
Isis sonreía.
Adela se mesaba los cabellos. Si pudiera alcanzar tu esencia, pensaba. Si pudiera llegar a ser tu sacerdotisa. Lectora de tu mensaje. Portadora de tu presencia en el mundo. ¡Cómo hacerles entender que en ti y sólo en ti están las respuestas!
Los fantasmas, dueños primeros de la casa, volaban gritando adverbios. La casa gruñía, se estremecía, gemía, como si todos los dolores del universo impregnaran las paredes.
Adela encendía un porro y aspiraba hasta sentir que su espíritu empezaba a vagar entre los parronales nostálgicos y breves.
Una tarde entre las tardes - pensaba Osiris - Todo va a cambiar. El rencor. El horror. El tiempo maldecido...
El tiempo está fractalizado - pensaba Carlos - Nada es como lo presenta la historia. No hay peor chiste que afirmar que los hombres somos constructores de la historia. Y vestía sus hábitos blancos, con la roja cruz cruzada en el pecho, como una llaga. Abierta en el recuerdo del rey traidor.
Amame, le susurraba Isis. Y deja que cumpla mi destino. Que es el tuyo, dulce amado mío. Me hundo en tus brazos milenarios. Y brillas por sobre todo el firmamento. Y gracias a ti mi semilla se hace árbol y trigo maduro y se hace gardenia y se hace alelí. Tú y yo, amor... y la eternidad.
Una tarde entre las tardes Osiris guardó entre los pliegues de su amplia túnica dorada, un puñal cristalino, estelar. Esperó pacientemente la hora del crepúsculo. Sintió el instante en que Seth se acercó, por detrás, a su cuello. Entonces se volvió y su puño hundió el arma en el pecho del traidor. Esa tarde no llegó la noche. El sol campeaba, incrédulo, en el centro del horizonte.
Isis enloqueció.
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