jueves, 27 de noviembre de 2008

LA OPERETA

Waldo Carrasco interpretó en el teclado la pieza completa. Hacia el final, tenues gotas de transpiración inundaban su rostro.
- Si - dijo - a ratos algo dedacofónico; a ratos algo demodé, pero es posible sentir una cierta simplicidad estructural... Es interesante...

Pedimos una segunda prueba al maestro Wagner Ruiz. Metió los hirsutos bigotes en la partitura y empezó a murmurar. Se levantó y tomó su cello, miró la partitura e improvisó. Del instrumento brotaron trinos, música de agua, reminiscencias de alerce, araucaria y canelo, de tejidos minúsculos en la carne golosa de los helechos gigantes...

- Deben incorporar unos seis cellos - dijo - los dos añafiles son suficientes... Unos cuantos filfiles y una trutruca como fondo de los cornos y del fagot... Queda bien... ¡Cabros, lo encontraron! No hay sombra de estereotipos... Me gusta... Hay un solo problema... los huevones de siempre... No lo entenderán...

Fuimos a la segunda parte. Había que crear la historia y la letra de las partes cantadas. Dos bajos sostendrían el edificio. Barítonos y tenores, los pilares para las coloraturas de la soprano y la profundidad de la contralto.

Una historia de esperanzas. La Machi Rupertina (contralto) bendice la unión de su hija Milla (soprano) con el huinca Belisario (tenor). Invoca a los dioses del mundo de arriba. Y dice que Nguechén (primer barítono) ha puesto su mirada sobre los jóvenes. Entonces el Trauco (segundo barítono), el desgraciado y estigmatizado hombrecillo de los bosques, lanza su maldición envenenada de envidia. Aparece el jefe de los brujos (bajo) y reta a todo el clan por permitir el matrimonio con un blanco. El lonco Huenchumilla (segundo bajo) provoca un sahumerio y convoca a los mocetones que llegan con sus paliques en las manos. Se produce una escena loca del tipo comedia de equivocaciones y los seres de las sombras son derrotados. Las duras membranas de los tamboriles hacen sonidos de triunfo. Los principales cantan los valses y las danzas de contentamiento. También incorporamos una danza mapuche de guerra y consumación.

Pusimos toda la historia en versos payeros. Una que otra palabra en mapudungún. Uno que otro verso en octavas reales para lucimiento del tenor envuelto en un hermoso traje sevillano.

La Opereta estaba lista. Ahora había que buscar el elenco y ensayar.

Talvez nos demoremos un año.

Es lo que ustedes deben esperar para conocer el desenlace.





viernes, 14 de noviembre de 2008

LA CAJA DE DON EPIFANIO

Zeus, hastiado de su molicie, deja morir el crepúsculo. Entra Hera; lleva en sus manos un hermoso cisne de plumas suaves. Zeus sonríe y dice:


- Fue hace tanto tiempo. ¿No se te ocurre nada nuevo?

- No te entiendo – dice molesta la diosa –

- Son los males de Pandora… puro aburrimiento…



*

Don Epifanio Engels Diderot Iribarren Pérez fue un hombre feliz cuando nació su hija. Regaló a su mujer, doña Purísima, una fastuosa sortija. Doña Puri insistió “La debemos bautizar”. Don Epi se negó. La criatura no tiene conciencia. Cuando crezca tomará una decisión. No entregaré mi hija a la codicia moral de la iglesia, menos a las manos dudosas del cura. Ese coño es pajero, dijo, obscenamente pajero. Además, nació en Lepe y es tonto de capirote. La niña se queda así, como está. Doña Puri, le anunció suavemente que su cama le estaba prohibida hasta que accediera a poner los óleos consagrados en la hijita. Dos meses más tarde, vencido por la prohibición, don Epi organizó los festejos y partieron una mañana a la iglesia del pueblo en donde esperaba el padre Arístides con su rostro cruzado por malévola sonrisa.

- ¿Qué nombre le pondremos?

- Pandora – fue la respuesta – Pandora Iribarren González.

- ¡Ah… no…! – dijo el cura – ¡Hombre..! Yo no bautizo a bárbaros infieles. Debes poner un nombre cristiano aceptado por la Santa iglesia…

- ¡Bárbaros…! ¡Tu madre! - respondió exasperado don Epi –

- ¡Venga… Que no te metas con mi madre…!

Mirándose como energúmenos, empuñaron sus manos. El sacristán corrió a la sacristía y regresó con un amenazante garrote. Medio pueblo estaba a las puertas. Alguien preguntó “¿Y, cómo va la cosa?” El sacristán gritó “¡Que se agarran!”.

- ¡Ateo miserable! – gritaba el cura –

- ¡Dogmático vicioso! - rugía don Panta –

- ¡Comunista trasnochado! – respondía el cura al borde del infarto -

No llegaron a los golpes. Después de la retahíla de insultos que ambos querían propinarse desde antaño, Arístides aceptó el “Pandora”. Pero exigió que se agregara del Santo Rosario, o del Corazón de Jesús. El sacristán corrió al tabernáculo y trajo dos copones, rebosantes de vino sacramentado que ambos brindaron “hasta verte Cristo mío”. Don Epi aceptó “del Carmen”. Esta señora, rezongó, nos acompañó en la Guerra de la Independencia. Y, agregó:

- Se llamará Pandora Republicana del Carmen.

Así fue acristianada, aunque se le conoció siempre como Pandi.


*

Los gritos de Zeus parecían bramidos de mil elefantes marinos clamando rabiosos a los cielos. Iracundo, ordenó el castigo: Prometeo encadenado a la montaña. En la mañana vienen las águilas y devoran sus entrañas. Durante la tarde el dios reconstruye su cuerpo. Al alborear la aurora regresan las águilas.

- Está bien – gruñó, ya más tranquilo – Los hombres tienen el fuego sagrado y el secreto de Helios. Harán florecer sembradíos y apagarán su hambre. Pero les enviaré su castigo y perdición.

Ordenó a los dioses que crearan una criatura, compañera de los hombres. Cada uno aportaría algún don divino. La belleza de Hera; la forma modelada por Hefestos; la elegancia de Atenea; de Apolo, la música…

- ¡Eso es! – vocifera Zeus - ¡Que les nuble la razón! ¡Que los envuelva en sus caprichos!

Para Hermes la criatura era demasiado perfecta y le donó un carácter seductor y voluble y la capacidad de mentir sonriendo. Zeus la envió a los varones. Así nació Pandora. Era tan bella que Epimeteo, hermano de Zeus, la tomó como esposa. La llevó a su hogar. Todo es tuyo, le dijo, menos esta ánfora de plata que no abrirás jamás.



*


Tenía once años cuando Pandi descubrió la biblioteca de don Epi. Quedó fascinada. Las travesuras infantiles empezaron a quedar atrás. Cientos de saberes ordenados en los anaqueles. Miles de narraciones. Cada libro motivaba discusiones con su padre. Le decía que Montesquieaux estaba demente: Eso de los tres poderes y la democracia es puro cuento. Y el mito de Pandora… ¡Pufff! Esos dioses eran de un talante machista exasperante. Y, agregaba, las novelas son más divertidas que la historia. Y, papá, exigía, no comprendo a esa madame de Bovary… ¿Qué es lo tan terrible que hizo…? Es… como si no pudiera respirar de puro cartuchona… Ni parecida a la Nana de Zolá… Don Epi, orgulloso, le explicaba lo que se puede explicar a una niña ante el horror de doña Puri que amenazaba con dejarlo a dormir en el salón si no ponía orden en las lecturas de la hija. Don Epi juraba “Esta vez converso con ella”. Pero, por esos días fue electo alcalde. Entonces sólo tuvo tiempo para el municipio. Dijo a la niña:

- Pandi; no debes abrir este cofre. Tiene cosas mías. Respetarás esta prohibición.



*


Pandora era feliz con Epimeteo. Los hombres, agradecidos de los dioses, tomaban a sus mujeres y construían hogares. Su único pesar era el ánfora sellada. Pandi pensaba ¿Qué secretos guardará el cofre? ¿Tesoros como los del conde de Montecristo? Papá nunca me prohibió nada… Ponía sus manos sobre el ánfora e invocaba a los dioses “Permítanme penetrar esta pared de plata. Quiero saber”. “Epimeteo es bueno. Nada perverso puede esconder. Si le pregunto a mamá me prohibirá entrar a la biblioteca. La vida en el Olimpo era tranquila. Abajo, en los campos, los hombres trabajaban, reían, gozaban. Inventaban fiestas florales en honor de los dioses y en ellas reinaban Baco y Hermes; todo era permitido. Entonces, si ya no hay inocencia, ¿Qué tan tenebroso puede contener el ánfora? ¿Qué habrá dentro del cofre? Esa tarde Pandora rompió los sellos y abrió el ánfora. Volaron, como la espuma cientos de nubecillas fétidas. Una voz terrible gritó en su conciencia: “¡Estúpida! ¡Los has liberado! ¡Allá van todos los males de la humanidad: las enfermedades incurables, la vejez, la fatiga que transforma a seres fuertes en guiñapos, la locura que galopará en las conciencias, los dogmatismos absurdos, los vicios, las malas pasiones, las diez plagas que asolarán las tierras y los reinos, la tristeza inconsolable, la pobreza, los crímenes” Pandi rompió el candado y abrió el cofre. Puro aburrimiento: documentos, antiguos papeles amarillentos. Algunas ropas y juguetes de su primera infancia. Y las fotos. Las observó. En todas ellas el personaje principal era don Epifanio. En todas, desnudo. Pandi gritó cuando se detuvo ante su sexo inmenso, gordo, agresivo. Siempre acompañado de dos o tres mujeres también desnudas. Las reconoció. Ellas vivían en la casa rosada, a la salida del pueblo. De esas que doña Puri ni siquiera miraba cuando las encontraba en la calle. No son damas, Pandi. Entonces ¿Qué son, mamá? No preguntes leseras, niña… Una de ellas tenía el sexo de su padre en la boca y caían al piso goterones acuosos, espesos. En otra, don Epi, con sus botas y espuelas de plata montaba la espalda de una de las mujeres mientras las otras gritaban y reían. Pandi cerró el cofre. Perpleja. Tenía en qué pensar. Pandora cerró el ánfora. Se escucharon unos golpes suaves. Algo quedó dentro, pensó la hija de los dioses.



*


Pandora y Epimeteo fueron expulsados del Paraíso. Niña imprudente – dijo con tristeza Zeus -. Pyrra, hija de los dos exiliados creció. Tenía quince años cuando se unió a Deucalión, hijo de Prometeo. El fuego sagrado hizo comprender a los hombres los sentidos de la libertad. Y cayeron en una y mil aberraciones. Fue el tiempo en que Zeus ordenó el segundo diluvio, para terminar con la raza humana. Cuando las aguas volvieron a sus cauces, los únicos sobrevivientes eran Pyrra y Deucalión. Zeus les concedió la vida. Ustedes, dijo, harán renacer a los hombres. Espero que esta vez no sean asolados por la demencia. Tomó, pensativo, entre sus manos, el ánfora de plata.


*

Pandi regresaba de la escuela por el borde del río Hualén. Le acompañaba el Mauro, hijo del boticario. Había silencio entre las hojas de los sauces y los arrayanes. Las aguas cantaban en su viaje hacia el océano. Le contó del cofre de su padre. Otra tarde, sentados sobre los frescos pastizales, en el borde de la riada, le mostró las fotos. El Mauro se turbó.

- ¿Sabes lo que hacen? – preguntó –

- Creo que si – dijo Pandi con un hilo de voz –

Quedaron en silencio y sin mirarse.

- Yo no tengo tanto como esas mujeres – comentó la niña –

Tomó la mano del Mauro y la llevó a su pecho. El Mauro acunó en su palma el seno breve, pequeño y palpitante de la niña. Apretó suavemente. La Pandi cerró los ojos y se pegó a su cuerpo. El Mauro tomó los dos pechos y murmuró:

- Tampoco yo lo tengo tan grande.

La Pandi llevó su mano a la bragueta. Abrió el pantalón y tomó suavemente el sexo duro del muchacho.

- Me gusta como lo tienes – susurró -

Abrazados, se besaron. Se acostaron sobre el pasto fresco. Lentamente se sacaron las ropas que fueron como flores sobre el pastizal. Los dos cuerpos desnudos, abrazados, sin saber cómo continúa el viejo rito del amor. Poco a poco el Mauro aprendió a besar, a acariciar, a provocar locuras. La niña aprendió a devolver las caricias. Déjame hacerlo y sus labios bajaron hasta el pene. Lo besó. Abrió ligeramente los labios y permitió que entrara en su boca. Lo apretó suavemente; lo mordisqueó ligeramente. Sintió que unas pocas gotas de lava hirviendo golpeaban su garganta. Volvió a acostarse de espaldas. El Mauro la cubrió. Sintió que era penetrada. Había dolor y un inmenso placer, entonces vino un orgasmo infinito que hizo temblar su piel. Pensó que se estaba transformando en mujer. El viento entre las hojas, surcando el pasto como rastrillo. El viento entre las nubes lejanas. El viento en medio del asombro de los ojos del Mauro y de la Pandi. Ahora habrá un secreto sagrado entre las manos apretadas, cuando transiten lentamente por las calles del pueblo.




*


Zeus reflexionaba y maldecía el dilema en que lo ponía Pandora. Los hombres no tienen remedio, pensaba. Siempre terminan en el caos... ¡Qué remota deidad dispuso tamaña maldición! Pyrra y Deucalión harán su trabajo. Nacerá una nueva humanidad. Serán seres hermosos, angelicales. Hasta que descubran el mal. Puedo cumplir mi promesa: no más cataratas mortales. O puedo terminar el trabajo de Pandora y liberar la esperanza que aún duerme en el ánfora de plata. Pero entonces, ellos inventarán la fe, hija de la esperanza, y creerán en un dios único. ¡No comprenderán que la esperanza sólo envuelve falsedades! Y ocurrirá lo inevitable: ¡Matarán a Dios cuando dejen de creer en nosotros! Entonces, otra vez conocerán el caos, el silencio, la nada. Vivirán convencidos que la divinidad está en su sangre. Será imposible que entiendan que sólo son hombres. En ellos habita la herencia de mi estirpe. ¡Faltan tantas centurias para que todo acabe! ¡Son tantas centurias de silencio!

Entonces, el padre de los dioses, el señor de la vida, apretó el ánfora de plata hasta hacer reventar sus paredes. Voló, traviesa, hacia el firmamento la última de las nubecillas. La esperanza se esparció por toda la tierra y llegó a los corazones de los hombres.

Don Epifanio sentía que se había perdido la complicidad que había con la Pandi. Repentinamente la niña ofrecía un talante maduro. Y se burlaba de las explicaciones de don Epi a los problemas que le planteaba. Tres años más tarde dijo al Mauro que se iba a estudiar a una escuela universitaria de la capital. ¿Entonces nos dejaremos de ver? ¿Entonces no nos casaremos? La Pandi lo abrazó con ternura infinita. Tal vez, alguna vez, vuelva a ti, le dijo. Pero ahora debo partir. Hay un hombre que me está buscando. Quiero conocerlo. Se llama Epimeteo.

lunes, 3 de noviembre de 2008

ARÍSTIDES SE CONFIESA

El padre Arístides solicitó una dispensa no por molicie. Hizo veinte horas en avión para ir por su confesor, el Obispo de Lepe.

No fue la pelea con don Panta, monseñor. Habría sido una retahíla de puñetas y asunto borroneao. Fue esa tarde tormentosa de diciembre, en el mes de María. La Florita pidió confesión de frente y se instaló parsimoniosa entre mis rodillas. ¡Dió... Por qué me haces esto...! Llevaba una mini que mostraba todo y una blusa transparentando sus pechos desnudos. Ayúdeme, padre, que he pecado. Ave María, Ja mía (Con tu estampa es imposible no pecar) Fue el Tomás, padre, un afuerino. Había fiesta en la plaza y el Tomás me miraba y me pidió que bailáramos una guaracha y de repente era un bolero y me apretó y me hizo chictuchic. Y sus manos eran inmensas y fuertes. Y de repente, un beso en el cuello y la blusa se abrió y los labios calientes llegaron hasta mis hombros. Y no había quien me dijera "Flora qué tontería vas a hacer". Fuimos a la oscura esquina de la iglesia. Y me atrapó los pechos y mordió y chupó y pasó su lengua parriba y pabajo. (¡Y mocosa del diablo, deja de menear tus pechos en mis rodillas!) Y yo estaba montada en sus extremidades, encima de su cosa dura y me entraba hasta que quedé desfallecida. Y al otro día el Tomás se perdió en los caminos. ¿Qué puedo hacer, monseñor? Que no soy monseñor, Ja mía. Y mis manos se fueron entre los cabellos de la impura. Y de un de repente, la hija del demonio hurgueteaba entre las sotanas y sacaba a respirar al pequeño que había crecido de una pa la otra y la boca de la pecadora lo había atrapado y lo zamarreaba entre los labios y la lengua y tomó mis manos, monseñor, y las llevó a los pechos que tenían los pezones duros y ardiendo y te juro Dió mío que no quería, pero la impura se miabía montao y hacía que el pequeño entrara y... Pa qué sigo... la cosa fue gloriosa. Y como el pequeño quería más, tiré a la Flor sobre las baldosas y cabalgué como huaso sobre garañón sin rienda. Y qué hiciste, bestia, preguntó el obispo. Arístides lo pensó un instante y dijo en un susurro que ordenó penitencia de tres Avemarías y un Padrenuestro.

LA BANDA DEL LITRO

La ciudad de Tocopilla es pequeña: sólo tres o cuatro calles caen sobre el mar después de cruzar dos transversales. Antaño, hasta su bahía llegaban los cargamentos de cobre. Los embarcaban y las naves desaparecían en los horizontes. Al costado de la Plaza de Armas está el salón en donde, junto con el Cefe, dictábamos un Seminario de gestión a un grupo de doce colegas. Siete de ellas mujeres nortinas exuberantes y aguerridas.


El grupo empezaba a trabajar un diagrama de Meridianos de Ichikawa cuando sentimos los primeros sones de algo parecido a una balada triste entonada por clarinetes, trombones y saxos. La verdad es que la banda no desafinaba. Ocurría que cada instrumento cantaba por su cuenta respetando apenas el ritmo insistente del bombo y el redoble majadero de un solitario tambor.


En el salón el trabajo fue reemplazado por una borrasca de murmullos y risas. Preguntamos qué sucedía.


- Es un funeral - dijo una niña entrada en carnes -


- Es la banda del litro - agregó un varón -


- ¿La banda de qué? - pregunté –


Me respondió una carcajada. La banda estaba formada por amigos del bar, acostumbrados a la cazuela de chancho y al vino a destajo. Les vimos pasar: Al frente, la banda: once hombres panzones, actores de rostros rubicundos. Enseguida el ataúd, cubierto por flores de papel y llevado a hombros por seis vecinos que se intercambiaban cada media cuadra. A continuación buena parte del pueblo. Al final, una carreta llena de chuicos vestidos de mimbre.

La banda no trabajaba gratis. Antes de partir se entregaba a cada músico una botella con un litro de vino tinto. Los instrumentos llevaban un ganchillo para colgar la botella. Cada ciertos pasos, el músico bebía un trago. Cuando se terminaba, uno de los deudos corría a la carreta y la botella era reemplazada. Al terminar el entierro, el litro deambulaba entre los músicos y todos los emparentados hasta acabar con los quince chuicos de la carreta. Sólo entonces el finado llegaba a la quietud.


Nuestros Alumnos nos miraron. Yo clavé mis ojos en el Cefe que, inocente, intentó relatar lo ocurrido con la plaga de termitas de hace quince años atrás, cuando su abuelo era alcalde del lugar, pero a mitad de cuento se detuvo y exclamó:


- ¡Ya...! ¡Nos vamos al funeral!


Nos incorporamos a la fila de pobladores... Después de todo, beber vinos nortinos no es cosa de cada día.

La banda hacía de las suyas. Los clarinetes las habían emprendido con Cambalache, en tanto que los saxofones improvisaban variaciones en torno al Ave María. El trombón, muy complicado, intentaba armonizar las dos melodías. El bombo dormía su primera borrachera y el tambor se había plegado a las conversaciones. La noche caía sobre Tocopilla. En lontananza el chillido oscuro de las gaviotas dudaba qué música seguir en su danza de despedida. Adela, semi desnuda, abrazada a Miguel, sonreía manteniendo en el calor de su piel el estremecimiento del último orgasmo. El Cefe uniendo sus largas manos en el borde de la barbilla, decía al grupo de mujeres:


- La historia, queridas amigas, es el peor sinsentido. Así lo comprendió el Gran Hermano, ese nefasto gobernante oscuro, de alma gris como la niebla matinal. ¿Recuerdan que ordenaba a sus sicarios reescribir una y otra vez los pasajes más sensibles de la historia planetaria y cambiar los hechos, los personajes, las ideas? Así, les decía a sus panzones ministros, la población deja de tener anclajes en el pasado. Mejor, todavía, el pasado deja de tener significación. Y si un hombre no tiene pasado tampoco puede aspirar a ningún porvenir. El finado lo podría corroborar.


Al finado le decían el Bachicha. Había llegado desde Italia una mañana lejana y después de deambular en una y otra ocupación se dedicó a fabricar las flores de papel usadas en las celebraciones. “Es que en cuesto desserto la fiore non crece”, se justificaba.

Las últimas palabras del Cefe fueron seguidas de unos golpes en el féretro. Uno de los pescadores lo abrió y el Bachicha, muy pálido, se sentó y con voz de actor pidió:


- Io voglio un viquerini de tinto. Después daré la mía opinión.

Alguien le alcanzó un litro que el badulaque bebió de un tirón. Entonces dijo:


- Il maestro tiene razone. La historia e il temppo sono dificile de comprender. E io pregunto... ¿Per che quieren sabere qui cosa e il tempo e la historia...? ¿Eh...? ¿Per che? Sólo hay que vivir hasta que llega la hora dil tutti morto. De la quietud. Entonces, deja de tener importancia la vida..... Sólo queda esta insaciable sed que no se calma con niente. Más vino, per favore.


En el extremo del cementerio alguien siguió, por fin, a los clarinetes. Cantaba: “Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé...”