domingo, 5 de octubre de 2008

LA CASA EN EL CAJÓN DEL MAIPO

Repentinamente llegó el crepúsculo y el frío inhóspito, intenso. Ese sector del Cajón era prodigioso en fósiles de buena estirpe. Mi bolso se llenó de amonites y otras piezas de antracita que necesitaban clasificación. Más abajo, el río caracoleaba sus aguas turbias. El viento aullaba pendenciero. Imprevistamente, como obedeciendo a una fuerza externa, la camioneta se negó a partir. Entonces vi las luces de la inmensa casona pegada al muro de rocas. “Por lo menos conseguiré un poco de agua caliente”, pensé. La puerta de rejas, pintada de verde, estaba abierta, como diciéndome: “¡Hola!”. Leí en una placa metálica “Casa de Reposo de la Cruz Roja”. Me abrió la puerta de entrada un hombre de cabellos canos y sonrisa benevolente.

- Pase - musitó - la noche viene brava. Afuera andan los espíritus.

Hubo una deliciosa comida caliente. El cuidador se llamaba Camilo y vivía con su mujer y su hija veinteañera. Preparaban la casa para recibir a tres grupos de niños venidos de distintos lugares. Junto con el café, abrí mi bolso y regalé a las mujeres mis tres últimas barras de chocolate.

- Hace tanto tiempo que no los probaba - dijo, sonriendo, la más joven. Su voz era suave y ronca.

- ¿Cómo te llamas? - Pregunté -

- Angela – respondió -

Me ofrecieron una habitación blanca y limpia. La cama era blanda y tibia. Me dormí casi antes de poner la cabeza sobre la almohada. A la media noche sentí unos ruidos apagados. Angela había entrado a la habitación. Se introdujo, desnuda, entre las sábanas. Buscó mis manos y las llevó a sus pechos turgentes.

- Tómame - musitó -

Me invadió un deseo indescriptible. El cuerpo de Angela respondía a mis movimientos y se dejaba llevar una y otra vez por los espasmos del placer. Su piel suave ardía. Sus labios me buscaban y me besaban enloquecidos. En la mañana me despedí asegurando que regresaría. El motor de la camioneta ronroneó suavemente e inicié el viaje de retorno. Ahí es dónde debí haberme preguntado por todo lo acontecido desde que empezó el crepúsculo del día anterior. Pero no lo hice. Talvez, pensé, el motor se heló. Y no pudo partir. O, talvez, no pensé nada, admitiendo implícitamente que lo ocurrido en la noche anterior incuestionable.

Un par de semanas después me encontré con el director nacional de la Cruz Roja en un evento cultural. Me acerqué a él. Le narré lo sucedido y agradecí las atenciones recibidas. El hombre me miró con sus ojos muy abiertos.

-Temo que está en un error - me dijo - El Centro del Maipo está cerrado desde hace veinte años... El último cuidador, don Camilo, vivía con su mujer y una hija. Pero los tres murieron una noche de tormenta. Ese accidente nos llevó a cerrar la casa. Hace veinte años que está sellada.

Quedé sin respiración. ¿Entonces, fue un sueño? ¿Estuve en el Cajón del Maipo y dentro de la Casa? ¿Recogí las antracitas? ¿Viví una ilusión malévola que desordena mi cerebro? ¿He llegado a alguna forma de locura? ¿Qué ocurrió realmente?

No encuentro explicaciones. Cada razonamiento me lleva a un callejón sin salida. Cada callejón sin salidas agrega angustias. He dejado de sonreír.

Empecé a investigar. Me sumergí en la prensa de la época. Los hechos se relataban de diversa forma. Sólo había tres constantes: El lugar. Los tres días de temporal. La muerte de la familia de Camilo.

Un periódico habló de una sórdida historia de sexo, alcohol y drogas. Camilo utilizaba la casa como lugar de reunión de ciertos clientes muy selectos a los que vendía jovencitas y niños para fiestas semanales. Aquel día, por un precio muy alto, propuesto por personajes extranjeros, vendió a su hija Angela. La madre armó pendencia. Terminó armándose de un cuchillo cocinero. Asesinó al marido y a la niña, luego se suicidó. Los invitados huyeron. El caso fue cerrado por ausencia de evidencias.

Una revista formuló otra hipótesis: El temporal desató fuerzas de la naturaleza corporizadas en cientos de fantasmas que llegaron hasta la casa. Sus tres habitantes, en el colmo del espanto, tratando de huir, cayeron desde el tercer piso. Sus cuerpos quedaron destrozados. En esta versión, la policía se negó a aceptar la relación entre el temporal, el viento mezclado con nieve, la existencia de las criaturas fantasmales y la muerte. El cronista, queriendo hacer una frase para la historia, concluía que la vida, inevitablemente, se cruza con la muerte. No comprendo qué quiso decir.

Los diarios serios describieron la casa y el lugar. Dijeron que los cuidadores del recinto eran personas humildes. Agregaron que la casa fue invadida por un virus que provocó, primero, la muerte de los tres personajes y, más tarde, el cierre de la Casa. Nunca se investigó ni los aspectos policiales del suceso ni la presencia de virus que pudieran desencadenar en cosa de horas la muerte y deformación de los tres cuerpos.

Ninguna de esas informaciones es suficiente para explicar mi experiencia: Las luces en la casa en ese atardecer otoñal. El frío inexplicable. Las tres personas esperándome en la puerta de la mansión, diciéndome: “Hola”. La comida caliente y exquisita. El dormitorio limpio y tibio. Angela entrando suavemente en mi cama para regalarme una noche de amor fascinante. Tampoco hay explicación para el miedo que me atenaza y que empieza a destruir mi conciencia.

Pintura: Cajón del Maipo.(Santiago) de Alejandro Anderson Nizzero

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