sábado, 6 de diciembre de 2008

JUEGOS DE SOMBRAS

Mil años sin desatar el nudo que me mantiene atado a la vida. Fantasmagorías milenarias. Inclemencia en el sentir. Sin motivación ni promesas. Arrastrándome sobre la tierra como un reptil.

No recuerdo cual fue mi crimen. Sólo hay un vacío negro y silente e instantes fugaces. Mañanas tórridas. Anocheceres helados que me hacen temblar. Ojos desorbitados que caen de los techos y hacen danzas macabras en la amplitud del salón. Gritos como escarabajos verdes que corren sobre las paredes y estallan destrozando los oídos. Yo, habitante del espanto, en la celda inhóspita, helada, plagada de ratas e insectos asquerosos. Cadenas en mis brazos. Grilletes en mis pies. Y la condena. Cinco jueces de rostros severos. Cubiertos con amplios ropones rojos. Todos llevan cabellos blancos.

- Mil años de sombras. Habrá un último día solamente si logras el amor. No podrás morir. Para ti el suicidio será un imposible. Saldrás indemne de cualquier accidente. Vivirás en la impotencia y en el estupor.

Así fue. Olvidé la alegría. La sonrisa se me quedó enredada en alguna esquina y no la volví a recuperar. Hace una semana se cumplieron los plazos. Lo sé porque amanecí con una sensación extraña. Como si la gracia de la esperanza quisiera anidar en mí. Pero hace siglos que vivo en soledad. Jamás una compañera. O un amigo. O alguien con quien compartir.

Caminaba por el parque cuando la encontré. Se llama Olga. El mes de julio azotaba las calles y plazas de la ciudad con aliento gélido. Viene del campo. La ciudad la asusta. La invité a un café. En el estómago había calor, caracolas, olla de grillos jugando entre las venas, intranquilidad en las manos. Nos seguimos viendo. Una tarde me abrazó. Su boca buscó la mía. Creí que enloquecía. Todo era nuevo. Cada uno de sus gestos gatillaba recuerdos. Ansiedades. Angustias enlazadas a su figura pequeña y delgada. Me pidió conocer mi casa. Allí, en la sala, las caricias encendieron llamas que me iban a invadir. Entonces recordé a mis jueces. Y comprendí que Olga era la llave para mi descanso. Pero, entonces, no había amor. Ni en ella ni en mí. Ella no era libre. Amarla era condenarla. Entonces puse mis manos en su cuello y apreté. Mi cerebro escudriñaba y repetía la palabra matar. Ahora es otra la celda. Y espero. Como lo he hecho toda mi vida.

No hay comentarios: