jueves, 14 de agosto de 2008

EL CHOLO

El Cholo llegó al Instituto siendo un cachorro. Su rostro lleno de pliegues y su mirada desamparada y aletargada emocionaron a los de Diseño que lo adoptaron oficialmente.
El Cholo creció. En la mañana, esperaba al personal en lo alto de la escala de piedra y los saludaba meneando su cola y dando pequeños ladridos mientras saltaba y danzaba en torno a los que llegaban.
Todos amaban al perro, de piel negrísima y brillante. Se transformó en un animal de gran envergadura. Su grueso cuello parecía estar hecho de acero. Su dentadura era la de un luchador. Ningún extraño se atrevía a entrar a los jardines del Instituto. Mucho menos acceder a las oficinas. Cuando se programó el Circo para los hijos de los doscientos funcionarios, el problema mayor fue qué hacer con el Cholo que jamás había estado encadenado. A alguien se le ocurrió transformar una de las aulas en cárcel transitoria. Creyeron poder centrar y controlar la fuerza y la curiosidad del animal. Pero el Cholo no estaba dispuesto a perderse el affaire.
El día del Circo amaneció hermoso. Un sol tempranero entibiaba la mañana. Los niños se apoderaron del parque y jugaron hasta que les llamaron para la función. Fue el adiós al parque. El acto de los malabaristas vestidos de color malva y de los payasos hicieron la felicidad de la infantil audiencia. Luego, un cuadro de treinta perros amaestrados. Eran cachorros de un año que salieron mostrando sus vestidos: pizpiretas y amorosas damitas de falda amplia; juguetones señores de pantalones ceñidos. Y todos con sombreritos coloridos que engalanaban sus cabezas. Empezaron caminando sobre sus patas traseras. Luego, se formaron en tres filas mientras uno de ellos daba órdenes cumplidas de inmediato: Un par de ladridos y los treinta perrillos se acostaban y dormían. Otro ladrido los levantaba. Fue en ese instante que llegó el Cholo corriendo veloz. Un frenazo en el centro del escenario y tres ladridos poderosos. Los treinta perrillos, azorados, tuvieron un segundo de indecisión y luego corrieron a perderse en todas las direcciones siendo perseguidos por el Cholo que al alcanzar a alguno, le daba un suave mordisco que terminaba con el trajecillo. Los niños, creyendo que todo era parte del espectáculo, reían y aplaudían y gritaban: ¡Viva el Cholo! ¡Viva el Cholo!

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