lunes, 3 de noviembre de 2008

LA BANDA DEL LITRO

La ciudad de Tocopilla es pequeña: sólo tres o cuatro calles caen sobre el mar después de cruzar dos transversales. Antaño, hasta su bahía llegaban los cargamentos de cobre. Los embarcaban y las naves desaparecían en los horizontes. Al costado de la Plaza de Armas está el salón en donde, junto con el Cefe, dictábamos un Seminario de gestión a un grupo de doce colegas. Siete de ellas mujeres nortinas exuberantes y aguerridas.


El grupo empezaba a trabajar un diagrama de Meridianos de Ichikawa cuando sentimos los primeros sones de algo parecido a una balada triste entonada por clarinetes, trombones y saxos. La verdad es que la banda no desafinaba. Ocurría que cada instrumento cantaba por su cuenta respetando apenas el ritmo insistente del bombo y el redoble majadero de un solitario tambor.


En el salón el trabajo fue reemplazado por una borrasca de murmullos y risas. Preguntamos qué sucedía.


- Es un funeral - dijo una niña entrada en carnes -


- Es la banda del litro - agregó un varón -


- ¿La banda de qué? - pregunté –


Me respondió una carcajada. La banda estaba formada por amigos del bar, acostumbrados a la cazuela de chancho y al vino a destajo. Les vimos pasar: Al frente, la banda: once hombres panzones, actores de rostros rubicundos. Enseguida el ataúd, cubierto por flores de papel y llevado a hombros por seis vecinos que se intercambiaban cada media cuadra. A continuación buena parte del pueblo. Al final, una carreta llena de chuicos vestidos de mimbre.

La banda no trabajaba gratis. Antes de partir se entregaba a cada músico una botella con un litro de vino tinto. Los instrumentos llevaban un ganchillo para colgar la botella. Cada ciertos pasos, el músico bebía un trago. Cuando se terminaba, uno de los deudos corría a la carreta y la botella era reemplazada. Al terminar el entierro, el litro deambulaba entre los músicos y todos los emparentados hasta acabar con los quince chuicos de la carreta. Sólo entonces el finado llegaba a la quietud.


Nuestros Alumnos nos miraron. Yo clavé mis ojos en el Cefe que, inocente, intentó relatar lo ocurrido con la plaga de termitas de hace quince años atrás, cuando su abuelo era alcalde del lugar, pero a mitad de cuento se detuvo y exclamó:


- ¡Ya...! ¡Nos vamos al funeral!


Nos incorporamos a la fila de pobladores... Después de todo, beber vinos nortinos no es cosa de cada día.

La banda hacía de las suyas. Los clarinetes las habían emprendido con Cambalache, en tanto que los saxofones improvisaban variaciones en torno al Ave María. El trombón, muy complicado, intentaba armonizar las dos melodías. El bombo dormía su primera borrachera y el tambor se había plegado a las conversaciones. La noche caía sobre Tocopilla. En lontananza el chillido oscuro de las gaviotas dudaba qué música seguir en su danza de despedida. Adela, semi desnuda, abrazada a Miguel, sonreía manteniendo en el calor de su piel el estremecimiento del último orgasmo. El Cefe uniendo sus largas manos en el borde de la barbilla, decía al grupo de mujeres:


- La historia, queridas amigas, es el peor sinsentido. Así lo comprendió el Gran Hermano, ese nefasto gobernante oscuro, de alma gris como la niebla matinal. ¿Recuerdan que ordenaba a sus sicarios reescribir una y otra vez los pasajes más sensibles de la historia planetaria y cambiar los hechos, los personajes, las ideas? Así, les decía a sus panzones ministros, la población deja de tener anclajes en el pasado. Mejor, todavía, el pasado deja de tener significación. Y si un hombre no tiene pasado tampoco puede aspirar a ningún porvenir. El finado lo podría corroborar.


Al finado le decían el Bachicha. Había llegado desde Italia una mañana lejana y después de deambular en una y otra ocupación se dedicó a fabricar las flores de papel usadas en las celebraciones. “Es que en cuesto desserto la fiore non crece”, se justificaba.

Las últimas palabras del Cefe fueron seguidas de unos golpes en el féretro. Uno de los pescadores lo abrió y el Bachicha, muy pálido, se sentó y con voz de actor pidió:


- Io voglio un viquerini de tinto. Después daré la mía opinión.

Alguien le alcanzó un litro que el badulaque bebió de un tirón. Entonces dijo:


- Il maestro tiene razone. La historia e il temppo sono dificile de comprender. E io pregunto... ¿Per che quieren sabere qui cosa e il tempo e la historia...? ¿Eh...? ¿Per che? Sólo hay que vivir hasta que llega la hora dil tutti morto. De la quietud. Entonces, deja de tener importancia la vida..... Sólo queda esta insaciable sed que no se calma con niente. Más vino, per favore.


En el extremo del cementerio alguien siguió, por fin, a los clarinetes. Cantaba: “Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé...”


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