lunes, 23 de febrero de 2009

GONZALEZ,LA OTRA RUTA

Sé perfectamente que el viernes, quinto día de la semana, a las siete de la tarde me morí. No fue una muerte imprevista. Hace algún tiempo que estoy enfermo. He sobrellevado una licencia tras otra mientras los médicos dudaban sobre el curso de mi enfermedad.

El jueves llegaron a casa los hijos, los cuñados, un par de amigos. Se acercaban a mi lecho y me miraban, algunos con una divertida e incuestionable expresión de dolor; otros con esa curiosa cara bobalicona que emerge cuando lo que está ocurriendo no importa, da lo mismo, no penetra la emoción como un dardo de tiempo envuelto en remembranzas. Uno que otro se atrevía a apretar mis manos. Y trataban de balbucear alguna palabra con sentido. Que “No salgas a bailar esta noche” (¡Carajo! La estupidez me persigue hasta en el último instante) Que “Hombre, te nos vas”. Que “Ten fortaleza, sanarás” (¡Cómo afirmar algo así en las narices del moribundo!).

Mi mujer y mis hijos, lloraron a las seis de la tarde. Un rato después estaban vestidos de negro y me habían depositado en la ominosa caja de la despedida. Sentí que me estaban esquilmando el tiempo. No, señor, no era mi hora. Alguien estaba cometiendo una atroz equivocación. Pero no tenía fuerzas. Ni siquiera podía gritar: ¡Ey... Paren la fiesta... Estoy vivo...! Nada podía hacer para evitar que la tradición me tragara igual como me iba a tragar el inhóspito hoyo en la tierra. (Agueda, mi mujer, sonreía satisfecha cada vez que recordaba que hace exactamente tres meses terminamos de pagar la única tierra que nos pertenece, en el cementerio. La sonrisa aumentaba obscenamente cuando recordaba que mañana mismo iniciaría el trámite para recibir el bono de viudez)) Me vistieron de gala. Con mi camisa de cuello de plastrón, la humita azul y el peto blanco con la cruz carmín de mi Orden. Una noche en la capilla mortuoria y el palabrerío final del cura, en la mañana siguiente. Pensé que parecía ser cierto. Que no me quedaba más que dejarme ir. Que el foco de la nada finalmente me había atrapado. Que lo único bueno es que iba a averiguar la certeza de los últimos mitos. Terminé con las resistencias y me dejé ir. Permití que la conciencia huyera hasta los confines cósmicos. A paso firme penetré en la nada.

Y eso sería todo.


Pero esta mañana, a las seis, como ocurre en todos los días hábiles, sonó el despertador. Bajé de la cama y me duché. Me vestí. Tomé mi desayuno. Mi portafolio estaba sobre la mesa. Lo agarré al salir. Entré a mi automóvil y voy, a escasa velocidad, en dirección a mi oficina.
No quiero pensar. Pero, en alguna parte, el viento nocturno aúlla y ríe... Ríe...


El doctor Napoleón B. escribió y remitió el siguiente informe:


“Al señor Fiscal de la Zona Norte:

El sujeto lleva por nombre Gonzalo González Gonzalera. Aparenta unos cuarenta años de edad; aunque cuando se le pregunta su edad solamente sonríe.

González fue enviado en consulta por la Fiscalía Norte. En un confuso hecho de sangre, el sujeto arremetió en contra de su madre y de su abuela armado con un cuchillo cocinero. Felizmente sòlo hubo cortadas superficiales. Luego intentó romper las venas de sus muñecas, pero únicamente logró destrozar el fino casimir de su chaqueta. Pertenece desde la juventud a un misterioso grupo de profesionales que viven en permanente contradicción. Tienen ritos esotéricos bastante inexplicables con los que pretenden intervenir en los problemas sociales. Presenta una aguda distorsión temporal. Alega que el ataque es en venganza. Que las verdaderas culpas se encuentran en las matrices uterinas de las dos mujeres, a las que ama apasionadamente. Agrega que no importa lo que se quiera hacer con él. Que la hora de la venganza llegará, de un modo u otro.

Después de cinco entrevistas y de la aplicación de siete pruebas proyectivas cabe establecer que pareciera ser un caso único. Hemos revisado la literatura existente y no encontramos un caso semejante; ni siquiera en los relatos de las peores neurosis estudiadas por Freud.

El sujeto narra, con un exceso paranoide de detalles, centrados en las cifras más que en los hechos, su muerte a las siete de la tarde de un quinto día de la semana. Tres días después, a las seis de la mañana, escucha el despertador, se levanta y va a su oficina. Al llegar surgió el barullo. Sus compañeros, espantados, le dicen que le enterraron el viernes. Dice no recordar qué ocurrió durante esos días. No se trata de un sueño. Jamás tuvo pesadillas. A menos que… el recuerdo, un poco vago, sorpresivamente escaso en detalles, de una angustiosa impotencia. Se ha secado el agua de una laguna en la que nada plácidamente. Entonces, cruza un túnel de ominosa oscuridad. Lucha por mantenerse aferrado a un grueso cordón de plata, pero es inútil. Hasta que sus ojos se ven acosados por una luminosidad de espanto. Y se contempla en el centro de una explanada. Siente convulsiones, terror. Y llora. Curiosamente, no puede determinar “cuando ocurrieron estos hechos”. No es capaz de agregar detalles. No puede describir qué hay en la explanada. Fue entonces que tomó el cuchillo e intentó agredir a su madre y a su abuela.

El gerente de la empresa, poco comprensivo de sus cuitas, le despidió. El comité ha decidido mantenerlo en observación, con la anuencia de la judicatura, durante todo el tiempo que sea necesario.

Sospechamos que en el sujeto González se está produciendo una mutación cuya manifestación más evidente es una escisión espacio temporal, claramente neurológica, pero en la subjetividad subatómica de la conciencia. Verificaremos esta estrafalaria hipótesis. Su admisión y veracidad, si ello fuera realmente posible, nos pondría frente a uno de los problemas más serios que ha debido enfrentar la humanidad.

Saluda muy atentamente a usted, Dr. Napoleón B.”

Después de su muerte, Gonzalo González no volvió a trabajar.

Cuando necesitaba dinero, lo tenía. Pensaba “Necesito cien mil pesos”; al rato los billetes crujían en su bolsillo. Al principio procuró averiguar qué ocurría, pero lo desestimó. “Simplemente llega” Es algo tan natural como respirar. ¿No resulta absurdo preguntarse por qué tengo el aire que necesito? ¿Para qué buscar explicación si está ahí. Siempre. Invariablemente. Con una certeza tal que todo lo aparente, lo irreal e imposible, desaparece? El equipo de psiquiatras, dirigido por el doctor Napoleón B., se lanzaba tras sus pensamientos. Los ponían en el ordenador y analizaban su estructura sintáctica, la frecuencia de las palabras usadas, la brevedad de las pausas, los significados y los significantes. Napoleón murmuraba abochornado: “¡Caramba…No entiendo nada!” Y se sumía en el silencio. Cuando supieron lo del dinero hubo un estremecimiento de espanto. Se miraron entre si. Pensaron que necesitaban auxilio psiquiátrico.

Una vez cada dos meses pasaba dos semanas en casa. Agueda, su mujer, le reprochaba su irresponsabilidad. “Primero te mueres. Y te enterramos. Y tengo el bono de defunción que asegura mi vida para siempre. Pero luego, que no señor. Que no estás muerto. Apareces en casa, vas a la oficina y te despiden. Adiós mi seguridad. Pero hay que gastar cien mil pesos y me los entregas, como si nada. Y no se te ocurre traer doscientos o trescientos…no, tienen que ser los cien pedidos… ¡No tienes remedio…! Gonzalo sonreía. Se iba al jardín, se acostaba sobre el césped y permanecía durante horas observando la caminata de las hormigas. Podía identificar una que otra individualidad. Su preferida era la ladrona. Entonces escribía sus notas. “Serafina – tiene una antena más larga que la otra y arrastra el abdomen – ha vuelto robar; esta vez restos de pastel. Los dejó escondidos entre los pétalos de una rosa de color azul. Una hora después regresó y los engulló. Dirigió sus antenas hacia mí. Su vocecilla mínima dijo: “¡Supongo que no me vas a delatar!” Comentario: ¿Principio activo irrefrenable del capitalismo? Hay que reflexionar en entidades axiológicas. Esa hormiga es conscientemente ladrona y está haciendo filosofía”. Gonzalo creía que cumplía con un deber. “¡Y si no, qué!”, mascullaba, don Napo verá qué hace con mis notas.

Agueda le dijo que tenía olor a tierra y, de sopetón, separó dormitorios. Gonzalo lo aceptó. Total – reflexionó – Ya no tienes nada que ofrecerme, o que yo quiera tomar.


En otras ocasiones, Gonzalo salía a caminar. Su única preocupación son los tres días vacíos de recuerdos. Es obvio que mi conciencia se fue de vacaciones. Pero, dónde estuve. Por qué me es imposible recordar. Cruzaba una y otra vez la avenida de los tilos. Amaba su frondosidad, el susurro de sus hojas. Recordaba la infancia, cuando el juego de la pandilla se detenía para ver pasar a don Pablo, el poeta. Los otros niños continuaban la pichanga con pelota de trapo, él se escabullía, se arrinconaba y pensaba. Es que don Pablo – inmenso como un árbol lleno de estrellas – parece tan lejano, tan distinto, tan magnífico en su paso silencioso y lento… Para hacer poesía, reflexionaba, hay que ser dueño de infinitas palabras y hay que saber cómo hacerlas vivir, aisladas, vibrantes sobre las hojas de papel. Y el niño que yo era apenas tenía palabras para decir tengo frío o tengo hambre… ahora… puedo agregar que tengo soledad… y que ella me consume…

Serafina silba. Gonzalo copia el silbo. Y ríe.

Había pequeños y breves chispazos de recuerdos. Rincones de algún remoto paisaje. Una que otra palabra escabulléndose como libélulas del atardecer. Como un desfile de escarabajos de espaldas verdes cuando galopan encima del hilo de sol. Las hormigas, en cambio, jamás se detienen. Entonces, Gonzalo regresaba a casa. Un vaso de agua. Un par de bocados de ensalada. La última sonrisa del día. Y se iba a dormir. Talvez deseando que la noche trajera respuestas. Pero no hay sueños. Sòlo insinuaciones y siempre, recurrentemente, una inmensa explanada vacía, silenciosa. Siente el silencio cuajado, casi un personaje que nada puede o quiere comunicar. Y camina incansablemente sobre el vacío. Hasta sentir que sus pantorrillas crujían, endurecidas, al borde del colapso. Desde lo alto baja sigiloso un inmenso reloj. Sus manecillas corren hacia la derecha durante varios segundos y enseguida hacen el camino inverso. Desde dentro de la máquina, encerrada entre ónices y pedrería, explota la voz implacable: ¡Incauto! ¡Deja de buscar lo que no existe! ¡El tiempo no es, no transcurre, no hay segundos, no hay minutos. Las horas están cansadas y muertas! Gonzalo despierta y escribe narrando lo vivido. Sonríe. Más trabajo para don Napo, piensa. Y vuelve a dormir.


Don Napoleón explicó a Gonzalo como funciona la prueba de las asociaciones libres. Se dispusieron a trabajar. Napoleón y Gonzalo enfrentados. La grabadora encendida. Los seis psiquiatras del equipo listos para observar y tomar notas.

- González – empezó Napoleón –

- De la Gonzalera – dijo Gonzalo – Así es el apellido. Le quité el “De la” pensando en recibir menos bromas… pero… nada… Es un bochorno permanente… jamás termina…



- Hormiga

- La Serafina… Hace días que no la veo… Parece que la pillaron y está castigada… Pero usted debe sentir lo mismo… acortó el suyo a una simple B…

- Yo no soy el problema, Gonzalo. Sigamos…Ovejas

- Son tres las malditas – Gonzalo se estremeció – Siento un total pesar dentro de mi corazón… Ellas me ponen en una dimensión ajena, ominosa, cruel…

- ¿Tres? ¿Cómo es eso?

- Es que son asesinas. La última vez mataron a dos perros leoneros. Y, lo peor es que se los comieron.

- Las ovejas son come pastos.

- Claro. Las que no son asesinas. Estas llevan su lana manchada de sangre. Y apestan. ¡Son… facinerosas… brutales…! ¡Qué asco los vientres destrozados de los leoneros!

- Escarabajos.

- Si tienen coraza verde sirven para escaparse subiendo por el rayo de sol… Me pregunto qué hay más allá… ¿Pura luminosidad?

- Bemol

- Música… clásica… Parece que son notas disminuidas... creo… o problemas serios… un lío…

- No… no… - exclamó don Napo – No pienses las respuestas… Di lo primero que venga a tu mente…

- Mi mente. No piensa. No siente. No recuerda. No nada.

- Una explanada extensa

- ¡Ah…! El silencio más absoluto… ni siquiera el rumor del viento… Tampoco sé qué hago ahí, detenido en su centro. Y camino sobre el vacío…

Don Napoleón miró a sus compañeros. Asintieron. El médico dijo:

- Lo dejaremos hasta aquí por ahora. Más tarde continuaremos.

Gonzalo se dirigió al jardín. Sonreía. Pensaba qué habría pasado si les hubiera contado la verdad sobre las ovejas asesinas. Mientras devoraban a los leoneros un rayo de sol cayó sobre ellas. Inmediatamente las lanas se tiñeron de verde. Las tres ovejas se elevaron sobre el cielo y volaron hasta llegar a los límites. Los traspasaron. Y ahora están aquí, entre nosotros. Escondidas en algún rincón. Esperando el anochecer. Entonces la ciudad sabrá lo que es el miedo.


El doctor B. se refugió en su oficina. Leyó con atención las notas aportadas por sus colegas y escuchó una y otra vez la grabación. Sentía un cosquilleo en el vientre. Es un principio de angustia, pensó. Trataba de ordenar la experiencia a un hilo conductor, pero no podía. Había en el paciente una conducta puesta exactamente en los límites de la cordura. Y en los límites de mis conocimientos, pensó el médico. Grabó los resultados de la reunión:

“Paciente: Gonzalo González. Primera sesión de asociaciones libres. Observa todo el equipo que ha tomado notas que resumiré.

Las asociaciones de Gonzalo son un asco. Inútiles. Repite información que ya teníamos. Hay tres cuestiones, sin embargo, que llaman poderosamente la atención. Una, el desprecio que manifiesta por su apellido materno. Dos, la cuestión de las ovejas asesinas. Tres, la presencia del color verde, como un componente necesario y curiosamente sensual de sus vuelos hacia lo desconocido.

Mis colegas intentaron un análisis clásico centrado en el esclarecimiento de símbolos racionalizados, ocultadores de factores de realidad. Pero ese, en Gonzalo, es un camino cerrado. Un callejón sin salida. Olvidan que el sujeto no es normal. Es un hombre que, formalmente, murió; hecho que debe ser aceptado. Todos los indicadores señalan su muerte real, hay informe médico, fue enterrado en una fosa del Parque del Recuerdo, su mujer estuvo a punto de recibir el bono de viudez. Y, sin embargo, está aquí, entre nosotros, hecho que también debe ser aceptado. Con su cuerpo vivo. Sus sistemas funcionan a la perfección. Respira, come, defeca, duerme, sueña aunque él lo niega. Su mujer lo aceptó de regreso sin hacer preguntas. Es como si hubiera nacido sin hacer el trámite engorroso del cautiverio uterino. Y sin necesidad de infancias y adolescencias. Conserva las del Gonzalo anterior; el que aún no había fallecido. Entonces, todo es diferente. Es un sujeto formalmente normal, desde el punto de vista de su organicidad, de su fisiología. No obstante es un no – hombre… ¡Demonios! ¡Por fin se configura lo que estoy temiendo desde hace tiempo…! Una criatura espantosa… Horrible. Atroz habitante de una dimensión extraña, ajena a nuestro estar en el mundo… El mundo humano con todo lo creado… ¿De qué mundo viene Gonzalo? ¿Es el mundo de Gonzalo un “otro mundo” diverso, alterno, no pensable, inmenso, tortuoso, impredecible, sostenido en el vacío…?

Eso… o, segunda hipótesis, una manifestación, la primera conocida, de una forma de evolución que nadie hubiera pensado posible. Me hace recordar el ensayo del doctor Wilhem Webagentur, para quien el ser humano está acumulando pequeñas alteraciones evolutivas en la estructura subatómica de los componentes celulares primarios. Palabrería que produjo ruidos en los medios académicos. Tantos, que Webagentur perdió su cátedra… Pero que me lleva a la necesidad de investigar la cadena de ADN de Gonzalo… El laboratorio… ¿Qué nuevo horror nos depara?

Enigmas…Enigmas… ¿Será la hora del espanto? ¿La hora del muérdago?

¡Qué osada arrogancia! Atreverse a comparar su “de la Gonzalera” con mi apellido. Solo una B. ¡Cómo se le ocurre a mi padre darme un Napoleón antes del Bonaparte! ¡Qué! ¿Acaso el buen señor pensó que era hora de reconstruir el imperio? ¿Que lo sacaría de… dónde… de un acto mágico…? Un Imperio ahora, en estos tiempos… Y desde este país, sumido en la ceguera y la pobreza… ¿Para qué, si en el norte el Imperio ya funciona? ¡Y el mundo acepta el cautiverio! ¡Cuánta tontería se permiten hacer los progenitores…! Piensan que todo les está permitido, incluyendo al destino de un hijo encadenado a nombres que, necesariamente, van a amargar a la criatura y a deformar su crecimiento… ¡Dios…! ¡Cómo me molesta estar de acuerdo con Gonzalo…! El eliminó el “de la”. Yo me quedé sòlo con la B. En ambos casos una altiva reacción que denota una conflictiva relación con los padres y con todo el entorno familiar. En todo caso, una reacción humana, simple, incuestionable… Pero esto de las ovejas asesinas es otra cosa imposible de aceptar… ¡Qué magnífica contradicción! Humildad extrema unida a la peor forma de criminalidad, voraz, exterminadora. Nacida desde el fondo mismo de la irrealidad, de la no pertenencia, de la no – tradición y, entonces, de la negación. Y, por tanto, una declaración de querer vivir en la negación… ¿O debiera decir “querer no – vivir en la negación”? ¡Cuidado! Que en esa fórmula hay una negación sobre otra y, por tanto, una afirmación. Y, entonces se trata de un mundo real… al que el resto de los hombres no tenemos acceso… ¡Qué disparate estoy pensando! Un mundo real construido desde y con la negación…


Entonces ahí encajan las tres ovejas asesinas con sus blancas lanas teñidas de sangre, de la sangre que brota de las gargantas de sus víctimas a las que devoran con fruición. ¡Maldición… todo es posible…! Todo lo negado puede ser positivizado y hacerse creíble, como de realidad posible. Incluso el verde del muérdago, dotado de un empuje mágico… Pero el verde que yo conozco es poesía… Y no me queda más que concluir que la poesía posee un empuje mágico, sensual, que ha estado siempre ahí, disponible, sòlo que no lo hemos sabido mirar… ni utilizar. Como lo está haciendo Gonzalo. Que, por más que se quisiera… ¡No es poeta!


Anoche y ante noche las noticias mostraron el asesinato de cuatro personas, en distintos lugares de la ciudad… Tenían las gargantas desgarradas y los vientres vaciados. No había intestinos. En el piso se encontraron algunos restos de intestinos y defecaciones escapadas de las fauces que los comieron. La gente tiene miedo de salir a las calles en las horas primeras de la noche… Claro que es ridículo lo que estoy pensando. Gonzalo dice que cruzaron los límites y que están aquí, entre nosotros… ¡Las tres condenadas ovejas…! Pero no puedo, no debo pensar como él… En Gonzalo todo es precario y enfermizo… No puedo ceder y caer en la trampa de su universo… Espero que las policías encuentren pronta solución a este enigma… Lo único que puedo afirmar es que no fueron las ovejas asesinas. No pueden ser ellas. Porque ellas no existen… No son… Aceptarlo sería como entrar voluntariamente en la horrible negación de la que estoy huyendo…

(Las tres ovejas asesinas no caminan. Vuelan. Las imagino, sombras entre las sombras. Grandes. Pesadas. Cruzan sobre los tejares. Van a la cúspide de los árboles, en la plaza. Sus ojillos rojos y torpes examinan las calles. Elijen la víctima. Se miran. Atacan en vuelo rasante. Es una adolescente. Es topada y cae al suelo. Las tres bestias se abalanzan. Una rompe el cuello con sus mordiscos. Las otras dos muerden el vientre. La niña no alcanza a gritar. Al morir sus ojos solo muestran terror… ¡Ah…! ¡Pesadilla maldita!)”

Los últimos rayos del sol, apenas conservados, filtrándose atropelladamente entre los gruesos cortinajes, juegan con las sombras del salón. Napoleón mira y, una vez más, se asombra. Al tocar tangencialmente los objetos el suave y sensual dorado de la luz hace reflejos verdes. Hay trazos muy suaves y débiles; pero también gruesas líneas de un verde vegetal, bello y brutal. Selva virgen. ¿Ominoso campo de helechos gigantescos? Sentimientos que se encuentran y estallan. Aullidos dentro de la conciencia. Lleva sus manos a la cabeza y gime, desesperado. Suavemente el anochecer se lleva los últimos rayos del sol. Napoleón piensa que el sol ha muerto, igual que las palabras. Y que el tiempo…


Durante la mañana del viernes Gonzalo trabajó con el doctor B. entre las 9 y las 11. A esa hora fue al jardín y se tendió sobre el pasto en espera de Serafina. Una risilla minúscula le saludó y la hormiga de las antenas desiguales le invitó a jugar. Se trataba de reunir pequeñísimos trozos de madera para armar los hexagramas. Cuando el signo quedaba perfecto, Serafina le indicaba su significado más probable. Y ambos reflexionaban. Serafina captaba los pensamientos de Gonzalo y le indicaba los suyos. Así, ambos recorrían la misma ruta de abstracción y poesía. “Seis en el tercer puesto – recitaba Serafina – Contemplación de mi vida… decide sobre progreso o retroceso…” Hacían un largo periplo, entonces, Serafina susurraba: “Es la vida, Gonzalo. Únicamente la experiencia de la vida, vivida hasta sus últimas consecuencias, puede ofrecer imágenes válidas; solo ella puede mostrarte si hay progreso o retroceso… Aún en el cautiverio…”

Un riachuelo y su ribera cuajada de arbustos florecidos. Como un fotograma. Puerros, lirios, azaleas vírgenes, nomeolvides. El cielo parido de cirros blancos. La larga, casi infinita cabellera blanca del maestro Kung Tse y su voz, suave, sensual, penetrante, lenta, mientras enseña.

- Gonzalo, Serafina - murmura – Lo grande y lo pequeño y su unión predecible y necesaria. Es armonización. Es vibración simultánea. Es la afinidad en busca de sí misma. ¿Cómo podría ser de otro modo? El agua va, imperiosamente hacia lo húmedo; el fuego corre hacia el secano. Las nubes que son el aliento de los cielos, siguen al dragón. El viento que es el aliento de la tierra, va tras el tigre. Si el maestro se levanta, todas las miradas van con él… Cada cosa sigue a su especie… No lo olvides… Recuerda…

Un tumulto en la entrada de la Clínica terminó con el juego. Diez policías entraron al jardín y rodearon a Gonzalo que pedía ¡Conserven la calma!. Los internos gritaban y corrían a ciegas. Todo el personal de enfermería procuraba contenerlos. Cada uno fue llevado a su habitación. Gonzalo rogaba que no pisaran la hilera de hormigas. El grupo de policías lo llevó a la oficina del doctor B. que, airado, exigía explicaciones.

- Soy el inspector Morocho – dijo el jefe - Y este señor se va detenido.

- No – dijo el doctor B. – González tiene protección de la fiscalía. No obstante necesito saber de qué se le acusa

- ¡Mierda! – exclamó Morocho – Solo a mi me tocan estas cosas… Vea, doctor, debo investigar los asesinatos en serie que se están produciendo… Tenemos seis víctimas… con sus entrañas vaciadas… y ni una sola maldita pista significativa… Sòlo unas hojas de muérdago… en el centro de la ciudad… ¡Pura demencia! Y ahora esto… de acuerdo, doctor… Es que… el suceso es muy extraño… Esta mañana a las diez, fueron asaltadas simultáneamente nueve oficinas bancarias… En diversos rincones de la ciudad… Tenemos las cintas… En todos los casos fue el mismo personaje… Este señor… Gonzalo González… A las diez de la mañana… ¡Exactas…! Todo simultáneo… ¡Mierda! Se acercó a la ventanilla… extendió un cheque y sacó cincuenta mil pesos de su propia cuenta… Y me exigen conservar la calma…

- ¡Es absurdo!

- ¡Y…! ¡Qué quiere! ¡Estos son los hechos! Los cajeros digitaron la transferencia y el sistema admitió la operación… Diez minutos más tarde, la alarma… ¡No hay cuenta alguna a nombre de Gonzalo González! ¿Cómo lo hizo…? Nueve atracos simultáneos… a la misma maldita hora… El mismo personaje… Una cantidad tan exigua… ¡Mierda…! No lo entiendo…


- Es imposible, inspector. A la hora que usted indica Gonzalo estaba en mi despacho. Trabajábamos una de sus ensoñaciones. Y tenía que controlar el efecto de las anfetaminas. A las once de la mañana dejó mi despacho. El resto de la mañana estuvo en los jardines. En ningún instante pudo ir a la ciudad.

Un perrillo acompañaba al inspector. Se acercó a Gonzalo y olisqueó sus piernas. Luego, se refugió entre las piernas del inspector. Gruñó y tironeó la manga de su chaqueta.

- ¡Cómo! – exclamó el policía – ¡También tú lo liberas de culpa!

El can volvió a gruñir y le mordisqueó los zapatos.

- Entonces… no entiendo nada… Doctor, este sujeto no puede abandonar la ciudad… Lo último, González… ¿Puede usted intentar alguna explicación?

- Hay que buscar las armonías interiores de los hechos, señor – musitó Gonzalo – Las cosas son como son… “Todo lo que es arriba también es abajo…” Sabiduría antigua como la misma humanidad… Un hombre en cautiverio, en verdad es libre, como el aliento del viento. Revise el Kibalyon, señor inspector… Es el primer libro de todos los libros… Sorprendentemente actual…

Morocho le miró anonadado. El presunto delincuente no había entendido nada de nada… o tenía la sagacidad de un lince…

El doctor B. muy cercano a una explosión de molestia, exigió a Gonzalo que le explicara qué es lo que realmente estaba ocurriendo.

- Está bien, doctor. Pero sòlo diré lo que puedo explicar.

La mirada limpia de Gonzalo se perdió entre el ramaje alto de los cipreses del parque. Hubo unos segundos de silencio. Agregó:

- Nunca hubo diez Gonzalos. Ni nueve… Únicamente uno… tal vez…

- Pero ¡Qué trampa pueril me estás poniendo!

- Es que es tan simple, doctor. Hoy día o mañana el inspector irá a los bancos… Le dirán que los hechos denunciados no ocurrieron. Los cajeros creyeron haberlos vivido. El sistema no registra salidas de dinero para un usuario llamado Gonzalo González. No hay huella alguna en las cintas de video… No hay evidencias… Un error de cálculo, doctor… en fin, nada… al olvido, doctor… los bancos conservan su honor… lamentamos su tiempo perdido, inspector… Y el inspector regresará a casa a embriagarse con vodka junto con su perro borrachín.

- Entonces, es una jugarreta… ¿Por qué lo hiciste?

- No lo hice, doctor. Ni siquiera lo pensé… Es que las cosas son como son… A veces hay evidencias, como marionetas mecidas por el viento del amanecer… construcciones de espuma de mar… pompas de jabón… Puro malabarismo, ¿No lo percibe…? Las cosas están, parecen ser, pero no son… ¡Con un demonio! La Serafina lo podría explicar mejor… Tal vez hablaría de un escenario cósmico… la corriente de la conciencia magna arrancada abruptamente de su forma habitual de expresión y ahí lo tiene: ¡El acontecimiento insólito, disparatado…! Recuerde las noticias de antes de ayer: la niña de nueve años que cae de un décimo piso, meciéndose como una pluma, y llega al suelo incólume…. Totalmente sana… Sin un rasguño… Todo es como debe ser, doctor… como debe ser…

El doctor B. se sentía intelectualmente maltratado. Estaba viviendo la peor humillación de su vida. Se sentía abrumado, a punto del colapso.

- Y todo esto nos lleva a la explanada, doctor – agregó Gonzalo – No tiene límite alguno. No hay cordillera para orientar la mirada, ni río que la atraviese, ni camino de asfalto o tierra para conducir los pasos. Ni verdura que desbrozar. Ni siquiera una paloma, o mejor, un grupo de golondrinas urdiendo incomprensibles caligramas en su vuelo disparatado… ¡No! ¡Por favor! La paloma exige aleros donde posarse; las golondrinas, una esquina con el paredón de adobes y la vieja vidriera frente a la plaza… donde necesariamente desgrana el tiempo en la espera de un sueño… ¿Lo advierte…? Dos pinceladas e inmediatamente emerge un mundo que exige personas y acontecimientos… por ejemplo, la voz madura que canta “Te busco y ya no estás/ Qué largas son las horas si no estás”… Una frase… una historia… Un manuscrito amarillento lleno de ausencias… No, por Dios… No de nuevo… Estoy en la explanada… O estaré… O he estado… El tiempo y sus jugarretas, doctor… tal vez, desde siempre y para siempre… No me queda más que pensarme en el vacío. Me desplazo, pero es como si permaneciera… Es que no he dejado nacer el espacio… Entonces, todo da lo mismo, es como un cálculo de restas de ceros sobre ceros. Pero no da lo mismo si sabes adonde ir… Y ahora creo que lo sé… Ustedes me llamaron Gonzalo, pero esa no era mi esencia, ni mi historia. Es que lo igual es disparatado como la intersección del tiempo con el espacio. Lo “igual a…” es la peor trampa de una lógica infernal destinada a crear cadenas… ¡Maldito seas, Aristóteles! ¡Veintiséis siglos no han sido suficientes para olvidarte! Lo existente, si de verdad existe, es desigual, esa tiene que ser su condición de ser. Aunque, de alguna manera, me siento próximo a ese príncipe desdichado que, desnudo, sobre la nieve, cantaba y danzaba los maitines al sol en su nacencia, allí, en el borde la vieja montaña. Y le ofrecía su inocencia no mancillada. Y su pureza. Y un manojo de musgos arrancados a la vertiente. Y su destino de constructor de universos buenos, nuevos, inefables. Hasta que descendió para mezclarse con la obscena aberración de los pueblos, de los monjes fornicantes, de los mercachifles de almas ¿Dónde te perdiste? ¿Quedaste enredado en las cavernas que expelen la furibunda descomposición de todos los dioses muertos? Pero no yo. No he bajado de montaña alguna. He evitado las cavernas. No he confraternizado. Ni siquiera con usted, doctor. Sòlo la Serafina… lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, sin edad alguna, unidos… aunque tangencialmente… en la nada… ¿Comprende por qué no haré construcción alguna? Podría llenar la explanada de significados; es más, podría sembrar sobre ella poesía, como refugio de todos los dolores. Pero sería como volver a empezar. Como empapar mi propia inocencia con el fango espeso del tiempo. La explanada es demencia, doctor. Y, por tanto, soledad… No quiero que mis oídos se colmen de graznidos, de risas, de brisa entre los árboles, de cantos de grillos, de proyectos insensatos. No quiero que mi voz tiemble y busque otra voz estremecida… Es la hora, doctor… es la hora de la conciencia plenificada, de la conciencia que dejó de buscar, que dejó de luchar y se entrega, se sumerge, en los absolutos océanos del silencio, vacíos, sin mundos posibles… Sin embargo, doctor, también soy la paradoja. Vea usted, llevo en el bolsillo de mi camisa a un compañero de viaje. Es que las hormigas saben que viene un invierno feroz. Ya están atiborradas sus bodegas. No tendrán necesidades hasta la primavera. Ayer sellaron todas las entradas a su reino. Y dejaron a Serafina a la intemperie. Expulsada. Terrible castigo a su glotonería (¡Dios…. Cuánto puede haber robado una hormiga!)… Pero, en el fondo, están castigando a su ser diverso, porfiadamente único. La Serafina deberá morir cuando empiecen los fríos. Y las heladas cubran todas las huellas campinas. Pero no será así si le doy cobijo. Se irá conmigo… Quizás en el vacío también hay universos para compartir… Y también esto es hipotético.

El doctor B., alucinado, sintió que debía ir a la meditación. Tal vez lograría algo de comprensión. La hermosa mañana recibió la bruma que se dejó caer presurosa sobre la cumbre de los cipreses. La bruma, viva, cubrió todo el paisaje del parque y bajó hacia el suelo. Gonzalo entró en ella. Dejó que lo envolviera. Se escuchó su voz: “Es mi venganza, doctor” Unos minutos más tarde la bruma espesa, húmeda, helada, empezó a retirarse.

Gonzalo ya no estaba en el parque.

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