domingo, 14 de septiembre de 2008

EL CASO DE LA RULETA

Puse las últimas dos fichas de cinco mil sobre el 25 y esperé, cruzados los dedos, mientras el crupier echaba a correr la maldita bolita. Fue en ese instante: El hombre hizo una mueca y cayó al suelo. Un médico corrió a asistirlo. Le auscultó y movió la cabeza.

- Está muerto – musitó –

Las tres palabras recorrieron en sordina el silencio del .salón de juegos. El doctor volvió a susurrar:

- Tiene un pequeño dardo incrustado en el cuello… Asesinato… Hay que llamar a la policía.

La endemoniada bola se detuvo en el número 25. Pero ya no había como cobrar. Me acerqué y dije, mostrando mi placa:

- Soy policía –

Calcé mis guantes de tarea y revisé el cadáver. Se trataba de una pequeña plumilla oscura que sobresalía del cuello. Calculé la dirección y nada. Desde donde debiera haber volado sólo había una pared desnuda. Ni siquiera una ventana. Llegaron mis compañeros de la Tercera Judicial y el Comisario Artigas, tirano como siempre, me ordenó que tomara el caso y lo investigara a concho. Después de todo, esta era la primera noche del Casino recién estrenado para promover el turismo de nuestra pequeña ciudad costera. Pedí que cerraran las puertas. El gerente me señaló que el crupier acababa de bajarse del avión. Venía de Barcelona. Sin familia ni amigos. No conocía a nadie. Nadie lo conocía. Tres ayudantes tomaron los datos de los presentes: Sesenta jugadores en total. Todos quedaron citados a mi oficina para el lunes próximo a contar de las ocho de la mañana. Todavía tuve tiempo de beber un vodka – que no me deja aliento alcohólico – antes de retirarme a casa. Esa noche no había descanso. Había un pensar en todas las posibilidades imaginables referidas al asesino… o asesina. Bebí un cubo de vodka, arrellanado en el sillón de pensar, con mi perro, el Comillas a mis pies. De tarde en tarde le ponía un poco de trago en su tiesto de beber. Puse la cueca del Guatón Loyola y me convencí que me daba de cabezazos contra una pared. No tenía por donde entrar. Exploré en un crimen por encargo. También la idea de una equivocación; el dardo iba en contra de otra persona en la ronda sobre la ruleta. Pero eran hipótesis sin fundamento. Tal vez mañana, conversando con los presentes, todos ellos invitados por ser primera noche, pudiera llegar a algo. El Comillas gruñó; el borrachín quería más vodka. Entonces, me dormí.

- ¡Inspector Morocho! – gritoneó Artigas - ¡Cómo se le ocurre cerrar el Casino! ¿Está loco…? ¡Desde el Ministerio del Interior me están reclamando!

El Comillas fue a sus pantorrillas gruñendo feroz y el comisario entró como bólido a su oficina.

- ¡Saquen a esta bestia de aquí! – fue su último grito –

Llamé a don Eusebio, el gerente del Casino, y le autoricé a abrir todas las dependencias, menos el salón de juegos. Luego me dediqué a mis testigos. De los sesenta invitados, cuarenta y cinco eran autoridades del nivel central o regional. Intocables. Harían declaraciones por oficio. “Soy fulano de tal, mi RUT, mi cargo y no tengo nada que declarar”. Doce eran funcionarios del Casino y en el momento de los hechos estaban en sus ocupaciones, lejos de la ruleta. Me quedaban tres posibilidades. Los interrogué. Dos de ellos eran absolutamente gringos. “Mi no sabiendo nothing” “Mi nou hablando spagnol”. La tercera era una dama, doña Elcira, extremadamente nerviosa, que terminó confesando que su marido ignoraba que esa noche estuvo “sola” en el Casino. Era una posibilidad.
A las once de la mañana el Comillas me tironeó el pantalón. Era el momento en que bajábamos al bar del coño Méndez. Yo pedía un café y el Comillas sorbía una taza de café con leche. Pero esta vez el bribón puso su mano en el borde del tiesto y derramó su contenido. Una empleada limpió el desastre. ¡Mierda! ¡Propina doble! El Comillas me mordisqueó la pantorrilla. Tenía sed. Le pedí una cerveza helada que el borrachín bebió con ansias de resaca.
En la noche repetimos el rito. Mi cubo de vodka helada. El Comillas a mis pies, esperando su ración de trago. Y la cueca del Guatón Loyola. Es que el gordo me levanta el ánimo. Me hace ver que hay otro más aporreado que yo. Lo imagino guapeando y recibiendo golpes hasta terminar debajo de las mesas, de puro aniñado, mirando a la comadre Lola.

- La solución tiene que estar en el salón de juegos – musité – Y el Comillas, en su segundo vodka, ladró dos veces haciendo gorgoritos que es su forma de decir que si.

Al día siguiente pasamos horas revisando el salón. El Comillas olisqueaba por todos los rincones. A la entrada, doce tragamonedas. Al centro, dos mesas de ruleta, una de veintiuno y otra de siete y medio. Un pequeño saloncito con siete sillones mullidos, al lado del bar. Allí había pasado un par de horas Monseñor Correa que bendijo las instalaciones. Pero el salón no habló. Mi instinto me decía que tenía que volver. Allí algo, que aún no percibía, tenía las respuestas.
Tirado en mi sillón de pensar, me sentía enfermo de nostalgia, de soledad. Sentí que rascaban la puerta. Abrí. Una cosa pequeña y peluda cruzó a toda velocidad por entre mis zapatos. Era un gozque de pocas semanas. Patas breves, barba y mostachos y un pelaje que iba desde un rojo suave a una gruesa línea negra en el lomo. La cola parecía un signo de interrogación encaramado. Me hizo reír. Lo invité a salir. Pero el canalla recorrió todo mi hogar olisqueando los rincones. Fue a la cocina. A la mesa del comedor. Al dormitorio. Recorrió lentamente la cama y finalmente fue a mi sillón de pensar, se echó a lo largo de su mísero cuerpecillo y se durmió. ¡Qué tal!, musité, esta cosa parece que aprobó mi hogar. Cerré la puerta. Me acerqué para enviarlo de regreso a la nada. En vez de eso me senté, pensativo, y el perrillo puso su cabeza sobre uno de mis pies y gimió, como pidiéndome paciencia. Pensé, mañana, al irme a la oficina, lo pondré en la calle. No lo hice. Postergué el desalojo para la tarde. Cuando llegué el bribón me esperaba con una rutina de baile enloquecido a ras del piso, acompañada de ladridos cortos en gorgoritos; se sentaba y con sus dos manitas se peinaba las cejas y los bigotes. Luego corría todo el espacio arrastrándose como una lombriz. Me miraba y volvía a peinar sus pelos chascones. Me hizo reír la pantomima y el diablillo terminó su danza trepado sobre mis rodillas. Entonces pensé: “Este es mi perro”. Y se quedó, para siempre. Es mi compañero y mi ayudante. Ayer fuimos por cuarta vez al salón de juegos y lo volví a recorrer. En algún momento el Comillas hizo el gesto de “Tómame en brazos”. De mis brazos saltó a la mesa de ruleta. La recorrió olisqueando una y otra vez. Y de pronto, su ridícula cola se escondió entre las patas, una mano levantada y la nariz mostrando un punto de la mesa. Es el gesto de “Observa lo que hay aquí”. Revisé con cuidado sumo. ¡Y ahí estaba! Una perforación minúscula, de base plastificada, en el mismo color de la baranda. Justo en el ángulo que siguió el dardo para alojarse en el cuello del crupier. Lo demás era deducción. Por fin tenía el cómo de los hechos. Pero me faltaban los por qué y los quiénes. Acaricié al Comillas. Se había ganado ración doble del cubo de vodka, para la noche.
En la conferencia de prensa, el comisario Artigas respondió con su acostumbrado cinismo:

- Mi investigación dio sus primeros frutos. Encontré el arma. Es un aparato que funciona con presión de aire. Instalado frente al crupier. Es activado al marcar un número en el celular. Ingeniería pura. Estamos frente a un asesino con conocimientos tecnológicos en la construcción de armas. No informaré más hasta tener el nombre del culpable. Estoy muy cerca de ello.

-El maldito…! El inspector Gordillo, muerto de la risa, me consoló.

- No le hagas caso. El weón es así, deshonesto. Olvídalo. Bajemos al bar del coño Méndez. Pediremos unas cervezas… y conversaremos… hasta que las velas no ardan…
En la tarde conversé con Lita, la tanatóloga. Me marea con sus ojazos verdes. Y con su cuerpo virginal, de bailarina. Converso con ella y me quedo a medio hablar. Como un idiota. Ella sabe lo que me ocurre. Y sonríe. Me pregunta por mis días y me dice que ya está bueno de soledad. El Comillas la adora, casi tanto como yo. Pero no me atrevo. Aunque la sueño frenética, en mi cama, exigiéndome más de todo lo que soy capaz de dar. Entonces, Lita vuelve a sonreír, como si supiera lo que estoy pensando. El Comillas mordisquea mis canillas. El bellaco me está empujando: “No seas cobarde. Invítala”, pero qué puede saber un maldito cachorro sobre lo que estoy sintiendo.
El informe de Lita fue sorprendente. El dardo utilizado no hubiera hecho más daño que una ligera inflamación. Pero estaba impregnado de veneno: ¡Curare! suficiente para acabar con todos los presentes. El crupier estaba muerto antes de caer sobre el piso. Había premeditación. El artefacto fue activado para matar. Lo imaginé frío, sanguinario, marcando el número del celular y observando como el pobre hombre se doblaba en dos y moría sin comprender lo que estaba ocurriendo. Luego siguió jugando, o conversando, mientras terminaba su tercero o cuarto whisky. Lo odié al sinvergüenza.

-¿De dónde diablos sacaron el curare? – pensé en voz alta –

- Dame unas horas, dijo Lita. ¿Te parece que nos encontremos esta tarde, a eso de las siete, en el bar del coño Méndez? Para entonces sabré de donde salió el veneno.
Mi corazón brincó alocado. Finalmente estaríamos un rato juntos, fuera de su laboratorio o de mi oficina. Quizás… quizás… Miré al Comillas. Se peinaba bigotes y barbas y de su garganta salía el co-co-co de los momentos felices.

-Este no quiere entender que no es una gallina – dije un poco avergonzado –

Y reímos. Y la risa de Lita era como el canto de las caracolas a orillas del mar océano
Había que volver a los personajes. Interrogué a los empleados del casino. Coincidieron en que sólo cinco personas habían utilizado celulares. El gerente; la mujer, llamada Elcira, casada con un ingeniero de la marina, experto en armamentos de alta eficiencia; el Obispo Correa que pasó un par de horas arrellanado en uno de los sillones haciendo durar un vaso de menta frappé; y los dos norteamericanos. Estos últimos ya estaban fuera del país; por tanto las sospechas sólo iban en dos direcciones, Elcira y el gerente, don Eusebio. Por cierto que ni pensar en monseñor.
Fue fácil colegir que Eusebio y doña Elcira eran amantes. Al principio lo negaron rotundamente, pero unas fotografías puestas en mi mano por uno de los empleados, rompió sus negativas. Se amaban desde hacia tres meses. Pero Elcira no quería romper su matrimonio con el oficial. La Marina es estricta en este sentido. Sería el final de la carrera de un hombre bueno.
Tuvimos una reunión de pauta y Artigas dio por cerrado el caso. El arma había sido preparada por el marido engañado, el único que tenía los conocimientos necesarios. Me ordenó detener a los tres implicados: el gerente, la mujer y el marido. Estaban clarísimas las conexiones, la oportunidad y la causa. Le dije que no:

- Es una solución demasiado simple, señor comisario. Siento que nada encaja. Hay que seguir investigando.
Artigas se puso morado. Pateó el piso.

-¡De nuevo con su indisciplina, inspector Morocho! ¡Usted y su perro pulgoso…! ¡Estoy dando una orden!. Me exigen que el Casino vuelva a funcionar. Gordillo, haga usted las detenciones.
Gordillo lo pensó unos instantes, luego dijo:

- Pienso igual que mi colega, comisario. Es muy temprano para hacer detenciones.

-¡Mierda! – exclamó Artigas – Les doy cuarenta y ocho horas. Entonces procederé.
En la tarde me reuní con Lita. Venía hermosa, como un sueño. Olía a ternura. Pedí tres vodkas. Nos trajeron las dos copas y la tercera porción en un pocillo dejado en el suelo para el Comillas. En nuestro país – dijo - no hay como conseguir Curare. El asesino lo trajo de Centroamérica o Brasil. Dejamos de hablar del caso. Dos copas más y Lita me pidió conocer mi casa. Fuimos. El Comillas se instaló sobre el sillón de pensar y escondió su cabeza entre las manos. Era el gesto de “No estoy. No te veo. No te escucho”. Dejé a su alcance un pocillo lleno de cerveza. Entonces fuimos al dormitorio. Nos besamos. Nos desnudamos y tuve la noche más maravillosa de toda mi vida.
Investigué las llamadas. Elcira hizo tres. Una a su marido y dos a Eusebio para decirle que lo amaba. Eusebio hizo ocho. Seis a distintos lugares del Casino preguntando por las tareas programadas y otras dos a Elcira para decirle que también la amaba. No había llamadas perdidas. Ninguna de las realizadas podría haber activado el arma de la mesa de ruleta. El marido de Elcira, ocupado en un Cursillo para oficiales, en Antofagasta, a mil kilómetros de distancia, no utilizó su celular. Sólo quedaba una posibilidad. En mi sillón de pensar se olían los restos de la noche del Comillas. Lita me previno. No podía seguir siendo un borrachín. Pero, ¿Cómo cambiarle el vodka y la cerveza por agua…? Capaz que el bellaco me abandonara. Y no sé qué haría sin su compañía impertinente… y sabia. Monseñor había usado muchas veces su celular. Tenía llamadas perdidas. Y números sin destinatarios. Lita, otra vez. ¡Demonios, estaba enamorado! Sólo pensar en Lita me enloquecía. Sentí ganas de reír… Esto no podía estar pasándome… Me había prometido una vida de soledad… Pensé que no podía compartir el riesgo de mi profesión con una compañera… Pero Lita… Era como pisar las puertas del paraíso… Como beber el elixir de los dioses… Una larga promesa de placer infinito. Se había metido en mi sangre como un veneno… ¡Claro…! ¡El curare…! ¡Sólo una posibilidad! ¡Cómo quisiera estar equivocado! Fuimos al salón de juegos y lo recorrimos. El Comillas se acercó a los sillones, los olisqueó e hizo el gesto de “Observa aquí”. Le dije “Ya lo sé” y el Comillas se restregó contra mis piernas. Un pequeño ladrido en gorgoritos me dijo “No tengas pesar”. Monseñor Correa había conversado largamente con el Ministro del Trabajo y con el Director de Deportes y Recreaciones. En ambos casos había rogado “Por mis pobres, señor…” “Es que la cesantía duele como mil cuchillos atravesando el pecho…” “Es un problema de dignidad, señor Ministro…” Estudiaremos el problema… Si, hay posibilidades de utilizar la caleta como fuente de trabajos industriales…” “Es que mis niños, señor Director, necesitan espacios de recreación… Tal vez un estadio en los terrenos del bajo, en la caleta…” Y “Si, monseñor…. Podemos canalizar algo de financiamiento sin uso previsto…” Imaginaba el corazón de ese hombre bueno… y sus sueños ligados al destino de sus pobres, de sus niños… de ese magma ardiente en donde florece el delito… ¡Carajo! ¡Era el mundo que yo y el Gordillo y todos mis colegas conocíamos… desde dentro! Y era verdad, dolía como mil cuchillos atravesando el pecho desnudo de defensas…
Finalmente pedí la entrevista. Monseñor Correa, en persona, me dijo amablemente que me esperaba, “Mañana, a las diez y media, ¿Le parece?”
Fuimos con el Comillas al bar del coño Méndez. Al segundo cubo de vodka estábamos borrachos.
Finalmente Lita me convenció. Viviremos juntos. Venderemos nuestros departamentos y compraremos una casa. “Quiero cuidar un jardín” me dijo. Y yo pensé que quiero cuidar de ella y del Comillas.
Pedí una reunión de pauta. Dije:

- Ahora puede cerrar el caso, Comisario. No hay evidencias suficientes que permitan encausar a Elcira, su marido y don Eusebio. Si se les detiene el Departamento deberá enfrentar un chasco de proporciones. La prensa nos hará picadillo. Y tendremos que sufrir una contra demanda.
Me pidió explicaciones. Analizamos uno a uno los argumentos que proporcioné. Finalmente todos manifestaron estar de acuerdo conmigo.

-Pero necesitamos un culpable – ordenó Artigas – No aceptaré el cierre del caso sin un inculpado que pueda ser procesado. El caso ha golpeado fuerte en la población.

-No puedo ofrecer culpables, señor comisario.
Entonces, otra vez el berrinche de Artigas, peor que pelea de borrachos en la cantina. Iracundo, nos maltrató a todos. Lo más suave es que somos un hato de ineficientes. Gordillo se acercó a mí y preguntó:

-Ya lo sabes, ¿Verdad?

- Amigo – le dije – el Comillas y yo te invitamos ahora: un balde lleno hasta el borde de lo que quieras… Cerveza, wisky, vodka… lo que quieras…

- Pero ¿Lo sabes?

- ¡Qué importa…! ¡Ah, Gordillo, amigo mío…! ¡Qué importa…!
Monseñor me ofreció una taza de café. Me miró a los ojos, profundamente. La suya era una mirada acostumbrada a las miserias, a la observación de la tristeza. Supo perfectamente a qué iba.

- ¿Y bien…?

- Usted, monseñor, estuvo en la Reunión de Obispos en Recife…
Su mirada estaba anegada en lágrimas.

- Si, hijo mío. De allí lo traje. Es que me ordenaron bendecir ese lugar… demoníaco… Me enfrenté a un dilema moral espantoso. ¿Sabe usted lo que significa un casino donde se juegan enormes cantidades de dinero cuando hay una población de miles de pobres sin trabajo? ¡Hombres con su dignidad mancillada…! – murmuró sombrío - Algo se hizo trizas en mi interior… Creí que lo que hice sería suficiente para cerrar para siempre el Casino… ¡Qué Dios me perdone…! ¡Paso las noches llorando…! ¡Qué estupidez más inmensa…!

-¿Qué haremos, monseñor?

- Usted debe cumplir con su deber, señor detective…

- Monseñor… Pedí cerrar el caso… sin culpables…

- Entonces… dejaré la sede episcopal… Iré a Roma y pediré al Santo ADp Padre que ejecute mi castigo… Quizás terminaré mis días en algún monasterio, en algún remoto lugar de Europa, con voto de silencio… Para siempre…

- Monseñor – dije – Soy agnóstico… pero… le ruego que sus manos… me bendigan…
Esa tarde, después de beber unos tragos con Gordillo, sentí que el Comillas tiraba de mi pantalón. ¡Carajo! No podía quedarme más tiempo. En casa me esperaba Lita. Añoraba sus caricias. Y sus brazos y su pecho, para refugiarme en ella. Sin pensar. Sabía que esta vez el Comillas pediría su espacio de ternura. Y se dormiría entre Lita y yo.

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