domingo, 5 de abril de 2009

LA DÀVLOVA

El frío, la nieve, la tormenta en enero de mil doscientos tres, año de nuestro Señor. El inmenso salón de piedra. Los siete obispos, sus ropajes oscuros, rojos, sangrientos, sus mitras, sus báculos. Mi desesperanza. Es mediodía, pero el salón está oscuro. El olor de suciedades viejas emana de los rincones y se mete entre la piel. El sebo de las velas escurre y adopta formas caprichosas. Un monje ha quemado los inciensos que alejan a los malos espíritus. Con voz monótona, como si cantara el Kyries, mi acusador relata mis crímenes. El peor de ellos, leí los libros prohibidos en la Biblioteca Benedictina… “Os atrevisteis a leer a Aristóteles. Y lo comentasteis en el mundo laico…” Agregó que soy borracho y fornicador. Dijo que en el pueblo las mujeres sienten temor de mi presencia. No es así, me buscan, pero no voy a contradecir al monseñor. Cabeza gacha, acepté todos los cargos... “Es mi naturaleza, monseñor”, me siento musitar. Los obispos reniegan de mi ausencia de caridad. Unos de ellos exclama: “¡Satanskè Monk!” Las dos palabras rebotan en los muros de piedra y se enredan en los cortinajes de pesados terciopelos. La condena es espantosa e inesperada. Los obispos ordenan que encuentre la muerte emparedado en una celda, al final del monasterio, en el borde del precipicio.

- Hay una alternativa - dijo un monseñor. Habló lenta y despectivamente. Démosle ocasión de demostrar que el espíritu divino no le ha abandonado. Poned en la celda de este monje pecador los mil pergaminos de piel de burro que hemos fabricado. Las tintas y las plumas. Y los colores de iluminación. Y escribirás una copia de la sagrada Biblia.

- No es problema, monseñor. Soy un experto copista.

- Tendrás de tiempo hasta mañana a las doce campanadas del nuevo día.

- ¡Imposible! – exclamó el acusador –

- Será posible si así lo quiere la voluntad del Señor.

Ramón encontró el callejón a dos cuadras del Congreso. Había pequeñas tiendas y ancianos que conversaban en las puertas de sus negocios. Al fondo, una librería de viejos. Ramón entró en ella. Talvez encontraría algo interesante. En el salón había libros sobre las mesas, en las estanterías, en los rincones. Abrió uno que otro. Era como un delirio. Todos hablaban de mundos mágicos, de épocas pasadas. De las operaciones de los nigromantes. De las edades oscuras. Compró dos. El vendedor, un anciano de barbas blancas le invitó a regresar. Le sorprendió el bullicio de la calle de la Catedral. Los buses y los automóviles, sus motores, la gente que caminaba con rapidez inconsciente, como queriendo atrapar el tiempo. En los kioscos los titulares gritaban la invasión a Irak. Era la respuesta norteamericana al terrorismo, decían.Me tiraron dentro de la celda y clausuraron las puertas. Los pergaminos estaban apilados en un rincón. Sobre la mesa, los útiles necesarios y las velas de sebo. Tomé un pincel fino y pinté en un extremo un ángel gordezuelo y alado. Luego, la primera escena de la conciencia humana: un árbol fastuoso, la serpiente enroscada entre sus ramas bajas, Eva, desnuda, con la manzana en sus manos y Adán, suplicante, a los pies de la mujer. Sentí que bajo mis dedos tenía una superficie mágica. Fui a las primeras palabras: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra….” Trabajé con rapidez suma, sin descanso. La pluma parecía alada. Las líneas surgían rectas, parejas. El latín, sin problemas. ¡Dios! Era el trabajo más hermoso de toda mi vida. Terminé un pergamino y tomé el siguiente y luego uno más. ¡No me emparedarán!, pensaba, no podría soportar la soledad, el hambre, la sed. Las campanadas del monasterio de Podladice anunciaban las horas. Las once de la noche. Me quedan veinticuatro horas. Me faltaba mucho texto del Viejo Testamento. Tengo que trabajar las tapas de madera. Hay que forrarlas en piel y labrar las guarniciones de metal. ¡Mierda! ¡Malditos sean los obispos! ¡A quien se le ocurre un libro de un metro de alto y medio metro de ancho! Continué sin hacer caso de la fatiga. A medianoche, algún alma bondadosa arrastró desde la puerta un plato con guiso caliente y una hogaza de pan. Los devoré y continúe trabajando.

Ramón regresó una y otra vez a la librería de viejos. Se sumergía en la conversación con el anciano barbado. Su sabiduría era infinita. Ramón sentía que el hombre le conducía por los vericuetos del medioevo y de todos los tiempos, como si los hubiera vivido, hacia una meta incomprensible… Se sentía atrapado en un mundo de laberintos interminables… Una tarde el viejo le dijo: “Ya puedes entrar a la otra sala”. Estaba iluminada por ocho o nueve cirios amarillos. Sintió el pesado aroma, como si fuera la nave de una catedral. Curiosamente todo el espacio estaba limpio. En el centro, un inmenso atril. Sobre él, un libro de extraordinarias dimensiones. Su cubierta estaba forrada en piel oscurecida por el tiempo. En las puntas, guarniciones de metal, finísima orfebrería salida de manos privilegiadas. Ramón sintió que su espíritu estallaba. Posó sus manos sobre el libro y se sintió inundado de una energía extraña. Casi intolerable. “Es la Dàvlova”, musitó el anciano. Sólo podrás abrirla tres veces. “Talvez seas tú el elegido”. Y le dejó en la soledad más absoluta de su memoria.

Ya son las nueve campanadas. Sólo me faltan tres horas para que la sentencia se cumpla. Y empiece el tiempo de la condena. No seré capaz de terminar. Aun no pongo letra alguna del Nuevo Testamento. El tiempo me ha vencido. Entonces, delirante, el canto brotó de entre mis labios. Lento, cadencioso, como si mi voluntad quisiera reírse de mi impotencia:

“Un te disfrenasi

Il verso ardido

Te invoco Satanás

Re del convito…”

- ¡Dios! ¡Qué estoy haciendo!Pero mi voz continúa la salmodia. Como el humo suave de troncos quemándose lentamente. Siento que es lo único posible; si quiero salvar mi vida debo entregar mi alma. Tengo tanto miedo a la soledad. Al dolor…

- Ven a mí… ¡Abbadom…! ¡Ahriman…! ¡Sare Ha Olam…!

“Sol vive Satanás

E tum imperator

Nel lámpara trémula

D’un occhio nero…”

Ramón aprovechó sus tres visitas al salón de la Dàvlova. Al leer las páginas sentía que su poder de comprensión aumentaba hasta límites insospechados. Eran los textos bíblicos que había leído con recogimiento tantas veces. Siempre le había llevado hacia las rutas de lo divino. Pero no esta vez. Dentro de su conciencia se desataba el combate. Cruzaban por su mente cientos de imágenes. No hay santidad en estas líneas, exclamaba. Hay saberes. Hay la posibilidad de dominio.


Sentí la sombra ominosa del engañador. Una voz golpeó en mi conciencia. Si, respondí, estoy dispuesto. ¿Lo harás?, preguntó la voz. Si, respondí. En la página 290 estará tu imagen en toda su grandiosidad. Si, volví a afirmar, dejaré que mi mano sea guiada por la tuya. La noche fue vencida. El tiempo, detenido. Era el devenir dominado por mi voluntad. Era la magia tomándome, abriendo las claves del tiempo y del espacio. La escritura avanzó a raudales. La página 290, la maldije en el fondo de mi corazón… La imagen surgió desde el fondo de mi conciencia, como si los pinceles dieran por su cuenta cada uno de los rasgos: El cuerpo de piernas flectadas como las de un macho cabrío. Manos y pies en garras de animal. La cabeza una bestia feroz de inmensos ojos sanguinolentos. La cabeza cubierta con un casco de guerra, adornado por dos inmensos cuernos de minotauro. Sentí que el dios de las sombras bramaba satisfecho. Estaba ahí, en medio de la palabra dictada por el mismo Dios. Por fin decía a los hombres que el bien y el mal son una forma de la misma fuerza cósmica. Inseparables e irremediablemente vivos para toda la eternidad.

El último versículo del Apocalipsis: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vosotros. Amén”. Pensé que la obra estaba terminada, que ya podía descansar. Pero la mano siguió escribiendo. Estaba sumergido en un desvarío aberrante. Salieron de mi pluma un libro de Crónicas de la Historia checas. La trascripción de la Historia de los Judíos de José Flavio. Los Orígenes, de San Isidro de Sevilla. Un Tratado sobre el cuerpo Humano, de Galeno. Más el Libro Negro: encantamientos, fórmulas de sanación, recetarios innobles para hacer los males y las invocaciones a los seres de las sombras. En total, 624 páginas que, seguramente, los obispos enviarían al Index.Ramón llegó al Libro Negro y lo bebió hasta la última gota. Miró sus manos. De ellas se desprendía energía. Podía enviarla a distancia. Podía cambiar el curso de los hechos, de la naturaleza. Sintió que se había transformado. Ya no era el ingenuo cantor de trovas que se ganaba la vida en los extramuros de la cultura oficial. Tenía la fuerza de una bestia enloquecida. Por fin podré vengarme, pensó. Todos los poderes del mal están en mí. ¡Mundo… Funcionarios… Sabandijas… empiecen a temblar! Una voz cavernaria, en el fondo de su conciencia, vociferó: “¿Entonces, me aceptas?” Y Ramón asintió.


Los obispos lo bautizaron como la Dàvlova. Dijeron del libro que era un Codex Gigas. Que jamás un cristiano debía abrir sus páginas.

Que el Satanskè Monk había agregado pecados imperdonables a sus crímenes. Y me emparedaron. Me esperaba la fría soledad de una celda, hasta la muerte. Pero el demonio cumplió con su palabra y me liberó. Desde entonces recorro los caminos y los pueblos. Quizás, algún día, un desdichado abrirá el libro y cantará las salmodias de los encantamientos y las convocatorias. Mirará los ojos fieros de la bestia en la página 290. Entonces se realizará la promesa mágica, infernal. Y mi alma se trasladará a su conciencia. Entonces, podré morir. Y descansar.

Tres días después Ramón regresó al callejón. Las dos cuadras desde el Congreso se le hicieron interminables. El espacio había cambiado. No estaban las tiendas ni los tenderos. En su lugar, sitios vacíos. Paredes semiderruidas. No estaba la librería. Ni el anciano de blancas barbas. Preguntó qué había ocurrido. La librería, el anciano… Los vecinos le miraron con irónica lástima. Jamás hubo en este lugar una librería, dijeron. Nunca un anciano barbado. La propiedad estaba deshabitada desde hacía cincuenta años.





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