, ¡Llama a los muchachos. Que no se queden hueveando en la esquina. Abriremos unas botellas y cantaremos, para que las penas naveguen al olvido!



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