domingo, 21 de septiembre de 2008

Blues en tonalidad menor. (1)

Al reencontrarse, tuvieron la sensación del tiempo vacío, congelado y mudo, en el último rincón de la conciencia, que ahora reclamaba urgentemente su derecho al presente. Ernesto se hundió en las pupilas gris verdosas de sus ojos y le dijo, sonriendo:
- Son como gemas de esmeraldas sin pulir… Esconden todos tus secretos: los legales y los ilegales.
Alma rió con ganas.

- No hables de lo que ignoras, alcahuete querido - le dijo –

Pero una hora después, mientras el especialista japonés, pavoneándose, rumiaba su teoría sobre la rudeza asonántica de la poesía posmoderna y presentaba, sorpresivamente, a Nicanor Parra como un representante del clasicismo, las manos se encontraron y se unieron en un lazo estrecho y suave. Cada caricia de los dedos corría por las venas de los brazos y se expandía a todo el cuerpo, poniendo temblor en la piel aturdida y progresivamente afiebrada. No se atrevían a mirarse. Se aproximaron tanto como lo permitían las sillas. Los brazos y las piernas se unieron y transmitieron su calor y su temblor. El japonés, tan absurdo como su español, parecía estar terminando su perorata. No escuchada. No asimilada. Sin significación alguna. Más tarde, en el salón, durante el cóctel, Alma musitó:

- Supe que te casaste. También yo lo hice. Tengo tres hijos. Y una familia. No puedo, no debo estar contigo.


- Los míos son dos, pero ya crecieron. Construyeron la mitad de sus futuros posibles. En ellos, yo no cuento.


- Es verdad… Pero aún así, están nuestros cónyuges.

- Es verdad – repitió Ernesto -


La habitación del motel era limpia y neutra. Después del amor, queda su escenografía pegada en la pupila como formando parte de la inmensa alegría del placer compartido, después de todo el tiempo esperado, explosionado entre los ojos desorbitados, la respiración acezante y la piel que no quiere dejar ni sus temblores ni su fiebre.


Se encontrarían dos semanas más tarde. Ernesto esperó en el lugar indicado, pero Alma no llegó. Tampoco respondió su celular. Tampoco la tarjeta con saludos que envió a su domicilio. Un amigo accedió a llevar, a su casa, un libro de poemas que ella deseaba comprar. Un hombre abatido abrió la puerta.


- Si, dijo. Aquí vivía. Soy el viudo. Nos dejó para siempre. Su voluntad fue adelantarse al cáncer que ya había empezado sus procesos finales. Bebió un veneno. Antes de expirar dijo un nombre “Ernesto”… Es curioso… Era el nombre de mi padre…

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