sábado, 30 de mayo de 2009

EN EL LABERINTO

“… este el último día de la espera…” (Borges)


Estoy en un rincón oscuro de piedra y miedo, en una inflexión del laberinto.

Finalicé la conferencia pensando en voz alta. El mito – musité – no es historia. Es anti historia. La historia es sucesión lineal. Puro disfraz, pura paradoja. El mito, en cambio, es cíclico; un regreso simbólico al ser real de las cosas, de los procesos de vida, de la práctica de la existencia.

Entonces, la caverna. Grutas de piedra que estaban allí desde siempre, esperándome. Y la certeza de haber alcanzado una verdad que se sabe a sí misma verdadera. Debo avanzar. Caminar todas las galerías. Reconstruir cada uno de los hexágonos. Acercarme. Todo parece indicar que en el centro están las respuestas. Y el monstruo indómito, otra vez esperanzado en que ha llegado el tiempo del desenlace. Lo siento bramar. Son salvajes gritos de rabia y tristeza. Cubren la totalidad de los espacios. La bestia tiene hambre y sabe que nuevamente ha sido engañada. No pertenezco a los catorce sacrificados, vírgenes, dejados en la entrada del laberinto para que huyan y procuren escapar de su destino. El hedor. Las moscas. Carnes, restos de piel y de huesos pudriéndose, igual que el espíritu. Todo el aire contaminado. Todos los dioses muriendo la lenta muerte del olvido.

La bella Parsifae, hija del sol, no pudo entender que su amor por el toro blanco regalado por Zeus implicaba un destino inexorable. La invadía el deseo y nada la hacía separar sueño de realidad. ¡Es contra natura! gritaba el rey. Pero ella insistía en su necesidad demoníaca: Sus pechos estrujados por el hocico de la bestia y su sexo desgarrado en la proximidad de último paroxismo. Y luego, la criatura condenada al inexorable laberinto: Asterión, el estrellado. El espantoso Minotauro. Cuerpo de varón. Cabeza de toro. Vástago de los dioses. Condenado a la libertad y al hambre. Dos veces hubo catorce cuerpos nùbiles destrozados por el monstruo. Y, ahora, nueve años después, el tercer envío de vírgenes para el hijo de las estrellas.

Teseo también fue engañado. Creyó de buena fe en su heroísmo. Pero no hubo tal. ¡Cómo no pensó que en el nombre de Ariadna se encontraba la llave de todos los secretos…! Ariadna, la araña… ¡Maldita sea! Es verdad que Dédalos hizo la construcción, pero el diseño de todas las galerías conducentes a puertas abiertas a otras galerías y a otras puertas; de los miedos ancestrales alimentando temores nuevos; la infernal ronda de cavernas unidas por pasadizos y túneles inconmensurables, fue obra de la demencia de Ariadna.


Ariadna creó el espacio y la ausencia de tiempo para encerrar al Minotauro, infeliz víctima de su odio, en una interminable espiral de senderos que no tienen salida alguna. Todo el espacio se revuelca en sí mismo, como un universo que, bruscamente, se ha detenido. Como una pregunta sin respuesta. Como el desdichado que, finalmente descubre, que por más esfuerzos que haga, no puede salir de si mismo y que esa es la verdadera y atroz condena. En el centro está aquello que debe ser encontrado. Lo que es; así, simplemente. Y si se llega hasta allí no se ha alcanzado el final del camino, porque entonces, nace el otro laberinto, más intrincado, más lleno de demencia, más ausente de promesas. Talvez el único origen de la vida.

Ayer, en la tarde nos encontramos. Me besaste. En tus labios había sabor de ausencias. Me aproximé a tu piel. Acaricié tus pechos y luego, repentinamente te aparté. ¡Mierda…! ¡Hasta cuando…! Y te dije que volvieras a tu maldita laguna. Y que no nos volveríamos a ver. ¡Nunca más…! Escucha la negrura del plumaje del cuervo, negro como la noche, frío como el alba… inerte como mi voz y mi mirada. Ni siquiera sonreíste. Buscaste en tu bolso unas monedas para el metro. Antes de bajar del automóvil, murmuraste: No te olvides de llamarme… mañana…

Nada tiene la simpleza del agua. Ni la belleza del fuego. Ya que he llegado hasta aquí debo encontrarme con la bestia. Volveré a matar. Llevo en una mano el hilo de Ariadna, aunque esta vez sé perfectamente que es el hilo de una nueva red monstruosa y laberíntica. ¡Carajo…! ¡Ya perdí la inocencia ancestral! Ahora tengo claro que este laberinto no puede ser real en sí mismo. Forma parte de un universo mayor, caótico, no perceptible, pero que replica todos y cada uno de sus rincones. Una monstruosa máquina que devora la existencia. También sé que el Minotauro no luchará. Se entregará al puñal de mi mano libre. Y reirá a carcajadas en cada uno de los instantes de su agonía. “Zeus… Divino… Dame un lugar con menos galerías…. Con menos puertas… donde se pueda respirar la libertad…” Antes no lo comprendí. Pero ahora, después de tantos siglos, la luz empieza a despejar las nubes de mi conciencia. ¡Maldición! ¡Teseo jamás derrotó al Minotauro! ¡Teseo fue el vencido…! ¡Ah… Ariadna…!

Las seis de la mañana. La ducha tibia se derrama sobre mi cuerpo. Siento el aroma suave del jabón que cubre mi piel y la acaricia. Recuerdo que me pidió que la llamara. ¿Para qué? ¿Acaso no ocurrió todo lo que debía ocurrir? Una taza de café caliente. Algún día comprenderá que no es posible regresar. A ningún lugar. A ningún tiempo. Media marraqueta crujiente embadurnada de mantequilla. La camisa blanca. Una corbata azul, como mi traje. Me pregunto si existe alguna palabra que posea un significado posible de creer. Pongo en marcha mi automóvil. De regreso a mi despacho. Y a las rutinas.

Ojala este fuera el último día de la espera…

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