viernes, 15 de agosto de 2008

LOS RELOJES

Llegué a la oficina pensando en la tarea del día. Debo evaluar un Curso al que di una vuelta rápida, ayer. Es un proyecto mal concebido. Debo encontrar y gestar los argumentos de rechazo. Entonces, miré el reloj mural, frente a mi escritorio. Se había descompuesto. El minutero corría como si fuera un trompo cucarro, pero hacia atrás. El segundero apenas se percibía. Mis compañeros salían de sus cubículos; también habían descubierto el funambulesco juego del tiempo. El pasillo era un caos. Bajé las escaleras para reunirme con los más amigos en el gran patio de las hortensias y armar una protesta. Pero no había patio. Estaba solo, en la calle. Caminé hasta la esquina de Ahumada. Me detuve frente a los ventanales de los Almacenes París y ahí, la sorpresa: el ventanal reflejaba un cuerpo muy delgado, la cabellera, renegrida y ondulada, terminaba en una melena debajo del cuello de la camisa. Resaltaban los grandes bigotes de los veinte años. Recordé que vivíamos en la Séptima Avenida y caminé hacia la casa. ¡Qué diablos estaba ocurriendo! ¿Una segunda oportunidad? ¿Para qué? Si lo vivido ya estaba hecho y no tenía modificación posible. ¿Acaso había muerto sin advertirlo? Pero no, mis venas palpitaban, mis narices respiraban y por las calles transitaban, lentos y ceremoniales los tranvías colmados de pasajeros. En casa te encontraría. Bella e inalcanzable. Me acercaría a ti para acariciarte. Te invitaría a hacer el amor y volverías a rechazarme. Si supieras el dolor que me provocas. Me hundo en un llanto silencioso y ruego a todos los dioses que no te vuelva a desear. ¡Ah... si pudiera dejar de amarte...! Miré el gran reloj de oro de la Joyería Barón. El reloj había reconstruido su tarea, sin denuedos, de parir minutos. Entonces, vivirlo todo de nuevo. Ese espantoso tiempo de la incerteza, de la ceguera, del absurdo que me llevan a la sumisión y al abandono. Cambié de rumbo. Llegué hasta la Catedral, en la Plaza de Armas, y trepé hasta los dos relojes, sobre la cabeza de San Pedro. Saqué mi arma y disparé hasta agotar los dos cargadores. Me acusaron de asesinar al tiempo. Y fui condenado. Desde entonces vivo en una pequeña celda de la Cárcel Metropolitana. Cuando vuelva a tener cincuenta años me liberarán. Pero entonces, el mundo habrá cambiado.


Foto:Catedral, en la Plaza de Armas (Santiago)

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