viernes, 8 de agosto de 2008

MANOS DE PIANISTA

Los sueños vienen de la nada. Y acaban, en un segundo, en la nada.
Así ocurrió ese último viernes atardecido, cuando celebrábamos el final de la carrera y nos narrábamos los proyectos del futuro más inmediato.
Yo era un pianista excepcional. Me sentaba al piano y la música venía a mis manos impregnando hasta la última célula de mi cuerpo, hasta el fondo del pensamiento transformado en armonía. Me ofrecieron una beca de estudio y trabajo en la Escuela Superior de Música. Debía enseñar los rudimentos del arte a niños y jóvenes principiantes y a cambio recibiría la formación requerida para transformarme en concertista. Es decir, a mis cortos años, un futuro construido, alucinante, sin impedimento alguno.
Habíamos comprado unas cervezas y un poco de trago y pasamos las primeras horas en medio de algazaras, parabienes y alegría. Fue entonces que los de Medicina entraron al salón. Pidieron sumarse a la fiesta y lo permitimos. Iniciamos el baile. El rock alocado. Los brazos al aire. Las piernas de las doctorcitas descubrían gavetas en el espacio y nos acariciaban desde su remota lejanía. Vino la música lenta. El aire de verano olía a desodorantes y perfumes finos. El cuerpo de la mujer se había pegado al mío. Mi nariz, perdida en su cabellera. Mis dedos, fuertes y sabios acosaban su cintura y su cuello y ella se inclinaba más y me dejaba sentir sus senos que ardían como amapolas encendidas. Sentí un toque en mi espalda. Me volví y el puño dio en medio de mis narices. Retrocedí, aturdido. Levanté mis brazos para defender mi rostro. Lancé mi mano derecha que llegó a destino y sentí la sensación de huesos irremediablemente rotos. El joven médico cayó al suelo.
Después supe que estaba muerto antes de tocar el piso.Compartí una celda con un delincuente avezado. Había asesinado a un hortelano. Tal vez para atemorizarme levantó la colchoneta de su cama y me mostró un enorme y afilado machete. Lo tomé pensativo, sumido en la amargura. Mis manos eran para crear vida. No para matar. Puse mi mano derecha contra el metal de la mesa y di el golpe. La mano saltó a un rincón de la celda.
Desperté en la enfermería. El muñón vendado e inútil. Y el Alcaide diciéndome que estaba libre. Que la muerte de mi adversario fue accidental. Que podía reintegrarme a la vida.

No hay comentarios: