viernes, 15 de agosto de 2008

DESOLACIÓN


Fue la noche que comprendí que te ibas. Que, finalmente, te había perdido. Nos encontramos a la salida de la Universidad. Me dijiste que fuéramos en tu auto, que me querías mostrar tu ciudad. El cielo ya había oscurecido cuando pasamos por las parcelas donde estaba tu casa. Me dijiste que iríamos más allá, donde la ciudad termina, al borde del río, donde en una colina, la Virgen vigila todos los espacios. Recién entonces puse mi mano entre tus piernas. Diste un pequeño grito y me dijiste que te haría chocar, pero bajaste la velocidad. Tu falda se abrió como pétalos dormidos cuando llegué a tu sexo húmedo y palpitante. Me pegué a tu cuerpo mientras mis dedos buscaban entre tus labios inflamados. Seguías manejando, casi pegada a la berma. Dejé de mirar el paisaje atardecido. Me incliné y besé tus pechos; bajé a tu vientre. Dejaste que mi lengua se abrazara a tu clítoris y lanzaste el primer gemido. Arriba de la colina hay un paseo que conduce a los pies de la Milagrosa. Estacionaste y me pediste que bajáramos. Abrazados contra el auto nos besamos. Sentí tu sexo buscándome en tus piernas entreabiertas. La noche nos cubría, alejándonos de la imagen sagrada, iluminada, severa. Tus manos acariciaban mis cabellos. Tus caderas habían empezado su danza cadenciosa, me hundí en tu cuello que olía a flores y a sexo. Bajé mis pantalones y te busqué. No decías nada. Sólo me acompañabas en la danza de fuego y ansias alucinadas. Entré en tu cuerpo. Tu danza enloquecida me llevó a tus últimos rincones. Tus piernas abrazaron mis caderas. Empecé a danzar dentro de ti, lentamente, gozando tus deseos, cubriéndome de tus humedales, besando tu cuello y tus labios. Alargando el tiempo del espasmo y el gemido y el ronco bramido del deseo desparramado en semen caliente y espeso. El espacio estaba nadificado; nada, sino nosotros fundidos en el fuego del amor. Acabamos al mismo tiempo. Y fue como si el espacio se hubiera llenado de libélulas iluminadas danzando enloquecidas entre tus ojos y los míos y nuestros labios unidos en un para siempre que no tenía término. Reíste. En tu risa había alegría. Hicimos un pecado, susurraste. A los pies de la virgen. Luego, el silencioso regreso. Casi al llegar a la universidad dijiste, como al pasar, que habías conocido a un hombre maravilloso. Te daba todo lo que para mi es imposible. Dejarías todo abandonado. Te irías con él a empezar una nueva vida, un nuevo hogar. Te miré desolado. Este es el pecado, te dije; no el que hicimos a los pies de la virgen. Solo hubo silencio. Aparcaste al lado de mi automóvil. Te quiero mucho, dijiste mientras me besabas. Estaré contigo cada vez que me llames.
El regreso a casa. Cuatro horas en la carretera. Una y otra provincia. El silencio y la impotencia. La rabia, los celos, envolviéndome como llagas vivas. Y el recuerdo de tus ojos entrecerrados mientras te dejabas ir buscando mis caricias interminables. La desolación envolviéndome como un sudario de insensibilidad.
Foto:Virgen del cerro San Cristobal(Santiago)

1 comentario:

Sonia Antonella dijo...

Se puede sentir esa desolación del adíos,en tu erótico y bien escrito cuento.

Me han fascinado las descripciones del paisaje.

Felicitaciones!