jueves, 2 de octubre de 2008

LA FIESTA

El pueblo se engalana para recibir las fiestas de Septiembre. Dos meses antes inician los preparativos de la ceremonia y de las piezas de teatro y alegorías que presentan los más pequeños de la escuela tocados de albornoz y gamusinos.

Lo mejor de la fiesta eran los tres pies de Cueca que bailaban, consecutivamente las tres mejores parejas del pueblo. La primera, ciertamente, doña Clarita y su marido, un rudo campesino de poncho y ojota.

La Cueca no es una danza inocente. Ni en los pasos ni en la coreografía. Muchos menos en su intencionalidad. Es un hombre persiguiendo a una mujer, arrinconándola, haciéndole ruedos, sonando las espuelas para que la moza admire la plata de su montaje. La mujer se muestra y coquetea. Su pañuelo manda mensajes. Su falda se levanta (¡Hasta las caderas!) y muestra su pierna perfecta y tibia. Sólo al final del baile, se entrega, vencida, a los brazos del huaso que la recibe con un beso.

Ese año, el Juano, pareja de doña Clara, fue detenido por su porfiado gremialismo. Desde hace cuatro meses nadie sabe dónde está. Pero doña Clara insistía en su derecho a la primera cueca que ?bailaré, sin menoscabo, con mi hombre? como siempre, afirmó.

El pueblo amaneció hermoso y lucido el día de la fiesta. Banderas en las casas. Flores en los balcones. Alegría en los rostros. Risas en las gargantas. La ceremonia fue iniciada con la cordialidad del alcalde. Cuatro números más tarde, se anunció la hora de las cuecas. Doña Clara salió al escenario. Estaba sola. Su falda negra y su blusa blanca contrastaban con las alegorías de las paredes. Los guitarristas tocaron el paseo que doña Clara hizo con el pañuelo sobre el hombro. Y luego, la danza. Doña Clara hizo lo que tenía que hacer: esconderse, huir del acoso masculino, sonreir coqueteando al hombre, levantar su falda e insinuar que su cuerpo está preparado para la consumación del amor. Dos veces la persiguió. Dos veces, la coqueta lo esquivó y huyó. La tercera vez, vencida, abrió sus brazos para recibir a su hombre. Sólo tuvo un tenue beso de la brisa crepuscular.

Cuando bajó del escenario de su rostro caían silenciosas lágrimas como estalactitas gélidas. También el pueblo lloraba; unos, acompañando la tristeza de doña Clara. Otros, empuñando las manos mientras piensan que nunca más una mujer debe bailar una cueca sola.

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