domingo, 24 de agosto de 2008

BALADA DE UNA LUNA URBANA

Los crepúsculos caminaban lentos, suaves, perfumados sobre la Villa.
Esa tarde, Sebastián llegó del Liceo con un compañero. Pidió a la nana dos platos abundantes y comieron en medio de risas.

Dijo a sus padres que el Claudio dormiría en su cuarto. Más tarde les confidenció que su compañero había obtenido malas calificaciones y que su padre, furioso, le pegó duramente y lo echó de casa. Al día siguiente, Claudio volvió a llegar con Sebastián. Al tercer día fue acogido por otro compañero.

Una semana más tarde, el crepúsculo fue atropellado por lo inusual. Su brevedad fue reemplazada por una luna majestuosamente llena y por el estruendo de una camioneta roja que frenó frente a la casa de Ricardo. Bajó de ella un energúmeno, un espantapájaros, de ojos saltones que gritaba:

- ¡Mi hijo!... ¡Ladrón!... ¡Devuélveme a mi hijo!

Los gritos fueron acompañados de grandes golpes en la puerta de la casa. Entonces, salió Ricardo.

- ¿Y quién es tu hijo?

- ¡No te hagas el huevón!... ¡Dónde está mi Claudio!

- ¡Te acuerdas de tu hijo después de dos semanas!

- ¡Si no me lo devuelves te mataré!

- Tu hijo estuvo en mi casa. Ahora no sé donde está.

El extraño sacó un revolver con el que apuntó a Ricardo. Este, con extremada calma, dijo:

- Espérame. Voy por mi arma.

Regresó a la calle con una guitarra en las manos. Empezó a cantar: "Si somos americanos/ Somos hermanos, señores"...

La luna teñía a la Villa de plata. Los vecinos empezaron a salir de sus casas y rodearon a Ricardo. Otra guitarra, un cuatro, un par de zampoñas y quenas. El Artesano traía su bombo. La vieja canción, derramada de las bocas de todos los vecinos, brotaba como vertiente de la roca. El extraño, impactado, sin saber cómo responder, retrocedió. Temblando de miedo. Entonces, en el extremo de la cuadra, terco, levantó su arma al cielo y gatilló: una, dos, cinco veces. Las balas buscaron en la noche e hirieron de muerte a la luna. El tiempo se detuvo. La noche se detuvo. El viento, espantado, no quiso soplar. Las estrellas empezaron a modelar perlas de plata. Tres cirujanos, vestidos de verde, dejaron el hospital, corrieron en auxilio de la herida y manipularon sus bisturíes en busca de los plomos asesinos.

El canto, único sonido en el infinito complejo de la ciudad, semejaba campanadas de duelo.

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